Muchas personas creen que una buena política es la que impone el Bien, pero en esa idea se mezclan los deseos piadosos con formas peligrosas de ignorar que cualquier poder que pueda ayudarnos a vivir algo mejor ha de ser por fuerza limitado. El poder político, que siempre tiende a expandirse, se desliza en forma subrepticia de su función de evitar ciertos males para investirse con un nuevo poder, la capacidad de imponer ideas sobre el Bien.
La política como vida colectiva se nutre siempre de las amenazas y problemas que hay que combatir porque impedirían una vida digna y fructífera, pero tendría que abstenerse de proponer formas de sustitución o de perfeccionamiento de la vida privada, y, con mayor motivo, en las formas de pensar de cada cual, ámbitos en los que una cierta soberanía privativa de los individuos, su capacidad fundamental de decidir cómo quieren vivir, tendría que ser absoluta e inviolable.
Si el poder político no fuese limitado sería tiránico y no tendría que respetar ni la vida ni los derechos de los individuos singulares; pero un poder de ese tipo no podría ser representativo, pues carece de sentido la idea de otorgar poderes a otros para que nos maltraten
Por supuesto que las sociedades tienen formas de homogeneizar, hasta cierto punto, las formas de pensamiento y de moralidad, cosa que se hace a través de la educación, pero el riesgo que ahora amenaza a las sociedades occidentales es que se pierde de vista la distinción esencial entre lo que es la ciencia y lo que son los hechos, por un lado, y las cuestiones en las que la discrepancia intelectual y moral no solo es legítima sino enriquecedora.
Cierto es que los límites precisos entre lo privado y lo público no pueden establecerse con toda nitidez al margen de las circunstancias del momento histórico; no son ni evidentes ni fijos, pero deberíamos preocuparnos por el hecho de que los poderes políticos quieran encontrar una línea de expansión de su influencia en lo que supone una abolición directa de la distinción entre lo público, que puede y debe estar sometido a un escrutinio del mismo tipo, y lo privado, que debiera permanecer ajeno a esas miradas, porque en la medida en que no lo haga irá desapareciendo cualquier atisbo de libertad.
Ahora mismo la amenaza más directa a las libertades no deriva tanto del Estado como de los grupos ideológicos que pretenden imponer sus normas y que alcanzan un grado muy alto de poder cuando se infiltran en las instituciones públicas y las ponen a su servicio, como a pasado entre nosotros con la ideología de género, por ejemplo.
Constituye un error ceder a la tendencia de que los Estados impongan un cada vez mayor número de exigencias a las actividades de todo tipo de los ciudadanos con la excusa de garantizar una vida sin decepciones, ni conflictos; pero las tendencias al colectivismo, a las tiranías mayoritarias, ya llevan mucho tiempo siendo fuertes amenazas de la libertad más decisiva, que es la de pensamiento.
El poder tiene que ver con el mal, tanto porque trata de evitarlo como porque lo emplea como castigo. Sin el mal no existiría el poder, porque nada habría que temer y nada habría que evitar, impedir o promover; pero sin utilizar (bien) el mal tampoco habría poder efectivo porque no habría medios para reprender y castigar a quien no hace aquello que debe hacerse y cuya omisión esté penada. Por eso se puede caracterizar al poder político como la institución en que reside la capacidad de hacer daño sin que sufra castigo. Esta definición se debe matizar en las democracias que funcionan bien, porque los electores pueden castigar al gobierno, pueden destituirlo de manera pacífica, lo que es conforme con la idea de que el poder legítimo emana del pueblo.
La práctica de diversas formas de daño es una facultad sin la cual ningún poder podría ejercerse, porque no hay otra manera de imponer conductas que nadie desearía de poder evitarlas —por ejemplo, el pago de impuestos—, aquellas que, por mucho que convengan a todos, son dolorosas para quien deba sostenerlas.
La buena política no puede inspirarse solo en evitar el mal, sino que debe aspirar a organizar las cosas bien, a busca ciertas formas de perfección y de bienestar. El problema está en que el bien no puede imponerse, que cualquier acción que respete un bien moral deja de ser admirable y ejemplar si se hace bajo coacción, una situación en la que, desde el punto de vista moral, porque nadie gana, ni el que coacciona, que atenta a la libertad ajena, ni el coaccionado que no puede reclamar mérito alguno.
En casi todas las situaciones y momentos históricos, pero muy en especial ahora, ha existido gran variedad de objetivos positivos y admirables que pueden resultar incompatibles, lo que conduce a que la política democrática tenga que ser un tanto escéptica respecto a la importancia y vigencia de las normas que se supongan fundadas en bienes morales absolutos, claro es que cuando esos ideales no resulten compartidos por todos.
Esta renuncia del poder político a imponer bienes morales puede llegar a ser difícil de comprender para muchas conciencias cuando choca con creencias muy sentidas y puede causar una repugnancia asimilable a la de quienes son incapaces de comprender que la existencia de un Dios bueno sea compatible con el sufrimiento de los inocentes.
La incompatibilidad entre fines atractivos pero que benefician más a unos que a otros crea la necesidad de la política como alternativa a formas de competencia más cruentas y menos inteligentes entre los grupos que planean proyectos incompatibles o sostienen idearios rivales. La democracia como sistema para establecer la preeminencia entre las fuerzas dominantes, como mecanismo electoral, aparece como un procedimiento para medir las fuerzas de cada cual y determinar, por tanto, qué grupo es el que acabaría ganando si existiese una contienda violenta.
Es aconsejable ver la democracia como un trasunto inteligente de lo que podría ser una batalla a muerte, como un método que busca sustituir con gran ventaja una reyerta sangrienta por una lucha simbólica, y trata de poner en lugar del devenir incierto de las guerras los procedimientos precisos que garantizan la limpieza y la eficacia de una contienda sometida a reglas razonables, eficaces y caballerosas. Popper dijo a propósito del conocimiento científico que encargamos a nuestras teorías a que mueran en nuestro lugar; en las democracias ocurre algo similar.
Vistas las cosas así, la mayoría no gobierna porque tenga razón o porque sus propuestas sean de mayor calidad moral o más cercanas y eficaces para alcanzar bienes primordiales, sino porque tiene el poder que le otorga su tamaño. El problema del disconforme está, por tanto, en hacer que lo pierda o lo gane el contrario, pero la mayoría tiene derecho a ejercer un poder legítimo, porque como dice con sorna el anónimo castellano, «Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos / que Dios protege a los malos / cuando son más que los buenos».
El parlamentarismo inglés ha creado una representación plástica de esta guerra entre unos y otros que han sabido derivar hacia formas de afrontar las discrepancias y los conflictos de una manera incruenta: en los Comunes, una raya central separa a los grupos en abierta discordia, en un enfrentamiento que recuerda al de dos ejércitos en orden de batalla, y, en lo alto de esa línea simbólica, un árbitro procura que se respeten el resto de las reglas que configuran este combate ritual, porque, al fin y al cabo, es mucho más razonable y económico evitar la agresión, ya que siempre resultará mejor contarse que matarse.
La contabilidad de votos evita la de cadáveres, porque es razonable suponer que el resultado final de cualquier guerra sería casi siempre el mismo que el que se acabaría obteniendo mediante una contabilidad fría de las fuerzas en presencia. Si merced a esta estratagema simbólica tanto la victoria como la derrota suponen unos costos muy inferiores, ¿para qué vamos a matarnos si se puede evitar y obtener un resultado similar y mucho menos oneroso?
De semejante cálculo inteligente surge también la conciencia de lo muy conveniente que es el respeto a la minoría: podemos vencerla pero no acabar con ella sin pagar un precio demasiado alto, porque, si la minoría se ve agredida, se defenderá ocasionando bajas en nuestras filas: respeto pues, el mismo que la minoría debe tener por la mayoría, una dinámica que establece una competencia creativa muy interesante, porque la mayoría se va a llevar la mejor parte del pastel hasta que la minoría deje de serlo, cuando la mayoría actual pase a ser la nueva minoría tras perder la batalla electoral decisiva. Esta idea tan operativa está detrás de la intuición que considera que la alternancia siempre es un bien.
Las tiranías no han tenido inconveniente en sumar muertos y adhesiones hasta conseguir una mayoría de sometimiento, y, si acaso, han hecho el paripé de las votaciones una vez que han eliminado a los discrepantes del censo; pero en las democracias la apuesta por la mayoría y el respeto a los derechos de quienes se oponen debe funcionar siempre como una forma de rechazo absoluto a la violencia, aunque, en ocasiones, el cálculo, la prudencia y el deseo de acabar con el crimen hayan consentido en integrar a los violentos en el censo de los pacíficos: siempre se tratará de una apuesta muy arriesgada, porque supone una retribución política a la violencia, de la que no cabe esperar nada bueno, además de un desprecio moral del sacrificio de las víctimas; pero cierta generosidad puede no resultar siempre estéril.
La subsistencia de una soberanía individual, que es el fundamento último de cualquier otra, es previa a cualquier representación y es el fundamento de los límites del poder político. Si el poder político no fuese limitado sería tiránico y no tendría que respetar ni la vida ni los derechos de los individuos singulares; pero un poder de ese tipo no podría ser representativo, pues carece de sentido la idea de otorgar poderes a otros para que nos maltraten. Como escribió Niebuhr, la capacidad del hombre para hacer justicia hace posible la democracia, pero la inclinación a la injusticia la hace necesaria.
Foto: Ronda Darby.