El filólogo alemán Werner Jaeger dedicó un voluminoso estudio al análisis de los procesos culturales a través de los cuales los antiguos griegos recibían un conjunto de saberes de carácter técnico, creencias y valores ciudadanos. En las antiguas ciudades estado griegas la condición de ciudadano constituía la mayor dignidad que podía conferirse al individuo. De ahí que la paideia se configurara como el mecanismo de acceso privilegiado a la condición de verdadero ciudadano. La educación en el mundo antiguo no estaba vinculada a la obtención de una certificación, respaldada por una institución educativa que garantizase la posesión ante la sociedad de una serie de saberes y destrezas. La educación era mucho más importante que ese mero formalismo administrativo en que ha quedado reducida hoy en día. Hoy la tenencia de saberes y de habilidades ha quedado preterida en el proceso educativo en favor de una labor de nivelación en la mediocridad, un adoctrinamiento masivo y sobre todo sepultada en un marasmo de burocracia que exaspera y frustra a unos docentes vocacionales, que cada vez tienen que dedicar más tiempo a satisfacer una voracidad administrativa que les exige justificarse permanentemente ante unas autoridades educativas menos interesadas en la trasmisión de saberes y más en instalar férreos protocolos de actuación.

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Esto es especialmente sangrante en la educación superior universitaria donde los docentes se ven obligados a sacrificar tiempo a la docencia y a la investigación, labores clásicas de la educación superior, en favor de la realización de tediosas actividades administrativas. Respecto a nuestros docentes se está instalando una especie de presunción de culpabilidad. Nuestros docentes tienen que justificarse ante el alumnado y la propia administración educativa detallando de una forma muy prolija y tediosa su planificación docente en forma de unas guías de evaluación en las que se prima menos la trasmisión de saberes y se prioriza la fiscalización de la evaluación de los docentes. Una fiscalización de su tarea evaluadora que no busca tanto garantizar que los alumnos adquieran una serie de saberes y competencias cuanto de que superen, mayoritariamente, los procesos de evaluación. Esto ha conllevado una disminución alarmante de los niveles de exigencia académica. Primero en los niveles educativos más bajos y, como consecuencia de la implantación del nefasto plan Bolonia, también en la propia universidad.

La institución educativa superior ya solo se asemeja a su homónima en el nombre y en la supervivencia de ciertos rituales y dignidades académicas. Ya no se observan en nuestras modernas universidades esos debates y polémicas que jalonaban la actividad de los centros de educación superior en el medioevo. Hoy en día la universidad es monolítica, complaciente con el poder y escasamente cuestionadora de los valores verdaderamente hegemónicos en la sociedad. La asunción de los dogmas de la posmodernidad ha sumido a la institución universitaria en una situación de postración intelectual cuanto menos preocupante. El docente que quiere medrar en su profesión debe preocuparse menos de polemizar, enseñar o generar nuevo conocimiento y debe dirigir su mirada hacia la optimización administrativa de su propia carrera académica si quiere garantizarse una carrera académica estable.

Estamos educando a generaciones enteras en la falsa creencia de que sólo existen los derechos y no los deberes, que la irresponsabilidad no tiene un coste vital o que el mérito encubre siempre una injusticia de base

Junto a esta burocratización y perversa uniformización ideológica de la institución académica, la propia involución de la sociedad y de sus valores también ha contribuido a la postración de nuestra educación superior. La educación superior se ha desustantivizado y se ha convertido en un puro trámite administrativo. Nuestros políticos no miden su valor y su eficiencia en términos de saberes adquiridos en sus aulas o de debates generados en su seno. Sólo atienden a las estadísticas que reflejen que el mal llamado fracaso escolar se mantenga a raya. La sociedad ya sólo demanda titulados no buenos profesionales. Esta tendencia está haciendo estragos en las llamadas humanidades donde la jibarización de los planes de estudios, reducidos a una caricatura ridícula de lo que fueron en otros tiempos, y el hedonismo complaciente de los propios estudiantes, más interesados en aprobar que en aprender, cada vez conducen a la propia universidad a un trágico final: su irrelevancia intelectual.

La pandemia COVID-19 amenaza con convertirse en un nuevo clavo en el ataúd de la educación superior. Por un lado, la propia pandemia ha puesto de manifiesto muchas de las carencias de las propias instituciones de educación superior. Muchas de las cuales, pese a recibir una jugosa financiación pública, carecen de plataformas educativas en la red medianamente solventes. En algunos casos resulta especialmente llamativo, pues muchos de los rectores que ahora se rasgan las vestiduras amargamente ante la falta de medios y del tremendo esfuerzo de adaptación a la enseñanza on line, no hace muchos meses alardeaban de lo exitoso de la transición digital de sus universidades. En muchas ocasiones se está vilipendiando injustamente a nuestros exhaustos docentes, a los que se está exigiendo una auténtica cuadratura del círculo; una educación de calidad que al mismo tiempo renuncie a evaluar de una manera justa y rigurosa a nuestros alumnos universitarios. Nuestras administraciones están empeñadas en salvar el curso universitario a toda costa aun cuando eso nos conduzca a que nuestros futuros egresados estén peor preparados. No sólo en el ámbito de sus conocimientos sino también en el de sus propias aptitudes y actitudes.

Uno de los aspectos más penosos de esta crisis educativa superior, vinculada a la pandemia, es constatar el populismo demagógico de buena parte de los representantes del alumnado universitario. Por poner un ejemplo el pasado 28 de abril el sindicato de estudiantes de Galicia amenazaba a la administración educativa de esta comunidad autónoma con iniciar una huelga general del estudiantado en el caso de que no se adoptara la infame propuesta de otorgar un aprobado general para “todos y todas los y las estudiantes y estudiantas” que no “estén en condiciones de presentarse a los exámenes de final del curso”. Este aprobado general encubierto se presenta bajo la ambigua fórmula de la promoción generalizada. Pasar de curso a toda costa y garantizarse la obtención de un título son las únicas preocupaciones de una parte del alumnado.

Hace unos días circulaba en las redes un vídeo de un docente colombiano al que sus alumnos universitarios despreciaban en público y boicoteaban su labor docente online. Este tipo de actitudes, que tristemente son bastante frecuentes en la enseñanza secundaria y el bachillerato, empiezan también a presentarse en la docencia universitaria. En una sociedad como la actual, que ha confundido el igualitarismo con la igualdad, el autoritarismo con la autoridad y la exigencia con la arbitrariedad, no resulta extraño que este tipo de comportamientos incívicos e infantiles se generalicen. Estamos educando a generaciones enteras en la falsa creencia de que sólo existen los derechos y no los deberes, que la irresponsabilidad no tiene un coste vital o que el mérito encubre siempre una injusticia de base. Así resulta muy complicado no ya que la educación trasmita saberes sino incluso que forme verdaderos ciudadanos.

Para la izquierda tradicionalmente la educación superior siempre supuso una forma de promoción social. A través de una educación pública de calidad se garantizaba que aquellos estudiantes, provenientes de los grupos sociales menos favorecidos, podían acceder a profesiones con mejores niveles retributivos. Aumentar la tasa de alfabetización del país por medio de una educación superior basada en los principios del mérito, la capacidad y la igualdad de oportunidades garantizaba la consecución del objetivo político de una sociedad más justa e igualitaria. Tristemente la educación se ha convertido también una nueva víctima del paulatino deterioro intelectual de una tradición política entregada al populismo y a la demagogia. Como un joven y brillante docente universitario me confiaba hace pocos días, el coronavirus puede acabar convirtiéndose en el último resorte que accione una suerte de 15M en la educación superior española.

Foto: Caleb Woods

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