Ignacio Escolar, director de eldiario.es, probablemente no pasará a la posteridad por sus contribuciones a la historia de las ideas. Escolar ha querido situar en el concepto de “lawfare” el principal riesgo que la nueva coalición socio-comunista puede encontrar en su intención indisimulada de acometer una verdadera mutación constitucional en el texto de 1978.

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El concepto de lawfare aparece en la década de los años 70 en el contexto de la crítica colonial. A través del derecho occidental, según los proponentes del concepto, no se buscaba tanto restablecer una verdad material, como ocurre en los derechos orientales, cuanto de imponer una determinada visión de la misma. Utilizando el derecho, instrumento mucho más racional que la guerra (Warfare), lo que se busca es presentar como justa y racional una pretensión que en el fondo lo que encubre es una imposición de la propia fuerza. John Comaroff analiza el uso que el colonialismo ha hecho del derecho para presentar como legítimas pretensiones que en realidad lo que hacía era encubrir pretensiones de domuinación. El concepto de lawfare aparece así vinculado a la llamada teoría critica, de corte neomarxista, que ve en todo producto cultural occidental, incluida su tradición jurídica, un instrumento de dominación de clase, de género o de cultura.

Escolar vincula la noción de lawfare a otra noción clásica de buena parte del establishment liberal americano (liberal en el sentido de progresista) que ha visto en la administración judicial americana, al menos desde los tiempos del New Deal, un instrumento conservador dedicado a boicotear cualquier posibilidad de que el sistema político americano, cuyos cimientos se remontan a finales del siglo XVIII, se encamine por la senda del progreso y de la extensión de derechos. Édouard Lambert, un jurista francés de finales del siglo XIX y comienzos del XX, retomó la vieja querella que los jacobinos mantuvieron con el principio de la división de poderes que aquellos consideraban antidemocrático. Que un poder, el judicial, de origen no democrático, pudiera enmendar la plana a los excesos de una asamblea parlamentaria de origen popular era algo que consideraban contrario al principio democrático. Lambert escribió un breve ensayo, El gobierno de los jueces (1921), muy crítico con el papel que el Tribunal Supremo americano venía desempeñando en el sistema político americano, desactivando multitud de iniciativas legislativas de corte progresista en favor de los más desfavorecidos.

La justicia no surgió como apunta Escolar para hacer política por otros medios, ni para judicializar la política. La justicia moderna surgió, como apuntara el barón de Montesquieu, para evitar que alguno de los poderes del estado se volviera tiránico y amenazara la libertad política

Escolar con su apelación al lawfare como el mayor riesgo “golpista” al que se enfrenta el nuevo gobierno quiere traer a colación precisamente ese reparo que buena parte de la progresía siempre ha tenido sobre el papel del poder judicial como garante de la legalidad frente a los abusos del poder. Los iuspublicistas de corte progresista siempre traen a colación que el principio de división de poderes, cuya formulación más famosa es debida al barón de Montesquieu, se diseñó como una forma de sujeción del principio democrático. Estos autores señalan aquellos pasajes del libro El Espíritu de las leyes en los que se menciona que la democracia puede ser un peligro para la libertad o los escritos de John Adams, que a la postre se convertiría en el segundo presidente de los Estados Unidos, como ejemplo del origen antidemocrático de la idea de que un poder, el judicial de extracción conservadora, pueda anular decisiones del legislativo que vulneren derechos o que se extralimiten en sus competencias. Escolar afirma que la derecha utilizará todos los resortes legales a su alcance, aprovechando el carácter netamente conservador del estamento judicial, para abortar el tan necesario progreso que a su juicio traerá el nuevo gobierno. Incluso va más allá y llega a calificar el funcionamiento del estado de derecho de nueva forma de golpismo.

La división de poderes nació como una forma de actualizar una experiencia histórica de gobierno exitosa en la historia como fue el gobierno mixto, que aunaba elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos en su seno. Montesquieu quería otorgar a la política un fundamento tan sólido como el que Newton había conferido a la física. Quería descubrir las leyes que gobiernan los procesos políticos para así revertir la tendencia de todo poder a convertirse en tiránico. Roger Scruton, recientemente fallecido, establecía una interesante analogía entre la termodinámica, cuya segunda ley enuncia la tendencia del universo a incrementar la entropía y el desorden en su seno. Del mismo modo, decía Scruton, la política tiende al caos y al desorden.  Montesquieu creía que la mejor forma de prevenir el “desorden político” era la de frenarlo, estableciendo un sistema de frenos y contrapesos entre los diversos poderes del estado. El Estado así configurado, el llamado estado libre, se caracterizaba por ser un estado en “reposo” político. Cada potencial abuso por parte de uno de los poderes del estado tenía como contrapartida una respuesta de otro tendente a neutralizarlo. El rey podía vetar una decisión de la asamblea que fuera lesiva, lo mismo que el poder judicial podía revisar aquellas decisiones regias que fueran atentatorias contra los derechos. Montesquieu y buena parte del pensamiento liberal-conservador erigieron una verdadera defensa política de la libertad, como muy certeramente apunta Carl Schmitt en su Teoría de la constitución.

Durante el siglo XIX la democracia va ganando su pulso al parlamentarismo y el presidencialismo americano es visto con creciente recelo por buena parte de la intelectualidad a raíz de sus pésimos resultados en Sudamérica. El rey pierde su legitimidad política y la dogmática jurídica lo convierte en un órgano jurídico desprovisto de atribuciones materiales. Entonces la defensa política de la constitución queda en entredicho y comienza a ser vista como una forma de autoritarismo en ciernes.

El triunfo de las doctrinas positivistas lleva aparejado correlativamente el auge de las doctrinas que postulan una defensa jurídica de las constituciones. El positivismo de Hans Kelsen es un claro ejemplo de esto último. Para el jurista vienés la única dimensión relevante del estado es la puramente jurídica hasta el punto de configurar un sistema puramente jurídico encargado de velar por el respeto de las constituciones. Los llamados tribunales constitucionales se erigen en los árbitros de las controversias entre los diferentes poderes del estado. Sin embargo, los tribunales constitucionales presentan el grave problema de que se convierten en garantes y la vez intérpretes de las constituciones lo que los convierte en parciales y políticos. La propia elección de los miembros de los mismos, por parte de otros poderes del estado, compromete esencialmente su independencia. De ahí que no quepa extrañarse de que los partidos políticos busquen controlar la composición de dichos tribunales para así lograr una “sanción legal” a sus políticas, muchas de las cuales vulneran los derechos y las garantías establecidas en la constitución.

La justicia no surgió como apunta Escolar para hacer política por otros medios, ni para judicializar la política. La justicia moderna surgió, como apuntara el barón de Montesquieu, para evitar que alguno de los poderes del estado se volviera tiránico y amenazara la libertad política, que es el fundamento de las demás libertades.

Que haya políticos y periodistas a los que les inquiete la existencia de un control de la legalidad de los poderes público es algo que nos debe enorgullecer. Esto constata que en España, todavía existe un estado de derecho. Sin embargo, también debe ponernos en alerta frente a la pretensión del nuevo gobierno de acabar con uno de los pilares de la civilización occidental: la división de poderes.

Foto: Concepcion AMAT ORTA…


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