El sociólogo estadounidense Robert Nisbet (1913-1996) publicó en 1980 una de las obras menos conocidas y sin embargo más abrumadoras e inquietantes sobre la civilización occidental: Historia de la idea de progreso. La tesis de fondo de este libro es que, a través de todos los grandes intelectuales, filósofos y religiosos, desde la antigüedad hasta el presente, se ha manifestado aun en formas aparentemente antagónicas la misma idea de progreso. Esta idea habría sido compartida porque no sólo apela al progreso económico y científico, sino también a la superación humana, a esa aspiración innata del hombre a la mejora tanto material como espiritual y moral.

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En la parte final de Historia de la idea de progreso, sin embargo, Nisbet se torna pesimista y anticipa las tendencias que habrán de llevarnos a una época de agitación y desconcierto en la que todo lo que era sólido parecerá desmoronarse. Esta advertencia se manifiesta con especial crudeza en el último capítulo, titulado El progreso acorralado, y que se desglosa a su vez en cinco subcapítulos: Los primeros profetas, Renegar del pasado, El desplazamiento de Occidente, El ataque contra el crecimiento económico y, por último, El sudario del tedio. Ninguno de estos subcapítulos tiene desperdicio. Nisbet señala en cada uno de ellos tendencias que, o bien son dominantes en la actualidad, o bien aspiran a serlo con altas probabilidades de lograrlo.

Vamos saltando de una polémica a otra, de una catástrofe a la siguiente, día tras día, semana tras semana, año tras año, como si el mundo fuera una colosal plataforma digital destinada a entretenernos

Lo llamativo es que, para Nisbet, todas estas pésimas tendencias ya están arraigadas en las sociedades occidentales bastante antes de que el imperio soviético se desmorone. Cuando Nisbet escribe Historia de la idea de progreso, el enfrentamiento entre el bloque occidental y el soviético vive uno de los periodos más álgidos y nada hace presagiar que una década más tarde la Unión Soviética colapse de manera fulminante. Esto supone una gran paradoja, pues al mismo tiempo que Occidente evidenciará una vitalidad y superioridad incontestables, ya habrán cristalizado en su interior graves afecciones.

Los monstruos del aburrimiento

“Apenas podemos esperar que haya fe o interés por el progreso en una civilización en la que hay capas cada vez más amplias de población envueltas en el sudario del tedio. La gente está aburrida del mundo, del Estado, de la sociedad y de sí misma”, escribe Nisbet en el inicio del subcapítulo El sudario del tedio. Y a continuación explica que hasta nuestros días el aburrimiento había sido cosa de minorías que gozaban del ocio pero se mostraban incapaces de disfrutarlo como no fuera con enormes dosis de emociones y diversiones. El resto de la gente, la abrumadora mayoría, obligada a trabajar en la lucha por la subsistencia, no tenía tiempo para aburrirse.

Sin embargo, el siglo XX traería para un número creciente de personas lo que se conoce como «la era del ocio». La reducción de la semana laboral, las vacaciones y festivos, la jubilación planificada, la mayor longevidad, las ayudas de la seguridad social, el paro juvenil, el crecimiento del número de ricos o de personas muy desahogadas económicamente que no participan ni política o económicamente en la vida social, serán determinantes.

Lo que comparten todos estos grupos de individuos es tiempo libre; mucho más tiempo libre del que habían disfrutado los seres humanos en toda la historia. Incluso en Roma, que tenía una clase aristocrática dedicada al ocio y, por debajo, una ciudadanía también desocupada que dependía para su entretenimiento y subsistencia de la gratuidad del «pan y el circo», las cifras de ociosos eran muchísimo más reducidas que en nuestros días.

Y sobre esta transformación advierte Nisbet:

No hay nada en nuestra evolución física y social que nos haya preparado para el ocio. Y no es extraño que sea así ya que hasta hace bien poco la lucha por la existencia apenas si dejaba tiempo libre. Aunque algunos individuos vayan aprendiendo a enfrentarse al problema del ocio, a la mayoría no les ocurre así.

Creo que Nisbet tenía razón. No sé hasta qué punto la necesidad de combatir el aburrimiento y ocupar el tiempo libre son determinantes en muchos de los problemas actuales, pero no cabe duda de que el fenómeno del ocio está muy relacionado con la exasperante insatisfacción que domina nuestro tiempo. Es como si en el centro de nuestro pecho se hubiera generado un inmenso vacío imposible de llenar.

Del drama a la parodia

Los seres humanos necesitamos fijarnos objetivos para darle una orientación a nuestra vida y, en consecuencia, dotar de sentido al mundo en que vivimos. Pero la consistencia e importancia de estos objetivos no es la misma hoy que hace cien años. No es igual aspirar a cambiar de vivienda, de automóvil u obtener una titulación determinada para lograr un empleo más estable y mejor renumerado que la cruda subsistencia. Fracasar en lo primero puede provocarnos una insatisfacción más psicológica que peligrosamente material. En cambio, no lograr lo segundo pone en riesgo nuestra propia existencia.

La amenaza de fracasar en nuestros proyectos de mejora puede compelernos a esforzarnos, pero sólo hasta cierto punto porque, al fin y al cabo, no lograrlo no supone una catástrofe vital, si acaso, el coste de tener que renunciar a una mejora de nuestra calidad de vida. En cambio, la lucha por la subsistencia nos obliga a no desfallecer, a no regatear esfuerzo alguno.

En la lucha por la supervivencia no hay margen para el conformismo ni lugar para las excusas. Aunque la sociedad, el entorno o terceros nos pongan obstáculos, lamentarnos, señalar con el dedo o patalear será una pérdida de tiempo y energía. En vez de caer en el reproche o la autocompasión, agudizaremos nuestros sentidos, podremos a prueba nuestra inteligencia y buscaremos una salida, porque nos va la vida en ello. Después, quizá, ajustaremos cuentas. O quizá no.

La sociedad del Estado de bienestar, del ocio y de la mejora de la calidad de vida, que se ha llegado a dar por descontada, es muy diferente a esa otra sociedad que luchaba por la subsistencia. En el presente, la implacable ferocidad del mundo tiende a relativizarse, incluso a proscribirse. Las imágenes de los sucesos luctuosos se pixelan o censuran no porque ofendan a las víctimas que en ellas aparecen, sino porque atentan contra nuestra tranquilidad. Esta actitud de no querer ver las cosas tal y como son lleva a un distanciamiento entre la gravedad de la existencia y la sociedad del bienestar cuyos dramas son, en comparación, parodias.

El mundo como entretenimiento

Este alejamiento ha dado lugar a un efecto espectador. Contemplemos lo que sucede en el mundo, tanto en el exterior como en el interior, como si no tuviera relación directa con nosotros. El mundo, la sociedad, la gente serían representaciones abstractas y ajenas a nosotros. Así reaccionamos a lo que sucede como lo haríamos ante el mero entretenimiento. La realidad, distante, se proyecta frente a nuestros ojos como si fuera una película cuyo fin es entretenernos, proporcionarnos temas de conversación, de discusión y apasionamiento. Una espiral sinfín de sucesos y acontecimientos, de informaciones y noticias, que se suceden sin cesar, sin pausa y sin tiempo como para que detrás de los frenéticos fotogramas alcancemos alguna verdad a la que asirnos. Un día prestamos toda nuestra atención a lo que sucede en Venezuela y al otro ya casi nos hemos olvidado porque una mujer ha tenido que renunciar a su sueño olímpico por negase a boxear contra lo que parece ser un hombre. Y así vamos saltando de una polémica a otra, de una catástrofe a la siguiente, día tras día, semana tras semana, año tras año, como si el mundo fuera una colosal plataforma digital destinada a entretenernos.

El efecto espectador revela que nuestras comunidades se han transformado en comunidades virtuales que no son exactamente lo mismo que las comunidades de intereses y afectos, de auténticas relaciones y compromisos. No sólo consumimos productos, también consumimos sucesos, catástrofes, amores y deseos, sentimientos y emociones. Y lo hacemos de forma perentoria, como si nada nos llenara. Los tradicionalistas achacan esta decadencia al capitalismo y al liberalismo, porque ambos habrían exacerbado nuestro individualismo y egoísmo. Sin embargo, esta decadencia no habría sido posible sin la participación del Estado moderno.

El Estado crece, sostenía Nisbet, para llenar el vacío dejado por el declinar de las instituciones intermedias. Separadas de los lazos del tiempo y el lugar, las personas siguen ansiando un sentido y un propósito: una dirección. El Estado moderno ofrece ambas cosas. Hay que criticar al Estado centralizador, pero también hay que reconocer su atractivo; incluso los Estados totalitarios eran amados por quienes los apoyaban.

Es un error ver la expansión del Estado de bienestar como una conspiración impuesta por una fuerza ajena a las personas que actúa contra su voluntad. Para convivir, las personas necesitan autoridad y gobierno. Sin embargo, el Estado, en última instancia, no consiste en ninguna de las dos cosas. Es un mecanismo de poder que sirve a su propio engrandecimiento porque otras fuentes potenciales de autoridad y gobierno se han marchitado. Es porque el Estado moderno gobierna que ya no somos gobernados.

Aunque a Nisbet le preocupaba más el poder opresivo del Estado que el dominio corporativo de la sociedad, reconocía que el gran tamaño, en cualquier forma, era ajeno a su visión de una buena sociedad. “No todas las supuestas ventajas de la producción en masa y el gran tamaño corporativo”, escribe Nisbet, “salvarán al capitalismo si sus propósitos se vuelven impersonales y remotos, separados de los símbolos y las relaciones que tienen significado en las vidas humanas”.

Demonios que matan moscas con el rabo

Sea como fuere, nunca antes en la historia había habido tal concentración de gente alrededor del Estado dedicada a descifrar los enigmas y desafíos de la humanidad, y al mismo tiempo nunca antes tal concentración de sabios ha estado más alejada del mundo y tan acomodada y ociosa. Tampoco nunca antes las élites occidentales se habían mostrado tan refractarias a las verdades que, pese al artificio de la seguridad, jamás han dejado de acecharnos. Los Pedro Sánchez, Irene Montero, Pablo Iglesias, Ocasio Cortez, Jean-Luc Mélenchon y Greta Thumberg o los Noam Chomsky, Slavoj Žižek, Angela Davis, Judith Butler y David Harvey, que junto a otros miles, quién sabe si centenares de miles, dominan nuestras vidas son productos de la «la era del ocio», la manifestación en carne y hueso de ese viejo refrán que dice que cuando el diablo se aburre, con el rabo mata moscas.

Así es, me temo. El saber y el conocimiento han acabado en manos de un ejército terriblemente capilar de diletantes, cuentistas y vendedores de crecepelo que ha colonizado organismos internacionales, gobiernos locales, instituciones, universidades, corporaciones y cultura. Una industria de gente ociosa y perfectamente prescindible que, para justificar su existencia, para cada problema o amenaza encuentra siempre una solución equivocada. Y que ahora, en un salto evolutivo, ha ido mucho más lejos: idear problemáticas inexistentes con las que proscribir la realidad y conservar su status de forma indefinida.

Una destrucción milagrosa

En el llamado “milagro alemán” de la posguerra hay una circunstancia clave que es muy poco conocida. Cuando la Segunda Guerra Mundial concluyó, Alemania había sido arrasada hasta los cimientos. Sin embargo, lo que podría parecer una calamidad abrumadora, tuvo también una importante contrapartida.

El país, en efecto, estaba en ruinas, pero no sólo habían desaparecido los ministerios, las casas, las calles, las fábricas, las carreteras y las infraestructuras, las bombas también habían desintegrado las estructuras estatistas, políticas, intelectuales y sociales elitistas y corruptas. La catástrofe de la guerra obró un sorprendente milagro: el valor de cada alemán se ajustó a lo que realmente era capaz de hacer, no a sus acreditaciones, posición o apellidos. De pronto, albañiles, fontaneros, electricistas, mecánicos, arquitectos, ingenieros y empresarios tenían mucha más importancia que cualquier funcionario, aristócrata, intelectual o sociólogo. La guerra desmontó las barreras que imponía la anterior jerarquía. El regreso de la sociedad alemana al crudo desafío de la subsistencia liberó las capacidades de todos sus individuos.

Espero de corazón que los occidentales de hoy no tengamos que llegar a ese extremo para salir de nuestra burbuja, para dejar de lloriquear porque la realidad nos disgusta, desmontar las mentiras, dogmas y barreras políticas, burocráticas e ideológicas que nos atenazan y mirar al mundo de frente, con valentía, ingenio y esperanza.

Foto: Aditya Chinchure.

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