«Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es incurable». Voltaire.

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Habría mucho que hablar del fanatismo. ¡Pero mucho! Somos cualquier cosa, menos independientes, al menos en este país. Incluso yo misma soy fanática extrema de la libertad y del pensar como me da la realísima gana ¡hasta para cambiar de opinión! No desde siempre, tardé como treinta años.

Si en la religión somos capaces de detectar el fanatismo, esto es: la convicción de estar en posesión de la verdad lesionando o persiguiendo las creencias ajenas, en la política la necedad nos convierte en auténticos hooligans. Funcionamos como los equipos de fútbol y ni aunque viéramos mil veces el desastre seríamos capaces de liberarnos de la exacerbación a la que conducen nuestras ideas.

Me preocupa la ciudadanía que se ve arrastrada a los espurios intereses políticos respaldados por “sus equipos” fieles hasta la irracionalidad

Justificaríamos hasta una goleada de errores garrafales que nos hiciera temblar enfrentándonos sin fisuras al contrario y ante el mayor de los fracasos y pese a ver todas las faltas, ¡volveríamos a vestir los colores del equipo y seguiríamos votándolos! Aunque viéramos en nuestras propias narices los resultados de cuanto acontezca.  ¡La culpa es del árbitro… o del chá-chá-chá! Aquello de ver paja en ojo ajeno…

Si la cosa es muy grave y no existe posibilidad de soltar el balón afuera, algunos, cariacontecidos, dirán: “no, si yo no los voté” —sabiendo que volverían a hacerlo— o dirían “los otros son peor” y seguirían sin comprender las medidas, las únicas posibles, que nos permitirían algo muy extendido en todas las democracias: “el voto de castigo”. Pero este voto ha de ser racional y no castigar dando bandazos como un péndulo. Lo saludable de esta medida es que tal inseguridad forzaría a la reflexión de los clubes, por no hablar de partidos.

No me preocupan los políticos, a lo sumo me inquietan. Son y seguirán siendo así gracias a sus hooligans que son los que alimentan sus prebendas y escaños, se puede apreciar hasta en el Congreso y me sorprende no ver a nadie diciendo: “Sí bwana”.

Me preocupa la ciudadanía que se ve arrastrada a los espurios intereses políticos respaldados por “sus equipos” fieles hasta la irracionalidad. Y es que un partido político ¡¡¡no es un club de fútbol!!! Ni siquiera si tiene afiliados. De hecho últimamente los partidos se han convertido en “grupos del chisme” en las redes sociales (como para dar vergüenza propia y ajena). A mí me la da.

¿Seriedad? No mucha. Y hay situaciones realmente graves para asaltar las redes como si fueran un programa de entretenimiento más próximo a un reality show.  Lo menos que se puede exigir es seriedad y que utilicen el Congreso para lo cual perciben un sustancioso salario. Simplemente exijo respeto.

Un partido no se puede conducir como una secta: con dogma, gurú, y fidelidad absoluta de miembros, militantes ¡y votantes!  Esto último ya me parece mucho.

No. Definitivamente no me gustan las sectas y mucho menos la configuración de los partidos como tales y las personas irreflexivas que se dejan llevar convirtiéndose en fieles sumisos. Nunca fui sumisa y no creo que a mi edad tenga un lapsus de semejante calibre.

Si el fanatismo es profuso ¡la secta se impone! Y a mí me gusta pensar.

Foto: Hasan Almasi


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