Fue el 1 de enero de 1986 cuando el IVA (Impuesto sobre el Valor Añadido) se introdujo en España con un tipo general del 12%. Algunos años antes, Philips y SONY habían patentado el Compact Disc. Y el primer reproductor lo lanzaría al mercado la marca japonesa el 1 de octubre 1982, el CDP-101, que al cambio actual vino a costar 1.022 euros.
El hito del Compact Disc viene a colación porque, en España, Philips lanzó esta nueva tecnología casi simultáneamente a la implantación del IVA. Y la coincidencia da lugar a una estupenda metáfora que sintetiza nuestra historia reciente.
La vivienda familiar como aval para comprar una nevera a plazos
En 1986 no existía Internet, ni teléfonos móviles y mucho menos televisión a la carta o plataformas digitales. Un billete de Metro en Madrid costaba 50 pesetas (0,30 euros), y el abono de 10 viajes con precio reducido, 410 (2,5 euros). Un salario aceptable, si se tenía alguna cualificación, pero insuficiente para emanciparse, rondaba las 40.000 pesetas mensuales (240 euros). Si se era jefecillo de algo, podía llegar a las 60.000 pesetas (360 euros). Y el tótem de los salarios era 100.000 pesetas (601 euros). Más allá de eso, gente que ganara dinero de verdad trabajando, y no me refiero a ganar fortunas, era muy escasa.
Financiar compras menores, como una nevera o un televisor, implicaba muchas veces poner como garantía alguna propiedad, incluso la vivienda familiar
Ni que decir tiene que, con esos salarios, adquirir un reproductor de Compact Disc estuvo fuera del alcance de la mayoría. El “crédito fácil” no existía. De hecho, podías tener una nómina aceptable y un contrato indefinido, y aun así necesitar un aval para solicitar un pequeño préstamo bancario. Así que lo habitual era que muchos padres avalaran a sus hijos en los créditos al consumo, por más que los segundos tuvieran un trabajo estable y se hubieran emancipado. Financiar compras menores, como una nevera o un televisor, implicaba muchas veces poner como garantía alguna propiedad. Quienes no pudieran recurrir a los padres para hacerlo sólo tenían dos alternativas: ahorrar o ajo y agua.
En los años 80, crisis económica era equivalente a crisis industrial. Esta crisis no era exclusivamente nuestra, sino general en Europa. Sin embargo, en España alcanzó una dimensión mucho más dramática. En menos de ocho años la producción industrial española se había desplomado y el número de puestos de trabajo perdidos en el sector sumó los 816.000, frente a 421.000 en Francia y 533.000 en Italia. Como consecuencia, la capacidad adquisitiva española sufrió un deterioro del 36% respecto al resto del mundo.
Una fuerte aversión al riesgo
Siempre se ha dicho que la reconversión industrial se hizo mal, y que fue un peaje impuesto por la Unión Europea, y más concretamente, por nuestros competidores directos: Francia, Italia y Alemania. Pero lo cierto es que nuestra industria de entonces, fuertemente intervenida por el Estado, ni producía lo que el mercado demandaba, ni lo hacía a un precio y una calidad competitivos. De hecho, la tardía asunción de esta realidad supuso acumular una deuda de más de 500.000 millones de pesetas en la siderurgia, y de más de 240.000 millones de pesetas en la construcción naval.
Por supuesto, reconvertir no tenía por fuerza que ser equivalente a desmantelar. Podría haberse acometido una modernización. Pero en un contexto de crisis internacional y de contracción del crédito, eso sólo podría haber sido posible mediante una fuerte inversión de capital propio. Y el Estado no estaba para grandes inversiones. Así que sólo quedaba la opción de que el capital privado español asumiera el riesgo.
Pero, como todos sabemos, los grandes señores del dinero patrio siempre han tenido una fuerte aversión al riesgo. Sólo sueltan un duro si tienen todas las garantías, no ya del mercado, sino del poder político. Para ellos, todo tiene que ser beneficio, y rápido, porque, además de alérgicos al mercado abierto, siempre han sido bastante roñosos.
En efecto, no interesaban los retos, sólo conseguir a precio de saldo gallinas que pusieran huevos de oro, como más tarde se comprobó con las privatizaciones de los oligopolios estatales que eran rentables. O con el resurgimiento de los mitos empresariales vasco y catalán, en gran medida fruto del trato de favor que el poder político otorgó a unas oligarquías locales que miraban por encima del hombro a su involuntario valedor: el contribuyente y consumidor español.
La expansión fiscal
Esa era la España del recién implantado IVA y del tardío lanzamiento del Compact Disc. Una España paradójica, porque mientras la “modernización” del Estado fue un hecho y, a colación, la fiesta de las oligarquías económicas, también, no fue así para el conjunto de los españoles.
Por más que el fraude fuera elevado, el IVA se convirtió en una realidad, la primera piedra de toque de una expansión fiscal que sanearía las arcas públicas, animaría el gasto y la contratación pública y transformaría a los ventajistas en magnates; a los activistas, en subcontratistas del Estado; y a los partidos, en aparatos de poder. Sin embargo, la modernidad siguió siendo para la inmensa mayoría una aspiración más que una realidad.
La separación entre lo público y lo privado prácticamente desapareció. Pero no importó, miramos para otro lado porque para entonces el crédito por fin llegó al ciudadano de a pie
Fue años después, en un contexto de recuperación económica internacional y de expansión del crédito, cuando España crecería, pero lo haría sobre cuatro pilares fundamentales: las obras públicas, el ladrillo, las ayudas de la Unión Europea y el turismo. A partir de ahí, la separación entre lo público y lo privado desapareció. Pero no importó, todos miramos para otro lado porque para entonces el crédito por fin llegó al ciudadano de a pie, y lo hizo con rotundidad.
La gran juerga
Casi sin darnos cuenta, pasamos de tener que avalar cualquier compra a plazos, a obtener hipotecas de cientos de miles de euros usando como garantía una nómina cualquiera o la fotocopia de la última declaración de la renta.
Fueron los años de vino y rosas, del endeudamiento público y privado, del aumento del gasto estructural de las administraciones, de los aeropuertos sin aviones, de los puertos sin barcos, de las autopistas sin coches, de las bibliotecas públicas sin lectores, de las universidades sin alumnos, de las operaciones corporativas a crédito, de las cajas de ahorro convertidas en pozos sin fondo, de las campañas de publicidad institucionales a todo trapo, de los corresponsales de los grandes diarios hospedados en hoteles de cinco estrellas y tarjeta VISA de empresa… Lo que vino después es por todos conocido: la Gran recesión.
No quiero que se me mal interprete. Desde 1986 hasta el presente, España ha dado un salto enorme. Es innegable. Pero si descontamos el gran avance en infraestructuras públicas, en buena medida ese salto es mérito del emprendedor Juan Español, que ha creado riqueza aún a pesar de los políticos y los señores del dinero; también, a pesar de los separatistas, grupos de intereses y activistas del bien, que hoy, gracias a la expansión de las administraciones públicas y el clientelismo, alcanzan la categoría de plaga bíblica.
Para la mayoría el BOE sigue siendo un arma de destrucción masiva, mientras que para una minoría es el cuerno de la abundancia
Prueba de esto ha sido el boom exportador, cuya clave, además de una cultura empresarial renovada que surge al margen del poder económico tradicional gracias a la ventana de oportunidad de la crisis, está en el descubrimiento de que es más sencillo y rentable vender fuera que dentro de España, entre otras razones, porque en el mercado exterior las regulaciones resultan más asumibles que las que rigen en el mercado interior. Y también porque los gobiernos de los países clientes son más predecibles que los gobiernos españoles. En el mercado interior, para la mayoría el BOE sigue siendo un arma de destrucción masiva, mientras que para una selecta minoría es el maná.
Un presidente «progresista»
Oficialmente, la Gran recesión finalizó en 2014, tras encadenar España varios trimestres consecutivos de crecimiento de la economía. Sin embargo, todavía en 2019 no hemos recuperado algunos valores previos a la crisis, especialmente el del empleo. Las reformas están pendientes, seguimos generando déficit y el endeudamiento del conjunto de las administraciones ha superado el 100% del PIB.
En este contexto, y con nubarrones en el horizonte económico, se plantea la formación de un gobierno socialista en coalición con comunistas y nacionalistas, cuya agenda, además de institucionalizar la fractura territorial, se desglosa en un feminismo que fractura a su vez por dentro a la sociedad; la “transición ecológica”, que traducido al lenguaje común significa más regulaciones, más impuestos, más oportunidades de negocio para los señores del dinero y más clientelismo; y, por último, la implantación de una “economía justa”, que es exactamente lo contrario, porque lo justo no es repartir sino que cada cual obtenga lo que merece.
Desgraciadamente, en otros muy importantes seguimos exactamente donde estábamos y, lo que es peor, bastante más endeudados que en 1986
En resumen, los grandes ejes de la agenda política para los próximos años son feminismo, igualdad y ecologismo. Humo en tres colores diferentes para desviar la atención de lo importante: la parasitación del Estado. Pero como con un Estado no es suficiente, la idea no es dividirlo, sino multiplicarlo por tres.
Han transcurrido 33 años desde aquel lejano 1986, cuando estrenamos el IVA (entonces del 12%, hoy ya del 21%) y Philips lanzaba su Compact Disc en España, un invento que muchos españoles no pudieron adquirir hasta años después, pero el IVA sí se pagón desde el minuto uno. Desde entonces, muchas cosas han cambiado. España es hoy en bastantes aspectos un país mucho mejor, a qué negarlo. Pero, desgraciadamente, en otros muy importantes seguimos donde estábamos y bastante más endeudados que en 1986.
La otra desigualdad
Sí, hay una desigualdad creciente, pero no la que señalan los expertos, sino otra que divide a la sociedad entre quienes están al amparo del Estado o al amparo del BOE, y quienes se sitúan fuera de este sistema de reparto riqueza, dominado por minorías que ningún político se atreve a tocar.
Para cambiar esto es para lo que es necesario el consenso y un nuevo espíritu de concordia. Un consenso entre quienes defienden que España está estupendamente, y sólo necesita pequeños ajustes, porque a ellos les va bastante bien, y aquellos a los que les va sensiblemente peor y creen que la solución es echarlo todo abajo. A los primeros les deseo que un rayo divino les ilumine y proporcione la empatía que les falta. Y a los segundos, que la desesperación no les nuble los sentidos.
Nuestros problemas no son las identidades nacionales, el machismo imperante, el medio ambiente o la desigualdad entendida desde la estrechez de miras del experto. Nuestros problemas son otros más viejos. Y pronto, me temo, van a volver a dar la cara. Así que ya va siendo hora de afrontarlos en vez de aparentar ser almas puras.