Hace pocos días nos tomó, sin sorpresa, la última polémica sobre los libros de texto. La noticia venía a decir que cada comunidad autónoma presionaba a su gusto a los editores para que incluyeran el contenido deseado por cada gobierno autonómico. Que si quítame unos Reyes católicos ahí; que si ponme un poco más de épica acá, inventando una inexistente corona catalano-aragonesa; que si, ya que en nuestra comunidad autónoma no hay ríos, para qué estudiar por dónde pasa el Duero.

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El informe de la Asociación Nacional de Editores de Libros de Texto y material de Enseñanza (ANELE) es cristalino: “El acceso de los alumnos a contenidos actualizados, innovadores y de calidad está cada vez más condicionado por decisiones políticas y varía notablemente de unas Comunidades a otras”. Así lo afirmaron a principios de septiembre varios portavoces del mundillo editorial, si bien se desdijeron unos días después, tras su encuentro con la Ministra de Educación.

Solo puede calificarse de disparate que en España haya más de 33.000 libros de texto  diferentes en papel y cerca de 20.000 más en edición digital, con todo lo que ello supone de derroche económico y de utilización de papel. Pero el despropósito va más allá del inexplicable derroche, al impactar directamente en la calidad de la educación que reciben nuestros escolares.

Los libros de texto siguen siendo el material básico sobre el que nuestros hijos aprenden los contenidos que serán el sustento de su cultura general

Ahonda en la magnitud del problema otro de los datos reveladores que aporta el citado informe: en los últimos tres años se han publicado 450 textos normativos en las comunidades autónomas que afectan a la edición de contenidos educativos. El eterno problema de dispersión y abuso normativo sin el abrigo de un marco común.

Los libros de texto siguen siendo el material básico sobre el que nuestros hijos aprenden los contenidos que serán el sustento de su cultura general. Dicha base permitirá que en el futuro no hagan el ridículo cada vez que comienzan una conversación. Por eso es necesario poner orden en su contenido, visto que las comunidades autónomas tiran cada una por sus fueros, haciendo imposible en la práctica una enseñanza mínima común, que debería ser obligatoria en todo el territorio patrio.

En un debate en positivo y alejado de maximalismos, también parece razonable que no todas las enseñanzas sean comunes y haya un espacio para que la pluralidad y la diversidad de nuestras comunidades autónomas tenga un reflejo en los libros de texto. Con todo, ello debe ser compatible con la obligatoriedad de un porcentaje de lo que se denomina “enseñanzas comunes en sus propios términos”.

El problema viene cuando nadie pone un mínimo control ni en el rigor ni en la calidad de los contenidos y cada comunidad autónoma hace exactamente lo que le viene en gana sin ningún tipo de revisión. Bajo mi punto de vista, el problema viene de la mezcla entre la deslealtad de ciertos gobiernos autonómicos y la dejadez de un gobierno central que para evitar problemas competenciales no tiene una potente herramienta que permita evitar estos dislates.

Porque este debate no trata de castrar sin más una práctica enriquecedora, como es el hecho de que la diversidad de las distintas comunidades autónomas tenga un reflejo en los libros de texto. La clave de bóveda del problema al que nos enfrentamos es la falta de lealtad al proyecto común de país que vienen practicando desde hace años varios gobiernos autonómicos y que está poniendo en solfa el desarrollo de nuestro sistema autonómico.

Se trata por tanto “solo” de poner sentido común para que nuestros escolares tengan un conocimiento común y de calidad de nuestra geografía, nuestra historia, nuestra literatura y todo lo que nos ha hecho grandes como país a lo largo de muchos siglos en vez de perderse en el último endemismo; en segundo lugar, de que nuestros escolares tengan las mismas oportunidades (porque el perjudicado acaba siendo el escolar que carece de esos conocimientos mínimos); y en tercer lugar, de seguir construyendo el proyecto de país que eduque generaciones que reconozcan sus muchas cosas en común como propias del acervo conseguido durante siglos por todos, en conjunto.

Una vez diagnosticado el problema y tomada conciencia de la necesidad de buscarle soluciones vayan aquí un par de propuestas: necesidad de unificar contenidos a nivel nacional que sean de obligatoria inclusión y hacer descansar sobre un organismo nacional el control y la sanción, en caso de incumplimiento, de los contenidos de los libros de texto.

Otro tema que se me queda en el tintero es la indecencia económica y ambiental  que supone que entre los hermanos no puedan heredar los libros ni tan siquiera al año siguiente de haber estudiado con ellos, pero eso ya, lo dejamos para otro día.

Foto: Darwin Vegher


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