Me imagino al ministro de Consumo, Alberto Garzón, vagando por la red desde su flamante despacho, pensado qué puede hacer él para avanzar en la revolución, o lanzando mecánicamente una pelota de tenis sobre la pared y recogiéndola tras el bote en el parqué, para hacer tiempo. Se encuentra en una situación única en la historia, la de ser un ministro comunista ocioso en un país capitalista. ¡Con todo lo que hay que nacionalizar, y el ministro de consumo mano sobre mano!
Comprendo, pues, la fruición con la que habrá adoptado la decisión de imponer un precio máximo a las mascarillas. ¡Por fin una intervención en el malhadado mercado! ¡Vuelve a triunfar Leviatán frente a Behemoth, el Estado frente a la sociedad abandonada al libre albedrío de los ciudadanos! Garzón ha venido a imponer orden en el caos del mercado, aunque sólo sea porque él lo ha ordenado, que la propia palabra lo dice.
Ni el comunismo ha impuesto orden, antes al contrario caos, hambre y muerte, ni intervenir los precios ha resultado bien jamás. Jamás, digo, desde que se tiene el primer registro de la historia de un control de precios, allá por el siglo cuarto antes de Cristo, en el Egipto sometido por la cruel dinastía Lágida. “Uno de los primeros efectos de estos duros controles de precios sobre los bienes agrarios fue el abandono de los campos y la consecuente caída en la producción de comida”, recoge un libro de historia.
Si, por ejemplo, se produce una crisis sanitaria como la actual, y la sociedad siente la necesidad de protegerse y proteger a los demás poniéndose mascarillas. Hay una demanda enorme y una oferta, a corto plazo, muy limitada para satisfacerla. De modo que suben los precios de forma muy importante
Y ha sido así a lo largo de toda la historia. Que varios milenios de historia de fracaso del control de precios no sean suficientes para que Alberto Garzón entienda que son un fracaso no es culpa mía. Es cierto que el sistema de precios se mueve con unas sutilezas que quizá sean excesivas para un ministro de Pedro Sánchez. También lo es, en descargo del ministro y su reluctancia a entender cómo funcionan los precios, que Garzón hizo la carrera de Económicas. Hay aspectos fundamentales de la teoría económica que se esconden minuciosa y cuidadosamente en los planes de estudio de la carrera. Pero si me siguen verán que no es, en el fondo, tan complicado.
Los precios son relaciones históricas de intercambio, una miríada de huellas de los acuerdos entre dos partes, una que compra y otra que vende. Lo que ofrece la teoría económica es la comprensión de cuáles son las fuerzas que hay detrás de ese conjunto de interacciones.
El objetivo del sistema económico es el consumo, pues el consumo es la satisfacción directa de nuestras necesidades. Producir es acercar al consumo. Cierto es que la producción exige tiempo, y que en su inmensa mayor parte se hace por etapas. Y lo es que, puesto que hay escasez, hay que elegir qué recurso se destina a la producción de tal o cual bien de consumo. De modo que necesitamos un sistema que nos muestre la importancia relativa de cada bien en cada momento, pues esa importancia cambia según las circunstancias.
Ese sistema es el de los precios. Cada uno ordena sus preferencias según sus circunstancias, y actúa en consecuencia, comprando estos bienes en tales cantidades, y descartando otros. Los productores tienen que pujar por los medios que les permiten producir. Esos medios los valoran los empresarios en función del valor que creen que pueden aportar, de modo que si pagan lo suficiente para quedárselo, si pagan ese coste, es porque creen que el valor que aportan en su proyecto es mayor del que otros harían de él. Y viceversa, los empresarios que no pujan más por ese factor de producción es porque ven que su proyecto productivo no genera el valor suficiente para pagarlo.
Los costes, por tanto, son el precio que permite adquirir un factor de producción (trabajo, bien de capital) que de otro modo habrían ido a otro proceso productivo. De este modo, los precios enseñan qué hay que producir en cada momento. Si un empresario vende con una diferencia positiva sobre sus costes, si obtiene por tanto beneficios, es porque el valor de lo que aporta su producción es superior a lo que resta de otros proyectos al haberse quedado, con un coste, con lo que hubieran sido sus factores de producción. Si obtiene pérdidas es que ha hecho mal en retirar para otros proyectos, más valiosos, los factores de producción. Pues lo que produce no vale tanto como para justificar que lo haya hecho.
¿Cómo funcionan los precios en una emergencia? Si, por ejemplo, se produce una crisis sanitaria como la actual, y la sociedad siente la necesidad de protegerse y proteger a los demás poniéndose mascarillas. Hay una demanda enorme y una oferta, a corto plazo, muy limitada para satisfacerla. De modo que suben los precios de forma muy importante. Eso hace que muchos simplemente no las utilicen y recurran a otras formas de protegerse, como por ejemplo no saliendo a la calle. Quienes las habrían utilizado en más ocasiones, tienen ahora que limitar sus planes. De modo que los precios hacen, de forma automática, que la demanda se ajuste a la oferta que hay. Los precios más altos favorecen que se haga un uso pleno de las mascarillas, que no se desperdicien ni se atesoren sin sentido. Favorece que las mascarillas se compartan y que su uso de limite a los casos más urgentes.
Por el lado de la oferta, ahora se abre una gran diferencia entre los costes de producción y los precios. Los beneficios por explotar de vender a esos precios son enormes. De modo que las empresas tienen un incentivo poderosísimo para producir lo más rápido que puedan y aprovechar esos beneficios extraordinarios. La rapidez es fundamental, porque los mayores beneficios son para los primeros que lleguen; a medida que va aumentando la oferta, los precios disminuyen y con ellos los beneficios. La urgencia de los consumidores se convierte en la urgencia de los productores.
El poder de los precios es tal que cuando se va a producir un huracán, y dado que los servicios meteorológicos permiten avanzar cuándo y dónde ocurrirán, las empresas adelantan la producción y distribución de los bienes que escasearán tras la tormenta, como leña, agua embotellada, gasolina y demás.
Otra vez, los precios ofrecen tanto la información correcta, como el incentivo para actuar de la mejor forma posible; antes en el caso de la demanda, ahora en la oferta.
¿Qué pasa si llega el Garzón de turno e impone unos precios máximos? Con unos precios artificialmente bajos, pueden pasar dos cosas. Si esos precios permiten un beneficio menor, la reacción del mercado de proveer nuevas mascarillas será menos ágil. Si los precios anulan los beneficios, y obligan a vender a precios que suponen una pérdida, entonces, las empresas no producirán mascarillas, y habrá desabastecimiento. Un precio máximo es como una orden de no producir.
Como podemos comprobar en cualquier frutería, cuando los precios son libres, los fruteros se esmeran en diferenciar los productos, cada uno con su precio correspondiente. Esa diferenciación de precios por calidades sufre, o desaparece, cuando hay precios máximos. Esa “prohibición de producir” afecta en primer lugar a las mascarillas más caras, que serán también las de mejor calidad. Si las empresas siguen produciendo a ese precio, tendrá que ser ajustando los costes para obtener algún beneficio, y eso se hará rebajando la calidad. De modo que la oferta será nula, o será mucho menor y desde luego con una calidad más baja.
Cuando no funcionan los precios, lo hacen las colas. Las mascarillas, en este caso, serán para los más espabilados, los que hayan podido acumular más antes del precio máximo, o los que puedan acumular más a ese precio artificial mientras haya oferta. Ahora los que puedan acceder a la oferta que haya harán bien en comprar todas las que puedan, y retirarlas del mercado antes de que lo hagan los demás. Atesorar mascarillas es una actividad lucrativa, gracias al ministro Garzón. Y ello provoca una escasez añadida: a la menor oferta se suma el atesoramiento del bien sobre el que recae el precio máximo.
Y si antes los precios libres favorecían que los consumidores compartiesen las mascarillas que había, en el sentido de no guardarse ninguna, comprar sólo las que son estrictamente necesarias, y facilitar por tanto que otros utilicen el resto, el precio máximo favorece todo lo contrario: el atesoramiento.
Ese atesoramiento puede tener dos motivos: uno, asegurarse una provisión de mascarillas previendo que el mercado se va a desabastecer. Dos, venderlas en el mercado negro. Porque las mascarillas pueden haber desaparecido, pero la necesidad de utilizarlas sigue ahí. De modo que compradores y distribuidores se intentarán encontrar allí donde no llegue no el brazo tonto de la ley, sino el brazo de la ley tonta.
El mercado negro es liberador, porque permite que parte de la oferta y la demanda se encuentren, pero tiene varias desventajas, especialmente para los compradores. El precio es mayor que el que sería en libertad, porque hay que compensar los costes de saltarse la ley. No están en marcha los controles naturales, que ofrece el mercado, de la calidad de los productos, ni la facilidad de adquirir información sobre el producto, su oferta y su calidad.
Todo ello depende del precio que decida el señor ministro. Mejor si se sigue dando vueltas por internet.