Acabamos de conocer que Oxfam ha tenido a sueldo a una cuadrilla de puteros con dinero ajeno, y eso ha producido el asombro que se supone en la gente que se deja conducir habitualmente por una candorosa ingenuidad, pero, si se mira bien el caso, habrá que reconocer cómo, para los muy partidarios del sexo sin consecuencias, muy abundante y barato, hacerse con un cargo en una ONG supone llevar en la mano una escalera de color en el póker de la respetabilidad.

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Luego, si les pillan, obrará a su favor el daño que pueda hacerse a la organización, y es muy probable, que la importancia de lo que está en juego, obligue a quienes están muy seguros de su decencia personal a mirar para otra parte y premiar con un ascenso a los réprobos. Claro es que tamaña conducta constituye un aliciente de primera para los que creen haber hallado el vellocino de oro de la respetabilidad, mientras siguen chingando, pero, generalmente, todo se sacrifica al crecimiento de las industrias de la buena conciencia, no se va a acabar con un negocio tan respetable por semejante fruslería.

Oxfam y la industria de la buena conciencia

Bienhechores y sinvergüenzas

La industria de la buena conciencia, la pertenencia al coro angélico de las almas bellas, constituye un factor de atracción difícil de evitar, hace falta tener el colmillo un poco retorcido para sustraerse a sus encantos.

No hay nada más simple para un sinvergüenza que apuntarse a la cofradía de bienhechores de su predilección

Por desgracia, eso supone olvidarse de una experiencia milenaria, la elemental observación de que no hay nada más simple para un sinvergüenza que apuntarse a la cofradía de bienhechores de su predilección, de forma que, allí, protegido por una imagen sin mácula, pueda desarrollar sin excesivas precauciones sus proyectos menos santos. Cuando un cobarde llega a ser general, un rijoso al cardenalato, o un mafioso se hace con plaza en la judicatura, el panorama se le presenta cada vez más halagüeño, pues está en el lugar adecuado para ahuyentar toda clase de sospechas.

Los españoles, entre los más devotos

El barroquismo que constituye una tradición muy fuerte en la cultura española no es la mejor de las recomendaciones para cultivar la naturalidad, la transparencia o el espíritu crítico. En general nos importa más el envoltorio que lo envuelto y eso tiene mucho que ver con la enorme aceptación que alcanza la hipocresía. No cabe duda de que esa tendencia al ocultamiento y a la oblicuidad tiene sus ventajas, pero aquí es frecuente pasarse de la raya y hemos dejado de considerar que la hipocresía sea el homenaje que el vicio le rinde a la virtud, para tomarla como la virtud misma. Preferimos olvidarnos de la realidad para venerar sus máscaras.

Los españoles nos hemos acostumbrado a seguir al pie de la letra los mínimos mandatos de toda una industria de la buena conciencia

Así, los españoles nos hemos acostumbrado a seguir al pie de la letra los mínimos mandatos de toda una industria de la buena conciencia (una afortunada expresión de Paul Theroux para definir el papel de las ONG en África, con sus Toyotas de un blanco inmaculado y su ropa de moda) destinada no a que las cosas vayan bien, sino a que lo parezca, no a promover buenas conductas sino a blanquear y consolidar las famas. Por eso nuestros soldados nunca están en guerra, sino en misiones de paz. Y cuando a José Bono, a la sazón Ministro de Defensa, que era maestro en estas artes, le derribaron un helicóptero resultó claro que había sido cosa del viento.

Parece mentira que hayamos tenido literatura picaresca, porque ahora la división entre buenos y malos, entre cultos e incultos, entre explotadores y amigos de los oprimidos es completamente nítida. A un lado, los malvados, bien agavillados en grupos que las almas bellas definen con precisión (hombres, ricos, fascistas, lo que fuere), al otro esas minorías sectarias, abusonas, repletas de banqueros, obispos (que, como son listos, a veces tienden a alistarse en el otro bando), militares, y lacayos de lo establecido.

La moralidad por cuotas

En un escenario en el que la nueva moralidad se impone por cuotas y grupos, en que la conciencia individual se considera disfuncional, inútil y sospechosa, las numerosas industrias de la buena conciencia se ocupan de establecer los códigos obligatorios, los trajes que cada cual pueda llevar. No es que los buenos sentimientos se sometan al mercado, sino que han sido expropiados por líderes indiscutibles, que, a continuación, ofrecen al común de los mortales la posibilidad de comprar su parte del negocio moral en que se han especializado con unas cómodas cuotas. Al final, el servicio que prestan a quien se les entrega es barato, un certificado de buena conciencia y excelencia moral, la certeza de no haber caído en el lado oscuro.

Las industrias de la buena conciencia desconocen el lado crítico de la razón, han estandarizado letanías de sentimientos nobles y de verdades indiscutibles

Bertrand Russell recomendaba a quienes decían tener auténtico  interés en la verdad desayunarse cada mañana con un hecho contrario a sus creencias más arraigadas, pero las industrias de la buena conciencia desconocen el lado crítico de la razón, han estandarizado letanías de sentimientos nobles y de verdades indiscutibles, y han encontrado la manera de vivir cómodamente expendiendo esos certificados, porque, aunque en África las cosas vayan cada vez peor, cosa que cree ese viajero insolente que es Theroux, nadie se atreverá a sugerir que parte de la culpa puedan tenerla los/las de los Toyotas.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web