En los últimos 15 o 20 años hemos venido soportando una pertinaz lluvia de medidas políticas rotundamente alejadas de nuestros intereses cotidianos. Independientemente de que progresistas, conservadores o nacionalistas (de ambos colores) fueran los protagonistas de los respectivos poderes ejecutivos y legislativos del país, los verdaderos problemas de los ciudadanos, a saber, desempleo, poco poder adquisitivo, presión fiscal, acceso de la mujer al trabajo, deficiencias en el sistema educativo o en el sanitario, han ido quedando fuera del foco de la acción política.

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En su lugar, hemos asistido a una catarata de leyes dedicadas a la memoria histórica, la discriminación positiva de éste o aquel sector social, la creación de innumerables agencias y observatorios de los más pintorescos fenómenos, la multiplicación de órganos con competencias duplicadas, la burocratización de la vida empresarial o la desesperada “lucha” contra el Cambio Climático. Cientos de sesiones parlamentarias, millones de euros en sueldos de diputados y representantes políticos a todos los niveles, derrochados por nuestra manirrota clase política, cuando no directamente derivados a los “amigos” o “grupos de presión” ya fuera mediante corrupción o subvención. Cualquiera de ustedes podría añadir leña argumental a esta enorme hoguera que consume nuestro presupuesto nacional, y autonómico, y municipal, pero que no termina de generar ese ámbito de prosperidad que todos estamos buscando.

El proceso de descomposición de nuestra democracia representativa ha sufrido una aceleración preocupante desde el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Pero no han sido Zapatero, Rajoy o Sánchez los únicos artífices del desastre

Tal vez por ello, el descontento de un buen numero de ciudadanos se deja ver cada vez con más fuerza fuera del proceso parlamentario – de lo que da buena fe los niveles de abstención de los últimos comicios-, crecen las propuestas populistas y el tono en las redes sociales es francamente desolador. Sería, sin embargo, un error gravísimo, pensar que una democracia más directa, cuasi-asamblearia, nos acercaría a un sistema mejor y más efectivo que el parlamentarismo del que nos hemos dotado con nuestra constitución. Un sistema político fuera de la esfera democrática parlamentaria tampoco sería capaz de solucionar de manera efectiva la incapacidad de nuestro sistema para articular los intereses, opiniones y sentimientos de los ciudadanos en su conjunto para que, en última instancia, puedan facilitar la conformación de la sociedad que todos deseamos.

El proceso de descomposición de nuestra democracia representativa ha sufrido una aceleración preocupante desde el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Pero no han sido Zapatero, Rajoy o Sánchez los únicos artífices del desastre. A nivel autonómico la constante también ha sido la misma que a nivel nacional: la transferencia de importantes competencias legislativas y formadoras de opinión a instituciones europeas no electas o a ONG’s y opacos círculos de expertos con la consecuente reducción en la comunicación y la visibilidad de los procesos de toma de decisiones políticas no es algo que hayamos empezado a observar desde ayer.

El creciente abismo entre la política y los ciudadanos ha sido un tema constante de la ciencia política y el periodismo desde los años noventa. El desprecio por la libertad individual bajo la influencia de un neocomunismo disfrazado de ecologismo, que ve la búsqueda de la prosperidad y el progreso social como patológico y como una amenaza para el planeta, también ha impulsado la tendencia hacia la intervención autoritaria en los hábitos y libertades personales de los ciudadanos, lo cual no ha contribuido a mejorar la confianza de una gran masa social hacia sus administradores políticos.

Pero ¿qué es exactamente lo que desaparece cuando la democracia se erosiona? Los críticos de la «post-democracia» a menudo tienden a una cierta fetichización de las actuales formas externas de democracia, perdiendo de vista, en no pocas ocasiones, lo esencial. Se habla mucho entonces de la disminución de la participación en los comicios o la pérdida de capacidad de captación de los partidos tradicionales y muchos otros fenómenos que, aunque probablemente también forman parte del problema, no parecen arrojar luz sobre el fondo del asunto. Puede ser interesante aclarar por qué los votantes no votan o no lo hacen de manera habitual. El proceso parlamentario-democrático es mucho más que el acto electoral.

¿Qué es realmente representación? En el famoso frontispicio del Leviatán de Thomas Hobbes encontramos en forma de alegoría la respuesta: los innumerables cuerpos de los ciudadanos forman el cuerpo del monarca. Al contrario de lo que creen muchas de nuestras mentes de progreso – que ven en Hobbes solamente un detractor vehemente de la democracia y un filósofo del absolutismo-, el filósofo inglés era un partidario apasionado de la libertad individual y sería un enemigo combativo de la disolución de los límites entre el estado y la privacidad mediante la excesiva interferencia de la política en la vida privada de los ciudadanos. Además, fue el primero en examinar sistemáticamente el problema central de la política en la sociedad burguesa. En una sociedad de individuos libres que tienen el derecho, incluso el deber, de buscar su felicidad personal, ¿cómo puede surgir algo como el bien común? Esto requeriría, según Hobbes, de la transferencia voluntaria del poder político y el poder ejecutivo en exclusiva al soberano.

En Hobbes, la «representación» se refiere a esta relación entre los muchos individuos y el estado, encarnada en el monarca absoluto. Por supuesto, la “representación” hobbesiana no debe confundirse con la democracia moderna. El gran avance, aunque solo en idea, fue que Hobbes hizo de la transferencia del poder político al monarca un acto contractual voluntario de los ciudadanos. Lo que daba legitimidad al estado. Desde la idea hobbesiana a la democracia moderna hemos dado un gran salto: los ciudadanos, como soberanos, eligen a sus representantes y pueden cambiarlos o revocarlos en cualquier momento. Más aún, la legitimidad de la acción estatal siempre debe estar sujeta al consentimiento consciente y voluntario de los ciudadanos. La autoridad política reconocida, el sentido de lo público y, además de los intereses de muchos, la definición de un interés «general» solo puede surgir de esta manera. Y la contradicción entre la libertad de los individuos y la necesidad de ordenar un poder político que equilibre los intereses dispares de los individuos, inevitablemente siempre a costa de aquellos cuyos intereses u opiniones no pueden prevalecer en la mayoría, nunca se puede obviar o negar, debe ser continuamente discutida.

Eso es libertad política. Y el proceso democrático que la asegura es, como pueden fácilmente suponer, muy exigente. Requiere el consentimiento informado, o incluso el no consentimiento, de los ciudadanos respecto a las decisiones tomadas en el Parlamento, decisiones que no pueden ser tomadas sin información detallada, justificación pública y consideración minuciosa de las diferentes opciones políticas. Es decir, todo lo contrario al rodillo parlamentario o el Gobierno a decretazos que son los vehículos políticos legislativos y ejecutivos habituales en España en los últimos años.

Supone, de hecho, que la asamblea representativa es un lugar de ideas y opiniones apasionadas. Y también que el Parlamento y el gobierno que emana de él se sientan dueños del proceso, en lugar de, como es habitual hoy, hablar sobre limitaciones y emergencias en la toma de decisiones para justificar medidas impopulares. Presupone que la política aprecia a los ciudadanos como entidades legales y seres racionales, ante los que tiene que asumir responsabilidades, y que están en posición de entender correctamente los temas complejos, más si se los presentan inteligentemente.

Como ven, nuestra crisis política no se solucionará solo votando. Pero si no votamos desde la exigencia de los principios de la libertad política, la libertad individual y la representatividad de los interese de todos, seguiremos cayendo por el pozo de nuestras frustraciones.

Imagen: Hobbes Leviathan


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