Desde que la asonada del separatismo catalán alcanzó su punto más álgido con el anuncio por parte del Gobierno español de aplicar el artículo 155 de la Constitución, todo lo que ha venido después ha sido más propio de una comedia disparatada que de una crisis política. Las idas y venidas de un cómico Carles Puigdemont a la fuga, la posibilidad delirante de su investidura por vía telemática, fuera por Skype o WhatsApp, el registro del maletero de un taxi en las inmediaciones del Parlamento catalán por si el esperpéntico líder se colaba de contrabando, la guerra abierta entre facciones secesionistas para ver quién tenía los bemoles de mantener el circo en pie junto con el desconcierto general de toda la clase política, que con las elecciones del 21-D se ha metido en un jardín del que no tiene ni idea de cómo salir, forma parte no de una crisis sino de una farsa o una bufonada.

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Es evidente que si España tuviera un gobierno que cumpliera sus obligaciones y atendiera los intereses generales y un sistema político medianamente confiable, el desafío independentista no habría durado ni un telediario. Sin embargo, no ha sido así. Muy al contrario, se ha convertido en un culebrón. Y hemos pasado de la alarma a la indignación, después al bochorno y finalmente al hartazgo. Ya nada nos sorprende: la crisis catalana ha dejado de animar las audiencias de los diarios y las televisiones. Aún a pesar del lógico interés mediático del juicio a los amotinados, que los secesionistas intentarán convertir en un falso juicio político, hoy ya solo sería noticia que Carles Puigdemont mordiera a un perro y le contagiara la rabia o que Mariano Rajoy declarara públicamente haber sido abducido por los extraterrestres.

La crisis catalana, la parálisis del gobierno y, en general, el extraño comportamiento de todos los agentes políticos implicados pone de manifiesto que la España política no se comporta de una manera normal

Desde que la clase política catalana se echó al monte, arrastrando consigo la reputación de nuestro país, el gobierno ha intentado recomponer la imagen de España en el exterior, y también en el interior, alegando que nuestro país posee unos índices de libertad más elevados del mundo y que nuestra democracia, a pesar de todos los pesares, es bastante más seria de lo que pudiera parecer. Y desde fuera pudiera parecerlo. Incluso, vista desde dentro, hay que reconocer que podría ser mucho peor. Sin embargo, la crisis catalana, la parálisis del gobierno y, en general, el extraño comportamiento de todos los agentes políticos implicados pone de manifiesto que la España política no se comporta de una manera normal, que no es equiparable a los países democráticos de nuestro entorno.

Lo que realmente está ocurriendo en Cataluña y nadie cuenta

El secesionismo y la política ficción

El relato secesionista describe a Cataluña como un pueblo oprimido que desea a toda costa la independencia. Y al Estado español como una todopoderosa apisonadora, a la que, Constitución en ristre, nada se le resiste. Pero esto es una mera ensoñación. El fondo es bastante más prosaico, oscuro e interesado de lo que la propaganda intenta difundir. Esta no es una historia de buenos y malos, ni siquiera un enfrentamiento entre identidades supuestamente distintas, con visiones políticas diferentes. La crisis catalana no es ningún choque de trenes, ni siquiera un enfrentamiento entre enemigos irreconciliables, sino el colapso de lo que se conoce como un sistema de acceso restringido, constituido por una coalición gobernante de la que han formado parte hasta hace muy poco los propios secesionistas.

En efecto, desde la Transición Política de los años 70 hasta hoy, España ha estado controlada por una coalición de partidos políticos, oligarquías y grandes empresarios, una coalición gobernante que ha saltado por los aires tras la pretensión de una de sus facciones, la oligarquía catalana, de mantener su parte mayor del pastel en un momento en el que la crisis económica redujo los recursos a repartir.

Lo que está sucediendo en España no es una crisis política convencional o un shock fruto de un desafío secesionista. Aquí no hay grandes ideales en juego, ni de una parte ni de su contraria

Así pues, lo que está sucediendo en España no es exactamente una crisis política convencional o un shock fruto de un desafío secesionista. Aquí no hay grandes ideales en juego, ni de una parte ni de su contraria. Si acaso, estos han quedados representados en exclusiva por una ciudadanía harta de cambalaches, desordenes y amenazas y un rey, Felipe VI, que dijo basta, saliéndose, para estupor de algunos, del viejo consenso de la Transición.

Cataluña: ni Estado ni Nación

Para comprender el letal proceso de concentración económico-financiera y su relación con la estructura de poder, es decir, con la política, que hace tiempo capturó a la nación política española, es muy recomendable atender las ideas de Douglass North, John Wallis y Barry Weingast que en su libro, Violence and Social Orders: A Conceptual Framework for Interpreting Recorded Human History, hacen una importante distinción entre los sistemas de acceso restringido frente a los sistemas de libre acceso, estos últimos muy relacionados con lo que conocemos como la sociedad abierta. Es la distinción entre un Estado privativo y antiguo y un Estado moderno.

Los sistemas políticos que aparecen primero en la historia son los de acceso restringido. Se caracterizan por una sociedad estratificada y con poca movilidad social, pocas posibilidades de ascender en la rígida jerarquía y, sobre todo, por la existencia de enormes barreras de entrada a la política y a la economía.

Al imponer trabas a la competencia, estos sistemas permiten a la clase gobernante obtener unos beneficios extraordinarios, o rentas económicas, que son utilizadas por la coalición gobernante para establecer y asegurar compromisos creíbles entre los grupos que conforman el poder. Se evita así que los potenciales adversarios se enfrenten entre sí ya que las rentas o privilegios económicos de los que disfrutaban están supeditadas a la continuidad del orden establecido.

Primero se limita la competencia económica para crear y detraer rentas no competitivas; y luego se usan esas rentas para comprometer el apoyo de los grupos de poder

Así, primero se limita la competencia económica para crear y detraer rentas no competitivas; y luego se usan esas rentas para comprometer el apoyo de los grupos de poder. Este recurso, si bien garantiza la supervivencia del Estado, reduce el sistema económico a una mera herramienta con la que la coalición gobernante se perpetúa adjudicando discrecionalmente privilegios en favor de unas minorías, lo que a su vez conlleva la inevitable concentración del poder económico-financiero.

Por el contrario, el Estado moderno o “sistema de libre acceso” eliminó las barreras de entrada a la política y la economía y suprimió los privilegios que favorecían a las élites políticas y económicas. Pero, aunque los Estados Modernos actuales apuesten formalmente por el libre acceso a la política y la economía para asegurar la estabilidad y la prosperidad, en la realidad, en muchas ocasiones, como es el caso español, persisten demasiadas trabas, demasiadas barreras: el modelo acaba funcionando de facto como un sistema de acceso restringido.

Lo que realmente está ocurriendo en Cataluña y nadie le cuenta

La Transición política española de 1978 cometió bastantes más errores de los que los historiadores suelen reconocer. No estableció de forma eficaz ni con la suficiente precisión el necesario sistema de contrapesos, controles y equilibrios que deben limitar el poder para evitar el abuso de los gobernantes.

Así, el consenso de la Transición Política fue en buena medida un cambalache, un reparto de la tarta entre los que estaban y los que llegaban. Oligarcas, caciques locales, burócratas de partido… todos tendrían su trozo de pastel, sus privilegios, aunque para ello fuera necesario multiplicar hasta el límite las estructuras administrativas. O ceder a los partidos nacionalistas regionales la facultad de actuar sin intromisión, sin cortapisa, en su área de influencia. Desde el primer momento, los gobernantes comenzaron a promulgar una copiosa y compleja legislación que, en la práctica, imponía enormes barreras a la competencia económica y política: el sistema comenzaba a ser cada vez más restringido.

Cuando la Nación se convierte en Administración y la Administración, en negocio

La “coalición gobernante” es un concepto que trasciende gobiernos o agrupaciones políticas concretas. Así, en el modelo surgido de la Transición española esta coalición gobernante estaba compuesta en “lo formal” por la Corona, los dos grandes partidos, los partidos nacionalistas catalanes y vascos y unos impostados “agentes sociales” (sindicatos y patronal); y en “lo informal”, por una reducida élite que controla las finanzas y los grandes negocios, y que es, en definitiva, la que ha terminado imponiendo su voluntad.

Lo que realmente está ocurriendo en Cataluña y nadie le cuenta

De ahí que una de las características del modelo político español sea una muy borrosa separación entre lo público y lo privado; todo es susceptible de convertirse en un recurso, renta o privilegio con el que comprar apoyos y voluntades. No hay más que repasar las rentas no competitivas y privilegios obtenidos durante los últimos cuarenta años por las facciones enumeradas para certificar que, en efecto, España se encuentra más cerca del modelo de acceso restringido que del modelo de libre acceso. Básicamente, los grupos que habían capturado el Estado eran los partidos políticos nacionales, las oligarquías separatistas y los grandes empresarios.

Se trataba de aprovechar la crisis, la permisividad con la que habían actuado todas las facciones para establecer un régimen catalán ya completamente cerrado, monolítico

Sin embargo, tal como reconocen North y sus colaboradores, los sistemas de acceso restringido son inestables, bastante frágiles. Frecuentemente surgen luchas en su seno porque cada facción trata de ampliar su porción de tarta a costa de las demás. Es en este marco donde hay que entender el conflicto de Cataluña: unas oligarquías que se encontraban dentro del pacto, del consenso de la Transición, utilizaron una circunstancia, como la crisis económica, para romper la baraja, para romper el pacto, con tal de no ver reducida su parte del pastel en el reparto. Y, si fuese posible, pera aumentar sus ingresos y su poder a costa de los ciudadanos.

Trataron de aprovechar la crisis, y permisividad del sistema con los poderosos, para intentar establecer un régimen catalán completamente cerrado, monolítico, absoluto, con tribunales controlados y prensa sumisa. Con súbditos que debieran plegarse a la ortodoxia ideológica imperante o sufrir la opresión y el oprobio. Una perspectiva sin duda muy rentable para esa oligarquía de políticos, periodistas paniaguados, «intelectuales» subvencionados y «empresarios» amigos, que vislumbraban un horizonte con más poder, favores, mercados cautivos, prebendas e impunidad. Enormes ventajas para ellos a costa de sus crédulos seguidores.

Así se entiende por qué la España Política, a cuenta de la crisis catalana, se ha acabado revelando como lo que es: un circo de 17 pistas (llamadas Autonomias), donde los políticos son los payasos; los grandes principios, meros malabarismos. Y la información que se difunde es, en el mejor de los casos, puro entretenimiento, y en el peor, McPeriodismo sin ninguna profundidad ni valor.

El viejo y perverso consenso entre oligarquías se ha roto y no se podrá reparar con federalismos asimétricos ni ningún otro invento. Se ha abierto un tiempo nuevo en el que lo viejos agentes han perdido su lugar. Y los nuevos, cuya filosofía sea quítate tú para ponerme yo, no durarán. La España que tanto teme el ex magnate de la prensa, y motor del vergonzante régimen, Juan Luis Cebrián, pide paso. Y no hay mordazas, ni muros suficientes para frenar las ansias de libertad y dignidad.


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