Roberto es el jefe de una oficina de 10 empleados, una persona extremadamente pendiente de su apariencia. Viste de forma juvenil aunque ya sobrepasó la cincuentena, se ha realizado implantes capilares para disimular su creciente calvicie y sometido a una intervención de cirugía plástica para corregir unas leves arrugas faciales. Pero eso no es lo peor. Aunque sus cualidades son más bien mediocres, trata a sus subordinados con desprecio, con arrogancia. Les dice con frecuencia que no valen para nada, que su trabajo es deplorable. Se comporta con ellos como un tirano. Tan sólo acepta la cercanía de Mario, un tipo que le adula constantemente y muestra ante él una conducta sumisa. Su vida personal se desarrolla de manera similar: tiende a apartarse de aquellos que le critican o le tratan como a un igual y a juntarse con los pocos que le admiran o que han desarrollado una relación de dependencia hacia él, como su novia. En realidad, Roberto muestra rasgos de Narcisismo.
Aunque no exista absoluta unanimidad, muchos estudiosos coinciden en que nuestra sociedad sufre, desde hace décadas, una imparable epidemia de narcisismo. La extraordinaria preocupación por la apariencia física, el desorbitado crecimiento de la industria de la cirugía plástica, la admiración por las celebridades, el deseo de ser «especial», de poseer el último modelo de aparato electrónico, serían síntomas de un creciente narcisismo que va engullendo a las sociedades ricas y desarrolladas.
Según cuentan Jean M. Twenge y W. Keith Campbell en The Narcissism Epidemic (2009), en los Estados Unidos, 1 de cada 10 veinteañeros y 1 de cada 16 personas de cualquier edad mostrarían rasgos narcisistas. Los casos más graves, que no son muchos, son diagnosticados como Trastorno Narcisista de la Personalidad, un síndrome identificado en 1971 por el psiquiatra Heinz Kohut y reconocido oficialmente como patología en 1980. La identificación relativamente reciente de este trastorno y su mayor incidencia de estos rasgos entre la población joven, y menor en los adultos, serían indicadores del crecimiento y la extensión del problema.
Los modernos medios de comunicación, como la televisión y más recientemente Internet, actúan como potentes cajas de resonancia de una cultura del «¡mírame!»
Como Narciso el joven griego que se enamoró de su propia imagen, el aspecto físico y otras señales externas son elementos que necesita el narcisista para atraer la atención del público, para sentirse protagonista, para mostrar a los demás que es especial. Los modernos medios de comunicación, como la televisión y más recientemente Internet, actúan como potentes cajas de resonancia de una cultura del «¡mírame!».
Naturalmente, este narcisismo no afecta a todos los ciudadanos, ni a todo el mundo por igual. Aunque se encuentre bastante extendido, tiene una desmesurada incidencia en la clase política y en la llamada «élite» del periodismo.
Cómo es el narcisista
Un narcisista se sobrevalora a sí mismo, exagera sus cualidades. Piensa que es único, especial, que supera a los demás en estatus, apariencia, inteligencia o creatividad. Pero no es así: en realidad posee, en media, las mismas cualidades que el resto. Eso sí, desarrolla una conducta particular: va seleccionando sus relaciones sociales de manera que maximicen la autoadmiración.
Se rodea de un tipo de personas que lo adule, raramente de aquellos que critiquen sus defectos. Además, carece de empatía, de cercanía, de amor por sus semejantes. Tiende a abusar de los demás, a despreciarlos y a fomentar en ellos conductas sumisas. Al centrarse en sí mismo descuida a los demás y es reacio a asumir responsabilidades: se trata de una faceta más del infantilismo.
El narcisista descuida a los demás y es reacio a asumir responsabilidades
Sin embargo, el narcisismo es una trampa retardada: la aversión a asumir responsabilidades y la excesiva autoconfianza suelen ser recetas infalibles para el fracaso en el largo plazo. Implica también un notable perjuicio social pues el narcisista suele obtener sus ventajas a expensas de otros.
Narcisismo no es lo mismo que autoestima, pero…
Narcisismo y autoestima son dos conceptos distintos. Es cierto que el narcisista posee una elevada autoestima: se cree más inteligente, más bello o más importante que los demás. Pero nunca más ético, más compasivo o más preocupado por el prójimo. Sin embargo, ambos conceptos están relacionados: una de las causas del crecimiento del narcisismo en los últimos tiempos ha sido precisamente la búsqueda de autoestima a toda costa, una tendencia que se puso de moda hace unas décadas.
Una clave para el crecimiento del narcisismo ha sido la búsqueda de autoestima a toda costa
En el pasado, la autoestima no se perseguía: era un subproducto del esfuerzo y del consiguiente éxito. La voluntad, la renuncia, el trabajo duro contribuían a lograr los objetivos que el sujeto se había propuesto. No es que las personas con mayor autoestima tengan más éxito: es el éxito el que conduce a una más elevada autoestima. Por ello, la autodisciplina, la cordura, la frugalidad, el aplazamiento de la gratificación, el esfuerzo, la paciencia, la tenacidad eran cualidades que definían, entre otros, el valor de una persona hasta hace unas cuantas décadas.
No es que las personas con mayor autoestima tuvieran más éxito: era el éxito el que conducía a una más elevada autoestima
La era del «crecimiento personal»
Pero, las tornas comenzaron a cambiar en los años 60 y 70 del siglo XX cuando aparecieron ciertas corrientes de pensamiento que ensalzaban las emociones, la supremacía de los sentimientos sobre la razón, la importancia del crecimiento personal. Surgió la llamada cultura terapéutica, una ideología que considera a los individuos frágiles, tendentes al fracaso debido a una baja autoestima. Por ello, fomentó estrategias para incrementar la autoestima de los sujetos, buscó supuestos atajos para alcanzarla… sin necesidad de trabajo o sacrificio, sin conseguir antes objetivo alguno, sin voluntad ni renuncia.
La cultura de la autoestima gratis y sin esfuerzo contribuyó a la propagación de la epidemia de narcisismo
La cultura de la autoestima gratis y sin esfuerzo contribuyó a la propagación de la epidemia de narcisismo pues abrió, entre otras cosas, lo que se llamó el dogma de la autenticidad: lo importante no era que un individuo fuera trabajador, voluntarioso o esforzado sino que fuera auténtico, que expresara abiertamente sus sentimientos y emociones. «Sé tú mismo», era el lema. Ya no se mediría a las personas por sus actos sino «por lo que son».
Y las consecuencias no tardaron en hacerse notar. En The Culture of Narcissism (1979) el sociólogo norteamericano Christopher Lasch señalaba: «Hoy día, muchas personas persiguen ese tipo de aprobación que aplaude no sus acciones sino sus cualidades personales; no lo que logran sino lo que son. Más que respetados, buscan ser envidiados. El orgullo ha sido sustituido por la vanidad«.
Lógicamente, esta corriente abría las puertas a la irresponsabilidad personal, uno de los elementos del narcisismo. Y también a la corrección política: cada persona no sería valorada por lo que hace sino por lo que es; por el grupo al que pertenece. Tanto la cultura terapéutica como la corrección política despojaron al individuo de su responsabilidad; no lo trataron como una persona dueña de su futuro sino como una víctima de circunstancias sociales, como una mera hoja al capricho del viento.
La autoridad paterna… en crisis
La cultura terapéutica puso en duda la capacidad de los padres para educar a sus hijos sin ayuda, sin el consejo de expertos, menoscabando así la autoridad paterna. Los progenitores de los 50, acostumbrados a ser tratados muy estrictamente cuando eran niños, intentaron cambiar las tornas.
Ciertamente, el tipo de familia donde los padres ejercían poder y mando absolutos era ya producto de otra época. Pero, en lugar de encontrar el equilibrio adecuado, en demasiadas ocasiones los padres acabaron en el extremo opuesto. Intentaron ser amigos de los niños, en lugar de figuras con autoridad, buscando a toda costa la aprobación de sus hijos: la autoridad había cambiado de bando.
Con la mejor de las intenciones, los padres se volvieron demasiado permisivos. Y, siguiendo la creencia imperante de que una elevada autoestima era crucial para el futuro de sus hijos, hicieron lo imposible para proporcionársela, con efectos muy adversos. Como señalan Twenge y Campbell: «hoy día, muchos padres intentan fomentar la autoestima y la auto-admiración en sus hijos, en parte porque ciertos libros han pregonado su importancia. Desgraciadamente, muchas de las cosas que los padres creen que elevan la autoestima, como decir al niño que es especial o darle todo lo que pide, en realidad solo conducen al narcisismo«.
Estos autores cuentan el caso de un joven de 18 años, de Illinois, que indicaba a su padre el puesto de trabajo que debía aceptar. O el de un niño de cinco años que decidía el modelo de automóvil que compraría la familia. Son casos extremos, pero muestran hasta que punto llegó degradarse la autoridad paterna y ofrecen una imagen del caldo de cultivo en el que se desarrollaron las nuevas generaciones de narcisistas.
Superar la marea de narcisismo requiere recuperar la responsabilidad individual, la cultura del esfuerzo. Y combatir la corrección política
Superar la marea de narcisismo requiere recuperar la responsabilidad individual, la cultura del esfuerzo, la autonomía de los ciudadanos para tomar sus decisiones. Ser consciente de que la autoestima no se busca: se encuentra con el recto comportamiento y el trabajo bien hecho. Es necesario restaurar una autoridad paterna, razonable y equilibrada, adaptada a los tiempos. Y también combatir con firmeza la corrección política, una fuente inagotable de narcisismo, pues induce a ciertas personas a creer que son especiales, sin mérito alguno, tan sólo por pertenecer a un colectivo determinado.
A la postre, el narcisismo es la comida basura del alma humana: es atractivo, asequible, parece mostrar un buen sabor en el corto plazo… pero resulta devastador con el paso del tiempo.
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