“Un fantasma recorre Europa, (y cambio el final de la tristemente célebre frase) es el fantasma del colectivismo”. A pesar del afortunado ocaso del comunismo en la mayoría de naciones que han sufrido sus pavorosas consecuencias, los dogmas de fe de sus más acérrimos fieles no desaparecen. La convicción que muchos conservan sobre la superioridad del Estado frente a la cooperación voluntaria y su consiguiente sustitución sigue siendo uno de los grandes problemas, si no el mayor, de nuestro tiempo.

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Esta fuerte certeza asentada en el imaginario colectivo no sólo se refiere a la economía y la política. Los prestos a crear una sociedad de esclavos aseguran la existencia de una moral superior en la actuación colectiva que en la individual. La amenaza no es la predilección de este mayúsculo grupo hacia la unión, sino la imposición de su subjetividad a los demás. La certidumbre ciega de estos “justicieros sociales” en su plan les insta a someter a quienes lo impugnan.

Es muy fácil imponer una idea si la mayoría de la población tiene un pensamiento de todo menos crítico. Sin embargo, es muy difícil removerla

La situación es de extrema gravedad. Ya no se encuentra en casi ningún lugar la más mínima oposición a estas ideas. No son pocos los medios de manipulación, que faltando al objetivo de su trabajo, es decir, a la verdad, se han convertido en los nuevos consejos de propaganda de partidos políticos y lobbies. Es muy fácil imponer una idea si la mayoría de la población tiene un pensamiento de todo menos crítico. Sin embargo, es muy difícil removerla.

El adoctrinamiento en lo políticamente correcto, el buenismo y las maldades del individualismo comienza desde, al menos, la educación secundaria. Y, por supuesto, aumenta su calibre a medida que acontecen los años. Nadie reaccionará correctamente a una idea que le han enseñado a desaprobar desde siempre. Pero, evidentemente, la enseñanza no es lo único de lo que ocuparse. Este tipo de movimientos se han convertido en los paladines de numerosas luchas sociales contra las que siempre ha actuado la izquierda, como la lucha por la igualdad entre sexos, el respeto por las orientaciones sexuales ajenas, los derechos humanos, etc. Llevan una máscara para esconder sus vergüenzas pasadas, como su oposición al voto femenino, los miles de homosexuales encarcelados y asesinados por el hecho de serlo o las colosales purgas soviéticas, cubanas y venezolanas.

Hagan lo que hagan, si de algo podemos estar seguros hoy es de que cualquiera que contradiga estos dogmas, por muchos e inequívocos argumentos que utilice, será descalificado personalmente. Los actuales progresistas, en su profundo odio hacia el mayor progreso que existe, que es respetar la libertad de los demás a pesar de los posibles desacuerdos, silencian y desestiman a quienes no caen en la tentación de desistir de sus convicciones a causa de la presión social.

Aunque se autoclasifican como pacíficos, llegan a responder a las críticas incluso con violencia física y destrucción de la legítima propiedad privada, por medio de grupos como “Antifa”. Esta “organización”, que ha conseguido más de 100.000 firmas en Estados Unidos para ser calificada como terrorista, también está activa en España, presentándose en manifestaciones con el rostro cubierto como cobardes que son, quemando contenedores y destrozando cajeros en Bilbao al grito de “¡Empresas fuera de la universidad!”.

Son cada vez más quienes aceptan la ética autoritaria y embaucadora de estos grupos que están alcanzando altas cotas de poder político

Lo más trascendente es que, como consecuencia de lo expuesto, son cada vez más quienes aceptan la ética autoritaria y embaucadora de estos grupos que están alcanzando altas cotas de poder político. No hay un partido que se llame “Antifa”, pero sí hay miembros de partidos (o partidos al completo) que defienden sus ideas desde las instituciones, las cuales, en teoría, deben velar por nuestra libertad y seguridad.

La mayoría de partidos, en vez de proponer devolverle al ciudadano el sentimiento de responsabilidad sobre sus actos, apuestan por un paternalismo que arremete ferozmente contra la individualidad de los gobernados y los convierte en una masa homogénea, es decir, formada por elementos comunes. Entre ellos podemos diferenciar el conformismo, la falta de autocrítica o la sumisión. Mientras más unánime el rebaño, mejor para este deleznable proyecto.

La abrumadora popularidad de estas ideas en la actualidad es la causa directa de una liberticida y aparentemente interminable escalada de demagogia por parte de muchos políticos que, si algún día soñaron con mejorar su país, han olvidado sus aspiraciones para aumentar su estatus. Si los precios están muy caros, es porque hay que regularlos. Si los empleados tienen bajos sueldos, urge subir el salario mínimo. Si se habla mal de determinado colectivo, hay que cortarlo de raíz legislando contra ello y calificándolo como “delito de odio”. Si padecemos un increíble abandono escolar, hay que aumentar el gasto en educación. Si hay demasiado desempleo, el sector público tendrá que contratar más gente. Así con todo.

Siempre más Estado. Nunca hablar claro, dar un duro golpe en la mesa y admitir los errores cometidos para no volver a repetirlos. La situación está llegando al límite, con la complicidad de gran parte de la masa, que decide suicidarse con la mentalidad propia de los esclavos. Es un caso masivo de Síndrome de Estocolmo político. Los políticamente secuestrados adoran a sus raptores y suplican desesperados más propaganda electoralista.

Al final, así es como muere la libertad, con un estruendoso aplauso

Como resultado, cada vez que los ciudadanos tienen un problema, en vez de preguntarse qué pueden hacer para resolverlo, se preguntan: “¿Qué puede hacer el Estado por mi?”, “¿Qué ayudas puedo cobrar?”, “¿A qué tengo derecho?” o “¿No han creado aún una oficina pública que se encargue de estas cosas?”. La servidumbre voluntaria es tan extrema que el gobierno de España, del PSOE, ha anunciado leyes de cuotas para las empresas, es decir, que los españoles ya no sabrán si trabajan en una empresa por mérito propio o por su sexo. También declaró la vicepresidenta del gobierno, Carmen Calvo, su intención de regular la libertad de expresión en los medios de comunicación. Todo esto con ruidosas ovaciones provenientes de muchos siervos. Al final, así es como muere la libertad, con un estruendoso aplauso.

Después de tanto tormento y desconsuelo en el siglo pasado, parece que la lección aún no ha sido aprendida. Aún no somos capaces de ver qué vacuna curará al ser humano de su fatal arrogancia que le permite el lujo de creer poder controlar exitosamente la vida de sus semejantes. No se sorprendan cuando, en medio de toda esta marea de intervencionismo, un mal día algún diputado grite desde la tribuna del Congreso una sonora pero no sorprendente frase: “¡Muerte a la libertad!”.

Foto: Feifei Peng


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