Para Timothy Snyder, historiador y profesor en la Universidad de Yale, la irrupción de los populismos nos ha robado el futuro. En su opinión, antes de su aparición, las sociedades democráticas entendían el tiempo como un proceso lineal, en el que el progreso económico y el bienestar eran siempre ascendentes. Según esta idea, daba igual lo que hiciera cada uno porque siempre alguien se ocuparía de que el constante progreso fuera nuestro destino. Snyder define esta visión como la “política de la inevitabilidad”. Una idea que, en su opinión, era falsa porque básicamente consistía en la creencia de que existe un destino inevitable.

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De hecho, sucesos como la Gran recesión o la inmigración masiva significaron el fin de esta creencia. La transición del presente al futuro dejó se ser contemplada como una línea ascendente, donde las cosas mejoraban de forma constante. El tiempo, en su sentido de avance, ya no era una referencia. En su lugar se instauró una visión circular, según la cual la historia se repetiría una y otra vez. Un círculo vicioso donde renacen los mitos del pasado y el futuro no existe. Snyder llama a esta nueva visión “política de la eternidad”.

Para escenificar el cambio de la política de la inevitabilidad a la política de la eternidad, Timothy Snyder pone como ejemplo la presidencia de Donald Trump en los Estados Unidos, con su reclamo “Make America Great Again” (“Haz América grande otra vez”) y, en el caso de España, lo que él califica como irrupción de la extrema derecha en las elecciones de Andalucía. Pero también señala la creciente influencia de Rusia, y más concretamente de Vladímir Putin, en el contexto internacional. Un país, la Federación Rusa, que desde el punto de vista de la política de la inevitabilidad sería irrelevante, por su escaso peso económico, se convierte sin embargo en el referente de la política de la eternidad. De hecho, Rusia estaría liderando esta nueva visión.

Una vez planteada la tesis principal, Snyder alude a tres sucesos clave de los años 80 y 90 del siglo pasado que conforman el mundo que hoy conocemos, como son la caída del Muro de Berlín, la emergencia de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y del neoliberalismo, y la firma del Tratado de la Unión Europea (TUE)​ o Tratado de Maastricht, que es, junto al Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, uno de los tratados fundacionales de la UE. Para él, estos sucesos que ocurren simultáneamente, pero de forma casual, sientan las bases de la agitación presente.

Pero también alude a la tecnología, que deja ser nuestra aliada y se convierte en enemiga; a Internet como un ecosistema que ya no significa el acceso universal al conocimiento, sino que promueve la simplificación de las ideas, la polarización y la caricaturización del individuo; y, finalmente, señala la desaparición del periodista conectado del entorno local y su sustitución por grandes medios que resultan lejanos y extraños para el gran público.

A partir de ahí, la argumentación de Snyder se convierte en un alegato contra Donald Trump, cuya victoria electoral atribuye directamente a Rusia. Alegato que discurre desde la denuncia de la falta de políticas de Trump hasta llegar a la simple descalificación personal.

El planteamiento inicial Snyder era prometedor. El cambio de una visión del tiempo como línea ascendente, en la que las cosas mejorarían siempre, a la visión de una historia congelada, que gira sobre sí misma y repite los mitos del pasado, parecía anticipar algún descubrimiento sorprendente. Lamentablemente, debajo de la atractiva envoltura no había un gran hallazgo, solo el habitual relato fulanista, según el cual un puñado de nombres propios, valiéndose de Internet, las redes sociales y los ciberataques ha logrado arrebatar el futuro a todo el mundo occidental.

Lo que “intelectuales” como Timothy Snyder ponen en evidencia con estos giros narrativos no es la naturaleza de los grandes cambios históricos, aunque estos ciertamente existan, sino el sistema de construcción inversa de sus argumentos. En realidad, Snyder no pretende desentrañar el oscuro mecanismo de los eventos históricos, su finalidad es convencer al público de que es malo votar a Donald Trump. Y sobre este objetivo construye su discurso.

Aludir a la eternidad y a la inevitabilidad (términos grandilocuentes), remontarse al surgimiento del neoliberalismo y poner sobre la mesa sucesos históricos como la caída del Muro de Berlín o el Tratado de Maastricht para, luego, concluir que el problema son personajes como Donald Trump y Vladimir Putin, resultaría hasta enternecedor si no fuera porque quien lo dice es Timothy Snyder, historiador, profesor de la Universidad de Yale y experto​ en la historia de Europa Central y Oriental con gran predicamento en el mundo académico. Es más bien desolador.

Comprender el por qué el mundo occidental parece polarizarse ante la opción de la regresión o la continuidad de una élite planificadora y benigna, no debe ser fácil. De hecho, mi opinión es que es imposible, porque para tener éxito habría que conocer el final de la historia. Sin embargo, sí podemos formularnos preguntas cuyas respuestas pueden servir, no ya para ofrecer soluciones milagrosas, sino para facilitarnos la existencia.

Podemos preguntarnos, por ejemplo, si hoy somos más o menos resistentes que antes, es decir, si en la actualidad somos capaces de afrontar por nosotros mismos, sin la mediación de agentes externos, situaciones que nuestros ancestros enfrentaban con naturalidad de manera cotidiana, avivando su ingenio y su creatividad. Porque el progreso puede cambiar y mejorar muchas cosas, pero no puede alterar un hecho insoslayable: que el futuro es incierto, y siempre lo será.

Las democracias, a través del Estado nación, pueden proporcionar seguridad, un orden legal y también una asistencia razonable en función de sus recursos. Pero no pueden garantizar a cada persona que su vida discurrirá por una línea temporal de constante mejoría. Tampoco pueden eliminar los retos y desafíos a los que la vida nos somete. Sin embargo, el largo periodo de prosperidad que se inició con el final de la Segunda Guerra Mundial sirvió para instaurar la idea contraria, es decir, que la política podía resolver todos los problemas y proporcionar una prosperidad siempre creciente.

Además, con el tiempo, esta nueva visión de la democracia fue todavía más lejos. Más allá de establecer políticas redistributivas que eran novedosas, la democracia occidental adquirió una dimensión terapéutica. A partir de ese momento, que el ciudadano se “sintiera bien” terminó por ser un estado de gracia que la democracia debía proporcionar. Como contrapartida, aspectos valiosos del carácter individual, que servían para afrontar la vida cotidiana, como el sacrificio, la autosuperación y el compromiso, fueron poco a poco desapareciendo. Así, cuando el espejismo de la prosperidad siempre creciente se desvaneció, lo que afloró fueron sociedades enfermas de ansiedad que demandaban certidumbre. Este estado de ansiedad es lo que hoy alimenta la polarización.

Es este “determinismo emocional” lo que ha alterado drásticamente la manera en que los estados y, por tanto, las democracias abordan los problemas sociales, promoviendo políticas cada vez más intrusivas y arrogándose el derecho a intervenir en el desarrollo emocional de las personas.

Lamentablemente, es imposible conciliar un bienestar emocional dependiente del Estado con la visión democrática del ciudadano libre y responsable que toma sus propias decisiones. Como también es imposible que no arraigue en el ciudadano un fuerte miedo al futuro y un profundo deseo de regresión cuando se le ha convertido en un ser extraordinariamente dependiente.

Así pues, sobre la polarización sobrevuela la incertidumbre del futuro. Es decir, entre la «política de la inevitabilidad» y la «política de la eternidad» que define Timothy Snyder está la que marca nuestro destino y ningún político se atreve hoy a nombrar: la política de la realidad. Y quizá sea por ahí por donde deban empezar la soluciones.

Foto: Geralt


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