Sucedió en una universidad europea. Un profesor preguntó a sus alumnos cuántos de ellos habían vivido en el extranjero. Y antes de que nadie pudiera contestar, exclamó con orgullo: “Los que hayan vivido fuera habrán podido comprobar que éste es uno de los pocos países occidentales en los que aún hay una fuerte conciencia de clase obrera”. Los estudiantes, aturdidos, cruzaron miradas perplejas. Ninguno comprendía de qué hablaba el profesor.

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Aunque a muchos les suene a broma, la afirmación del profesor sirve para poner de relieve nuestra negativa a aceptar que el proceso de empobrecimiento colectivo que hemos dado en llamar crisis, el cual comenzó a fraguarse bastante antes de 2007, ha dado definitivamente al traste con la pretendida estructuración de las sociedades en auténticas clases sociales. En consecuencia, ha resultado imposible consolidar una clase media amplia, estable, dinámica y, sobre todo, permeable; es decir, un verdadero ascensor social. Por eso, para aquellos alumnos, jóvenes de otra generación, no ya la conciencia de clase obrera sino la simple alusión a la división en clases sociales les sonaba a chino. Ellos habían convivido más de media vida con la crisis y solo distinguían entre las élites y el resto de los mortales.

Hoy en numerosos países se da la circunstancia, por ejemplo, de que un empleado del servicio de limpieza, un técnico o un ingeniero pertenezcan al mismo segmento social si nos atenemos a sus ingresos

De hecho, desde hace ya tiempo, más que a la “clase media”, se suele aludir a las “clases medias”, en plural, síntoma de que tal categoría es demasiado heterogénea y más aspiracional que real. Hoy en numerosos países se da la circunstancia, por ejemplo, de que un barrendero, un técnico o un ingeniero pertenezcan al mismo segmento social si nos atenemos a sus ingresos. O que muchas familias, que por rentas han dejado de ser clase media, sigan creyendo que lo son porque sus miembros tienen una buena educación. Aunque sus ingresos no acompañen, y tampoco sus esperanzas, actúan como aquella aristocracia arruinada de finales del XIX, que conservaba en un arcón sus apolillados trajes de gala y se aferraba a un status perdido.

El final del mérito y el esfuerzo

Los hechos son inapelables. La bonanza económica que va desde 1999 hasta el duro despertar de 2007, constituyó el tramo final del espejismo de la sociedad de clases, del mito de la clase media y del binomio mérito-esfuerzo. Y el crac de 2007 supuso el portazo de unos sistemas político-económicos occidentales que se cerraban a gran velocidad.

La concentración económica, y la traca final, el colapso financiero, son el grueso correlato del progresivo secuestro de la economía a mayor gloria y beneficio de un puñado de prohombres, para quienes, no debemos olvidar, los políticos profesionales fueron indispensables edecanes. Sin embargo, hoy son los edecanes los que tienen la sartén por el mango, porque supieron convertir a los Estados en plataformas económicas donde lo público y lo privado se entremezclan de manera alucinante.

Seguimos sin entender que la crisis en realidad terminó, que esto de ahora es el nuevo mundo al que hemos arribado

Es verdad, las sociedades occidentales tuvieron una ventana de oportunidad, pero duró lo que tardó el cemento de las élites en fraguar a su alrededor. No llegaron a cruzar el umbral. Faltó visión a largo plazo e instinto de preservación. Ahora que se hacen cábalas respeto al final de una crisis que parece interminable, analizando la consistencia o inconsistencia de los datos, de los buenos augurios, seguimos sin entender que la crisis en realidad terminó, que esto de ahora es el nuevo mundo al que hemos arribado, tal vez la penúltima estación antes de un cambio que no necesariamente tiene que ser feliz.

Sociedad de élites egoístas, no de clases

Aunque  disgustará a aquel profesor o a quienes en general insisten en la trasnochada lucha de clases, nuestras sociedades no han sido clasistas sino elitistas, de élites diminutas. Un conglomerado de grupos privilegiados que se han esforzado por asomar la cabeza por encima de esa masa social que braceaba en economías cada vez más llenas de barreras. Por debajo del cartel de los Estados Corporativos, no había clases homogéneas y bien diferenciadas, sino una amorfo cuerpo social del que sobresalían, como pequeñas anomalías orográficas, pequeñas cordilleras de grupos privilegiados que perseguían su zanahoria particular.

Las había en el periodismo, en esos pequeños clubs que rebotaban consignas partidarias y defendían hasta la náusea  modelos políticos quebrados; también en la función pública, en la cual, amén de esa plaga de puestos de libre designación, que es la quintaesencia del omnímodo poder de los partidos actuales, distintos gremios luchaban por conservar un puñado de prebendas; los había entre los empresarios, que acaparaban las organizaciones patronales, los boletines oficiales, y convivían en estrecha simbiosis con los políticos locales; también en lo que llaman “el mundo de la cultura”, donde se daba la paradoja de que todo era libertad pero sin embargo había derecho de admisión; y en todos los sectores productivos que podamos imaginar, donde, mientras unos vivían al amparo de contratos indefinidos y rígidos convenios laborales, otros malvivían en la precariedad.

Puesto que organizarse implica costes, el individuo sólo se movilizará si prevé que sus ganancias compensarán el esfuerzo

En definitiva, cualquier nicho de nuestra sociedad, por irrelevante que fuera, desarrolló su élite particular. Y todas ellas, a pesar de guerrear por su cuenta, terminaron constituyendo coaliciones de intereses con un denominador común: obtener beneficios particulares a costa del interés general.

Lo explicó brillantemente Mancur Olson en The Logic of Collective Action (1965). Puesto que organizarse implica costes, el individuo sólo se movilizará si prevé que sus ganancias compensarán el esfuerzo. Lamentablemente, aquellos movimientos que reportan importantes beneficios para el conjunto de la sociedad, suponen para cada individuo muchos costes pero escasas ganancias personales puesto que los posibles logros habrán de repartirse entre toda la sociedad, incluso entre los que no cooperaron. Es decir, hay muchos más incentivos para organizarse de forma corporativa, en pequeños grupos que presionen para obtener ventajas particulares inmediatas, sustanciales para cada individuo y siempre a costa del resto, que para actuar de forma altruista, en pos del interés general. En definitiva, las reformas era imprescindibles pero muy costosas para quienes intentaban impulsarlas de manera altruista. Este ha sido el verdadero drama de muchas sociedades occidentales, por no decir de todas. De hecho, da igual dónde miremos, sea en México o en España, en Argentina o Italia, Colombia o Grecia, Estados Unidos o Francia la máxima se repite.

Así pues, aunque a aquel profesor universitario proclamara lo contrario, no existen las clases sociales. Muchos jóvenes los saben bien. La metamorfosis democrática se truncó ante una abrumadora falta de altruismo. Y la idea de la sociedad abierta murió asfixiada dentro de un bonito capullo de seda. La visión del progreso como acción política omnisciente y sin control, a la que se demandaba cada vez más derechos y menos deberes, actúo como una gruesa goma de glicerina atornillada al poder, de la que muchos laboriosos ciudadanos tiraron con fuerza hasta que alcanzó su límite de elasticidad. Entonces se contrajo con una fuerza irresistible. Por eso, cuando hoy los gobernantes proclaman el final de la crisis, en realidad están apelando a la continuidad de la mentira y la ficción.