Existe un debate intelectual en España dentro del espectro del centro derecha (de la izquierda ya no se puede esperar siquiera un debate intelectual serio) sobre cómo ordenar la inmigración y la adquisición de la nacionalidad de inmigrantes de culturas abiertamente hostiles a la democracia liberal. Un debate que confronta dos ideas principales: la liberal y la identitaria, aunque para ser justos ni todos los liberales piensan igual ni todos los identitarios son defensores de las democracias liberales.
La que denominaremos aquí “posición liberal” (término que ha acabado siendo un auténtico cajón de sastre imposible de definir entre tantas “familias”), sostiene que todo extranjero de origen con un DNI español es igual de español que un español de origen (es “tan español como nosotros”) con independencia de cómo haya adquirido la nacionalidad y de su origen, cultura y religión. Para esta tendencia, lo único que define a un país es su sistema de normas vigente y la única obligación de un extranjero es el cumplimiento de las leyes promulgadas, y, por tanto, no existe ningún problema en la nacionalización o adquisición de nacionalidad por residencia de millones de personas de culturas diferentes y, en especial, de tradición islámica, siempre que estos nuevos españoles “cumplan las leyes” como “cualquier otro español”. Para estos liberales, España se define única y exclusivamente por su ordenamiento jurídico vigente. Cualquier mención, y no digamos limitación, a los derechos y deberes de esos ciudadanos extranjeros es tildado rápidamente de “racismo”. Para esta concepción de la inmigración, insisto, el único límite es el cumplimiento de las leyes vigentes, especialmente las normas penales. Suelen decir que, si esos inmigrantes o nacionales por residencia, no cometen delitos, ya basta para integrarlos y nada más hay que hacer, siendo asimilables “de oficio” a cualquier otro español de origen.
La nacionalidad española no es solamente un concepto administrativo. Es mucho más que un simple DNI
Siendo esta idea cierta desde un punto de vista de legalidad ordinaria vigente, no es menos cierto que esta posición resulta, puesta en perspectiva a medio y largo plazo, una posición bisoña, o excesivamente ingenua. Y lo es porque, básicamente, olvida en su análisis las fuentes del derecho y el sistema de elaboración y promulgación de leyes.
En primer lugar, y por analizar sólo el componente jurídico del derecho penal, la visión liberal extrema olvida que, precisamente, el Código Penal recoge como delitos aquellas “conductas típicas” que la sociedad considera culturalmente un mal a perseguir, fijando para su tipificación cuál es “el bien jurídico protegido”, un concepto social ligado a nuestra cultura e historia. Dicho de otro modo, a lo largo de nuestra historia ha habido conductas que no se han considerado delitos, por no ser situaciones condenables moral y socialmente, que hoy sí lo son, y a la inversa. Esto nos lleva necesariamente al debate sobre si toda cultura es equiparable social y moralmente, si todas las culturas “son iguales”.
En nuestra cultura occidental, nos ha llevado siglos perfeccionar y pulir nuestro sistema, para alcanzar un estatus jurídico que sanciona penalmente conductas que, en otras latitudes y culturas, aún hoy en día, no lo son (v.g. agredir a una mujer o casar forzosamente a menores). Y qué decir de aquellas conductas que en esas mismas latitudes son delitos gravísimos y que, en la nuestra, no lo son desde hace muchísimo tiempo (v.g. la homosexualidad o que las mujeres enseñen su cabello o incluso su cara). Olvidar el elemento cultural que determina qué conductas son socialmente reprobables y por tanto sancionables es hacerse peligrosas trampas en el solitario. Las leyes no caen del cielo. En Occidente desde hace muchos años no somos teocracias y vivimos en sistemas laicos o, como en España, no confesionales. Las leyes son elaboradas por personas dentro del contexto cultural y social del país que las promulga. Como es fácil colegir, la moral y la religión, siquiera sea como elemento cultural, tiene un considerable peso en la creación de normas penales.
En segundo lugar, resulta que el tipo de sistema de gobierno y por tanto el sistema de elaboración de leyes tiene, además, un impacto directo en el tipo de normas que se dan a sí mismas las sociedades. No es lo mismo estar sometidos a un califato o a un régimen militar, que vivir en una democracia. Y en España y en la UE vivimos bajo regímenes democráticos basados en los gobiernos de las mayorías elegidas democráticamente en los parlamentos. Parlamentos que, en el uso de dichas mayorías, aprueban las leyes que rigen el funcionamiento ordinario del Estado, incluída la tipificación como delito de determinadas conductas reprobables socialmente. Ya puede intuír el lector que, siendo el nuestro un sistema de mayorías, claro que importa el número y la cultura de origen de los extranjeros que adquieran la nacionalidad por residencia, o por regularización suicida, perdón, masiva y que, en consecuencia, pueden votar y ser elegidos. Y claro que importa qué cultura y religión “importan” a nuestro país. Porque su concepción moral y religiosa puede configurar, por vía de la mayoría futura en un parlamento, qué país legamos a nuestros hijos y nietos, y, en especial, a nuestras hijas y nietas. Por un lado, por el choque cultural y la propia dinámica social compleja que esta inmigración inicial supone ya cuando llega, y por otro lado, problema mucho mayor aún, por las segundas y terceras generaciones de esos mismos inmigrantes que puedan nacer ya “españoles”, a la vista de los datos de natalidad de los españoles de origen en comparación con los índices de natalidad de los inmigrantes, por ejemplo, de cultura islámica.
En opinión de quien escribe, por tanto, la posición liberal, o al menos de ciertos liberales (ya que dudo que se pueda, insisto, usar dicho término de manera unívoca), olvida todos estos aspectos y parece avivar la idea de que una sociedad occidental debe inmolarse en sus propias normas vigentes, renunciando a la batalla cultural también en el ámbito legal y limitarse al mantenimiento de los cánones sociales y morales de la cultura española y occidental hoy aceptando mansamente que en 15 o 20 años el peso electoral de la población de cultura islámica pueda empezar a cambiar legislativamente las normas que delimitan, por ejemplo, qué es delito y qué no lo es.
Esta posición, en su afán legalista, olvida, insisto, el origen de las leyes, que es en todo momento, un origen cultural, de una moral determinada, y con una identidad nacional marcada por siglos de acervo. Esa “falta de alma” de la posición más radicalmente liberal, que huye del concepto nación, del concepto “tradición”, del concepto “cultura nacional u occidental”, que niega, en suma, la cultura que alumbró, precisamente, el loable pensamiento liberal, se convierte así, en un auténtico caballo de Troya del islamismo en las democracias liberales, por paradójico y triste que suene.
En mi opinión, los liberales deberíamos poner el acento, como siempre hemos hecho, en denunciar los excesos del nacionalismo, esa otra corriente creciente en ciertos sectores de la derecha española, pero no en negar la identidad cultural de nuestra nación, España.
Debemos defender, como todo español ilustrado, que España se entiende como una sociedad de cultura cristiana, con un sistema moral, social, cultural, político y jurídico fruto de nuestra tradición occidental (forjada en gran medida frente a concepciones teocráticas como el islam), y que el mayor peligro no viene por los excesos de ciertas posiciones nacionalistas identitarias, que, en efecto, conviene denunciar y corregir, sino en el efecto nocivo, el suicidio que supone abrir nuestro sistema a la llegada masiva de millones de personas cuya cultura no es sólo ajena a la nuestra, sino directamente hostil.
Debemos alzar la voz y hacer una llamada al peligro real de que, bajo el yugo de las futuras mayorías (cuyo riesgo todo liberal debe conocer, como defensores del respeto a las minorías), se pueda acabar con nuestros sistemas de libertades civiles y nuestras democracias liberales.
Y todo ello empieza por no engañarse a uno mismo, y no defender que la nacionalidad española es solamente un concepto administrativo. No lo es. Es mucho más que un simple DNI. A partir de esta premisa, todo debate sobre cómo afrontar el problema, es saludable. Pero para eso, insisto, debemos aceptar que el problema existe.
*** Francisco Javier Fernández Tarrío, abogado.
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