Antes, la derecha política, a pesar de toda su mala prensa, tenía una virtud que pasaba desapercibida. Esta virtud era un escrupuloso respeto al orden institucional que la llevaba por lo general a no mezclar la representación parlamentaria con las movilizaciones callejeras. Lo normal es que fueran los partidos de la izquierda los que, desde la calle, intentaran desacreditar al parlamento o al gobierno cuando en ellos mandaban los adversarios.

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Pero los tiempos cambian y también las circunstancias. Y a fecha de hoy, la derecha política ha pasado a defender en la calle lo que, en demasiadas ocasiones, ha olvidado defender en las instituciones. Evidentemente, no vale cualquier motivo; solo las grandes causas. Porque aún quedan ciertos vestigios del pudor del pasado.

Sin embargo, no deja de sorprender el vigor de esta pulsión callejera, y sobre todo, la rapidez con la que ha ganado adeptos también en el centro. De pronto, los mismos que señalaban al populismo con desdén toman nota de sus éxitos. ¿Acaso puede haber algo más populista que cambiar el parlamento por la calle para marchar en olor de multitudes? Diríase que la emergencia de Vox ha creado en otros partidos una legión de patriotas, todos ansiosos por hacerse la foto agitando las banderas.

No hace mucho, numerosos sociólogos y analistas se preguntaban por qué la derecha populista no tenía en España un digno representante, como ya había sucedido en Francia, Alemania o Austria, y se respondían a sí mismos con sesudos razonamientos que, inevitablemente, abundaban en la manida singularidad española. Así estuvieron durante meses, congratulándose por esta rareza, hasta que Vox les cayó encima. Y a partir de ahí pasaron de la satisfacción al disgusto.

España, por su puesto, seguía siendo diferente, pero ahora ya no lo celebraban, sino que mostraban una preocupación que rozaba la histeria. Según su nuevo parecer (tienen uno para cada contingencia), de todos los países del mundo, España era, por su siniestra historia, el lugar donde el populismo de derechas podía resultar más peligroso. Y concluyeron que la democracia estaba en peligro, más concretamente la democracia liberal, porque ahora socialdemocracia y democracia liberal son sinónimos. La posmodernidad tiene estos giros.

Puesto que de defender la democracia liberal se trataba, el mejor remedio fue promover un liberalísimo cordón sanitario. Un cordón que, con el argumento del regreso del fascismo, no sólo fue adoptado por la izquierda; también el centro político hizo cruz y raya. Pero a pesar del cinturón y sus poderes mágicos, las expectativas de voto de Vox siguieron aumentando a buen ritmo, hasta que en Andalucía cristalizaron. Fue un duro golpe para los hombres buenos de la democracia inmaculada, en especial para los santos del centrismo.

¿Cómo era posible? ¿Qué estaban haciendo mal? Para la izquierda estaba claro, los medios hablaban demasiado de Vox, aunque fuera para denigrarlo, proporcionándole publicidad gratuita. Así que había que combinar el cinturón sanitario con un muro de silencio. En el centro, sin embargo, comprendieron que era demasiado tarde para frenar el impulso del nuevo partido. Y de intentarlo, no harían sino lograr el efecto contrario. Había pues que rectificar sin que se notara demasiado, y transformar el éxito de Vox en Andalucía en un “cambio histórico” pilotado por el centro.

Después, como agradecimiento, le regalarían a Vox un roadshow televisivo. Un regalo envenenado para que su activismo a través de las redes sociales, clave del éxito del populismo auténtico, diera paso a una mayor dependencia de los medios convencionales. De esta forma, se le cortaba las alas y se convertía a Vox en una pieza más del tablero que pudiera ser mangoneada por los gurús mediáticos de turno. Esa dependencia de los medios ya fue en su día la clave milagrosa del éxito de Podemos y, también, el dispositivo de obsolescencia programada que ayudaría a desactivarlo.

Una vez probada con éxito la experiencia piloto andaluza, sólo quedaba esperar a que el gobierno socialista, que seguía deslizándose por la resbaladiza pendiente del conchaveo secesionista, proporcionara una excusa lo suficientemente sólida como para echarse a la calle, con Vox ya de comparsa. Y “relator” fue la palabra clave para tocar arrebato.

Así, en poco más de dos meses, exactamente lo que va desde la celebración de las elecciones a la Junta de Andalucía hasta la manifestación del domingo 10 de febrero, se ha producido un sutil reajuste del panorama político. El desafiante agente libre que era Vox ha terminado integrado en una maquinaria donde manda un statu quo más populista y patriota que nadie.

Habrá quien considere que contar todo esto es hacerle el juego al sanchismo o, peor, a sus socios secesionistas. En absoluto. Simplemente, sacar a la gente a la calle no deben hacerlo quienes ya representan a esa gente en donde deben: en el parlamento. O se está en las instituciones o se está fuera de ellas. Otra cosa es que el común se manifestara por su cuenta, asociándose de manera espontánea, sin padrinos y sin tutelas. Además, resulta que quienes pretenden salvar España con una manifa, pudieron hacerlo una y mil veces desde las instituciones. Y no lo hicieron porque primaron sus intereses.

Los particulares que se manifiestan es seguro que lo hacen honestamente, convencidos de que deben hacerlo, porque la situación es lo suficientemente grave. Pero su gesto quedará en nada si la política no regresa algún día de estos de la calle al parlamento. Porque es ahí donde el patriotismo se demuestra, no solo con gestos, sino con inteligencia, dedicación… y coraje, con la vocación de servir a los demás y no de servirse.

Llevamos 40 años de cesiones a los nacionalistas, muchas veces bajo mano, sin que el común se entere. Décadas de una progresiva y consciente desaparición del Estado nación en muchas regiones. Centenares de miles de millones de los contribuyentes arrojados al agujero negro de los particularismos y los carteles nacionalistas. Y como guinda del pastel, un artículo 155 aplicado en Cataluña a regañadientes, que inmediatamente fue reemplazado por una convocatoria electoral que dejó las cosas peor de lo que estaban, aunque a alguno le saliera a cuenta.

Todo esto y mucho más no ha ocurrido por ciencia infusa: lleva la firma de nuestros representantes, porque es fruto de su cálculo político. Por eso no creo que la calle sea la solución de nada, salvo para adelantar unas elecciones. Y seguramente ni eso. Más bien diría que estamos de campaña. Una campaña que se ha vuelto interminable, infinita.

Así vamos de un sufragio a otro sin que nada mejore, pasando de un Zapatero a un Rajoy, y de un Rajoy a un Sánchez. Y entretanto, todos hacen carrera, menos los votantes. Así que, quizá, los políticos deberían empezar a demostrar sus principios donde deben. Y la derecha debería volver a sus buenas costumbres para dar ejemplo. Llegado el caso, que sean los ciudadanos los que se manifiesten para enseñarles los dientes, pero sin que nadie les lleve del ronzal.

Imagen: Alex Castellá


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