Es difícil establecer una “teoría del todo” sobre el régimen del 78, porque para hacerlo es necesario separar el trigo de la paja, las verdades de las numerosas mentiras de quienes conocen de verdad sus entresijos y, a toro pasado, denuncian los males políticos y también mercantilistas de España.

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Sin embargo, es en estos personajes arrojados extramuros donde se desvelan las claves de un régimen pactado, lleno de claroscuros. Aunque, como digo, es tal el empeño de estos ángeles caídos por demostrar una candorosa inocencia que mezclan la verdad con tantas mentiras que no hay manera de rescatarla. Para hacerlo, sería necesario abandonarlo todo y recluirse en un monasterio de por vida y así poder discriminar lo verdadero de lo falso.

Es imposible desprenderse de esa inquietante sensación de que todo ya está escrito, que el próximo gobierno de España será de centro-izquierda

Pero aún sin atender a las alambicadas revelaciones de estos mensajeros resentidos, es imposible desprenderse de esa inquietante sensación de que todo ya está escrito, que el próximo gobierno de España será de centro-izquierda, ese eufemismo con el que se disfraza el totalitarismo blando, cuya ingeniería social tiene siempre, a medio y largo plazo, efectos tan devastadores como antaño los tuvo el totalitarismo soviético.

Regreso al futuro

Cuando un diario como El País, que ha sido, y sigue siendo, el nudo gordiano de la corrupción, cuando menos intelectual, de los últimos 40 años publica encuestas incontestables, donde se afirma que casi toda España apoya la huelga del 8M, sin especificar, claro está, las preguntas realizadas para no desvelar su sesgo; e inmediatamente después difunde otra donde vaticina la victoria arrasadora en unas hipotéticas generales de un Albert Rivera reconvertido al feminismo radical, uno siente un déjà vu, un regreso al pasado, a esos prolegómenos donde estaba escrito que en España habría de gobernar el Partido Socialista para que la balbuceante democracia quedara a salvo no ya de las asonadas militares, sino de las revoluciones de invierno.

En 1982, el tronar mediático, convenientemente engrasado por la oligarquía económica, llevó a la presidencia a un chico obediente, Felipe González, capaz de decir una cosa y su contraria con tal verbigracia que la gente quedaba obnubilada

Así sucedió entonces en 1982. El tronar mediático, convenientemente engrasado por la oligarquía económica, llevó a la presidencia a un chico obediente, abanderado de la modernidad, capaz de decir una cosa y su contraria con tal verbigracia que la gente quedaba obnubilada. Ese tipo bien mandado era Felipe González, un monstruo de Frankenstein construido con trozos de restos ideológicos a la medida de un régimen nuevo.

González, como buen aspirante a regente, cumplió su parte del contrato: renunció a Marx y Pablo Iglesias (el auténtico), pero esto no evitó que su regencia tuviera consecuencias funestas para el devenir de la libertad política y económica.

La fragilidad de la memoria

Después de aquel pacto, en el que también o sobre todo participaron agentes extranjeros años antes, España se sumergió en década y media de un felipismo asfixiante, donde lo que quedaba de las élites españolas, secularmente estúpidas, se disolvió como un azucarillo entre pulsiones oportunistas, mentiras, medias verdades y, sobre todo, intereses personales y económicos. Fueron los famosos “cien años de honradez”, donde la corrupción evolucionó hacia las formas complejas que hoy padecemos. Y se mostró el camino para que todos los partidos patrimonializaran las administraciones en su propio beneficio sin que los verdaderos responsables acabaran en los tribunales.

Muchos culpan a Zapatero de que España empezará a deslizarse a gran velocidad por la pendiente del sectarismo. Y, por el contrario, califican a Felipe González de “hombre de estado”, alguien que en comparación con el muñidor de la alianza de civilizaciones es la quintaesencia de la política. Por estas afirmaciones conocerás a los beneficiarios de un sistema basado en los privilegios, sean de derecha o de izquierda.

El felipismo fue el principio del fin, la liquidación de cualquier posibilidad remota de que la democracia española llegara a ser adulta

Nada más insultante que esta afirmación elevada a categoría de verdad inapelable. España estaba herida de muerte mucho antes, ya en tiempos de UCD. Sin embargo, el felipismo fue el principio del fin, la liquidación de cualquier posibilidad remota de que la democracia española llegara a ser adulta. Al fin y al cabo, ese siempre fue el plan, incluso antes de la llegada del felipismo: proporcionar a España una democracia de baja intensidad, tal y como había sido la norma en la Europa continental tras la Segunda Guerra Mundial. Pero en nuestro caso se les fue la mano.

Zapatero rompió el consenso, es cierto. Pero quien inoculó el virus definitivo que habría de corromper sin solución el régimen del 78 fue el Partido Socialista de Felipe González. Un régimen que, como su propio nombre indica, La Transición, debería haber sido transitorio, se convirtió en un fin en sí mismo. Y de aquellos polvos, y no del fango zapaterista, vienen muchos lodos, entre ellos, esta posmodernidad arrasadora y su tropa de politólogos y apóstatas del marxismo, como el tal Pablo Iglesias, pero también ese libro en blanco que es Albert Rivera.

La ‘operación Ciudadanos’ y las élites estúpidas

Sin embargo, a juicio del statu quo, la “operación Felipe Gónzalez” fue un éxito, lo que demuestra que la afirmación de que las élites españolas son estúpidas no es gratuita. Atrapados en este error, y también muy motivados por los intereses económicos, se aprestan a repetirlo.

¿Cómo evitar que el régimen del 78 sucumbiera a sus propias ineficiencias y corrupciones? Esa era la gran pregunta que algunos se formulaban, mientras el ‘rajoyismo’ se liquidaba a sí mismo

¿Cómo evitar que el régimen del 78 sucumbiera a sus propias ineficiencias y corrupciones? Esa era la gran pregunta que algunos se formulaban, mientras el rajoyismo se liquidaba a sí mismo. La respuesta era obvia, creando un nuevo monstruo de Frankenstein construido como el anterior, con una amplia variedad de restos de cadáveres ideológicos, pero esta vez dotándolo de un halo de superioridad politológica; es decir, añadiendo al cuerpo del nuevo engendro un cerebro de expertos, politólogos y profetas del Apocalipsis, capaz de convencer a los votantes de que les acechan mil y un peligros para los que sólo ellos tienen las soluciones adecuadas.

De esta forma, se matan dos pájaros de un solo disparo. Se quita de en medio al desesperante Rajoy que, por su proverbial pasividad, se ha convertido en el peor enemigo del statu quo, y también a la izquierda decimonónica, que como no se entera de qué va esta fiesta ejerce el papel de tonto útil. Aunque cuidado con los tontos porque los carga el diablo. Y se disparan en las grades recesiones.

Serás de izquierda o no serás, Albert

Sólo faltaba que Ciudadanos asumiera el rol de partido de izquierda ilustrada, de esa tecnocracia “moderna y transversal” al estilo Macron, y añadir alguna pincelada de liberalismo económico, nunca del otro, porque el de los principios está contraindicado en los sistemas de Acceso Restringido.

Esa definición alucinógena de “liberal progresista”, por más que algún teórico ilustre pretenda dotarla de cierta coherencia histórica, no deja de ser una artimaña para engañar a los votantes

De ahí esa definición alucinógena de “liberal progresista”, que por más que algún teórico ilustre pretenda dotar de cierta coherencia histórica, no deja de ser una artimaña para engañar a los votantes, especialmente a los más jóvenes y a los treintañeros que carecen de una memoria viva. Lo más mayores son, por fuerza, menos asequibles.

La nueva utopía

Si usted quiere más Estado de bienestar, vote Ciudadanos. Si, por el contrario, aspira a prosperar con nuevas oportunidades de negocio, también vote a Ciudadanos: lo mejor de los dos mundos en una sola pócima milagrosa. El modelo nórdico trasplantado en la piel de toro con algunas salvedades. Una sociedad que, como Rimbaud, aspira a ser absolutamente moderna, aunque no sepa lo que eso significa; fiscalmente sometida pero consciente de que sin una economía dinámica no hay Estado de bienestar posible.

Que la sociedad quede desestructurada, por exceso de ingenierías sociales, es un daño colateral que bien vale la pena aceptar a juicio de los politólogos y expertos que medran ya en las entrañas y alrededores del partido naranja

Que luego la sociedad quede desestructurada, por exceso de ingenierías sociales, es un daño colateral que bien vale la pena aceptar a juicio de los politólogos y expertos que medran ya en las entrañas y alrededores del partido naranja. Al fin y al cabo, algo habrá que sacrificar si queremos alcanzar la utopía de la seguridad material completa y la igualdad de representación absoluta. Lo que, claro está, sólo Ciudadanos puede proporcionarnos.

Tonto el último

Este es el plan, sospecho, de quienes, en primera instancia, pagan las facturas de la “operación naranja”. Luego ya nos girarán la cuenta, como es costumbre. Y se llevarán lo suyo más sustanciosos intereses. También los medios híper endeudados, como El País, o los mass media, que ya ponen sus barbas a remojar ante la embestida de Internet, aspiran a sacar tajada. O los que prometían rugir como leones y al final maúllan como gatos en celo suplicando volver al gran juego. Hasta Nacho Escolar hace guiños a la profecía autocumplida. Para que luego digan que en España el periodismo está en crisis por falta de talento. Muy al contrario, está lleno de sabios que saben rectificar cuantas veces sea necesario.

Con todo, lo peor es que tampoco quedan alternativas. El sistema impidió que surgiese ninguna opción consistente, fiable y viable. Las organizaciones de la sociedad civil, que podían haber empujado hacia un sistema de libre acceso, fueron engullidas por las arenas movedizas de la subvención y el oportunismo. En el mejor de los casos, «más de lo mismo», lo de siempre en nuevo envoltorio, si acaso corregido y aumentado, es lo único que se vislumbra en el horizonte.