Tocqueville apuntaba que la guerra destruye la democracia porque acostumbra a la gente a que aumente la intervención gubernamental para dirigir y limitar la manifestación pública de su vida privada. La guerra, decía, acostumbra a la violencia y a la servidumbre, a la represión incruenta de la disidencia y del sospechoso, al sometimiento a la verdad oficial. El individuo termina así en la frontera de la identidad colectiva, del interés común, del bienestar general establecido por ese mismo gobierno dictatorial que dice actuar en nombre de algún concepto de democracia (liberal, social, orgánica, …).
Los años de guerra introducen automatismos en las respuestas psicológicas de la gente y principios indubitables. Las personas reclaman al Estado, ese “dios mortal” en manos de un gobierno con parafernalia democrática, que solucione su vida. Es entonces cuando los individuos le abren la puerta de su conciencia y le entregan el mando de sus decisiones. Así, el gobierno usa al Estado proveedor y ordenancista para granjear a los súbditos, a los que eleva a categoría de ciudadanos en cuanto les concede la condición de merecedores de los dones estatales. Comienza entonces la servidumbre voluntaria, como señaló Hayek.
La guerra posmoderna, el conflicto tocquevilliano, se define por la creación de un estado de opinión contra elementos considerados intolerables de la vida pública y privada que necesitan una intervención estatal
Esa guerra de la que hablaba Tocqueville en los tiempos de la Segunda República francesa no era solo la guerra convencional, esa que enfrenta en campos de batalla a dos ejércitos con banderas nacionales. No; se refería a la provocada por el conflicto interno derivado del abismo entre dos concepciones de la sociedad que acaba en la violencia. La sublimación artificial de ese conflicto real condiciona el estado mental de una sociedad, y permite la adopción sutil y justificada de medidas dictatoriales. Es el Dieciocho Brumario de toda democracia, que diría Marx.
La guerra posmoderna, el conflicto tocquevilliano, se define por la creación de un estado de opinión contra elementos considerados intolerables de la vida pública y privada que necesitan una intervención estatal. No afecta solo a lo material, al igualitarismo en el goce que exigían los sans-culottes, a derechos inventados por la clase política para legitimar la intromisión y eliminar el individualismo. El campo de batalla es el moral. Esa es la guerra de hoy.
Slavoj Žižek, siguiendo a Gramsci, habla de la necesidad de la intolerancia; es decir, de dar el combate en todas las facetas de la vida humana
Slavoj Žižek, siguiendo a Gramsci, habla de la necesidad de la intolerancia; es decir, de dar el combate en todas las facetas de la vida humana. La clave estaba en politizar todo, en luchar cada ápice de individualidad, en no dar nada como algo fijo. De toda lucha surge un vencedor, de ahí la necesidad de provocar el combate. Es esa guerra que separa lo bueno de lo malo, lo despreciable de lo conmovedor, lo razonable de lo vergonzoso. No hay términos medios. Y en ese conflicto intolerable, que no admite ni un día más de vida, es el Estado quien debe intervenir.
Los políticos y sus voceros hablan en términos de “emergencia social”, con el lenguaje socialista, que no solo marxista, ojo, de la lucha de clases. El gobierno solo puede actuar de una manera. Solo puede tener legitimidad que confluye en esa moral que la “élite del poder”, en expresión feliz de Wright Mills, ha creado para sostenerse. Una moral que nos una a todos. Es la virtud robesperriana como solución a una sociedad heterogénea y plural, capaz de poner en cuestión la incuestionable bondad del que gobierna.
La clase política marca el sendero de la moral a golpe de legislación, de agitación impostada de la calle a través de las televisiones
La clase política marca el sendero de la moral a golpe de legislación, de agitación impostada de la calle a través de las televisiones, ya sea en la cuestión del feminismo supremacista, las pensiones demagógicas, o de un racismo capitalista que no existe. Esas imágenes y eslóganes de los nuevos clérigos dejan fuera a todo aquel que no comulgue públicamente con la verdad oficial. No hay disidencia pública frente a los guardianes de la virtud.
La misma Comunidad de Madrid ha puesto en marcha una campaña publicitaria sobre la “igualdad de géneros” que insulta la inteligencia. “Las mujeres cobran menos por el mismo trabajo, pero ¿por qué?”, dice el mismo humorista que hace treinta años hacía chistes con la violencia doméstica. No hay debate sobre la supuesta desigualdad, sus motivaciones reales, las decisiones individuales, ni posibilidad de réplica, solo una verdad que hay que admitir.
Cuando el siervo no tiene suficiente -por ejemplo, las pensiones- quiere que el amo sea más fuerte, recaude, controle y vigile más las vidas privadas
Esto nos ha conducido suavemente a una dictadura posmoderna, de esas en las que la opinión y la información coinciden en la dirección de la moral de la “élite del poder”. Es una de esas situaciones en las que el siervo es feliz porque el amo le asegura el sustento y le explica el sentido de la vida. Es más; cuando el siervo no tiene suficiente -por ejemplo, las pensiones- quiere que el amo sea más fuerte, recaude, controle y vigile más las vidas privadas para llegar a esa igualdad de goce que da sentido a esta comunidad política de espíritu socialdemócrata.
Todo esto es imposible si no se crea un ambiente de conflicto necesario contra la libertad y el individualismo. Al igual que en la Francia de Tocqueville, la mirada y el interés individual son entendidos como traiciones a la patria, a ese ideal de colectivo espiritual y material que avanza unido hacia el mismo sitio. La traición se paga con la muerte civil, el apartamiento, la discriminación o el silencio. Nos hemos acostumbrado a esa violencia sutil e indirecta, a la autocensura y al susurro dialéctico, tanto como a la retórica hueca, a la mediocridad del gobernante y del opositor, y a la moral obligatoria.
Nuestro Dieciocho Brumario llegó sin asaltos ni disparos, no hubo concentración de tropas, ni uniformes, pero vino en loor de multitudes. Es la sumisión de la que hablaremos otro día.
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