Sería minusvalorar las ideas de Sánchez pensar que al defender la inocencia del fiscal general diciendo que “la verdad es que es inocente y por supuesto que la verdad se acabará imponiendo”, tesis en la que ha insistido de modo pertinaz tras seguir, muy atentamente, el desarrollo del juicio, el presidente del gobierno se limitaba a afirmar una opinión subjetiva. Nada de eso, Sánchez, aunque sea un consumado mentiroso, o precisamente por eso, cree estar en posesión de todo un arsenal de verdades que derivan directamente de ser el elegido por el pueblo, pese a que, dicho sea de paso, esto tampoco es verdad.
Pedro Sánchez ejemplifica de manera sobresaliente una característica que ha sido muy frecuente, por desgracia, en ciertos individuos de la izquierda española, un potente ramalazo antiliberal que les hace ser entusiastas discípulos de Simone de Beauvoir quien coloco al inicio de su “El pensamiento político de la derecha” el siguiente lema: “La verdad es una y el error es múltiple, por eso la derecha profesa el pluralismo”.
Cuando Sánchez dice defender la verdad lo que hace de hecho es reforzar su pretendido derecho a hacer lo que le parezca, a imponer su ideología, que en el fondo se reduce a su conveniencia, por todos los medios a su alcance que no son pocos
La izquierda que hizo posible la concordia nacional tras la larga dictadura de Franco no podía pensar de esa manera porque advertiría con gran facilidad que eso sería hacer una especie de franquismo a la inversa, puesto que si algo caracterizó a Franco, por encima de todo, es haber sido profundamente antiliberal y, en consecuencia, el estar tan convencido como pueda estarlo Pedro Sánchez de defender verdades que están por encima de cualquier discusión y que, por ello, tendrían derecho a ser impuestas por la fuerza, a obtener el acatamiento y el respeto de todo el mundo.
Sánchez se ha empleado a fondo en defender la recta intención y la inocencia de su fiscal porque no le cabe en la cabeza que alguien que siga fielmente sus instrucciones pueda cometer ninguna ilegalidad. Le parece imposible que, si la ley emana de la soberanía popular, como él dice, pueda darse el caso de que una orden que viene de quien la representa en la cúspide, entiéndase que se refiere a él mismo, pueda resultar en cualquier aspecto delictiva. Como él, sin necesidad siquiera de indicarlo, ha creído oportuno que el fiscal corriese a “ganar el relato” le resulta de todo punto inverosímil que unos jueces a los que, por decirlo a su manera, no ha votado nadie, puedan ser tan villanos como para ver nada ilícito en la noble ejecutoria de su fiscal.
Sánchez tiene un problema porque es extraordinariamente probable que su omnímoda voluntad y su fino instinto de ocupación sea la causa última del notable episodio operístico en tierras extremeñas a cargo de David Azagra, su hermano, por no hablar de la estupefaciente aventura académica de su media naranja ocupando una cátedra, de cuyo nombre no puedo acordarme, en la Universidad Complutense, dechado de toda clase de perfecciones y templo máximo de la sabiduría nacional en donde nada ha resultado más lógico que acoger a doña Begoña Gómez para que pudiera asombrar al mundo con sus amplios saberes en materias tan troncales.
Es lógico que Sánchez se rebele desde lo más íntimo de su conciencia contra esa clase de arbitrariedades procesales y judiciales que pretenden negar la verdad primera de la democracia tal como Sánchez la entiende y la practica, a saber, que el que recibe el poder de manos del pueblo no puede estar constreñido por limitaciones arbitrarias ni por prejuicios inspirados en la insumisión a su legítimo poder.
¿Tiene esta manera de pensar algo que ver con los principios que inspiran nuestro orden constitucional? Ni por los forros. Sánchez, a no dudar hombre de amplias lecturas, olvida, sin embargo, lo que dice el artículo 1. 1. de la Constitución que establece que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho y que la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo son los valores superiores de su ordenamiento jurídico, además de que el artículo 117 afirma que “La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Los jueces, no Sánchez ni el obtuso Pachi.
Hasta ahora Sánchez se las ha arreglado para yendo, en cierto modo, de la ley a la ley, modificar gravemente alguna de estas previsiones constitucionales apoyándose en una mayoría exigua y estrambótica del Congreso, una coalición de circunstancias sin programa coherente pero apelmazada por su unánime deseo de obtener las mayores ventajas del insaciable anhelo de mandar que Sánchez exhibe y su deseo de edificar y fortalecer un muro que divida a los españoles, justo lo contrario de lo que se pretendió con la Constitución de 1978.
Así ha conseguido armar un Tribunal Constitucional que se ha dedicado a reinterpretar de manera indecorosa la Constitución y a desmontar algunas sentencias del poder judicial perfectamente conformes con el espíritu de la ley pero que a Sánchez le convenía contravenir, además de haber evitado por completo el control del Congreso sobre su acción de gobierno y saltarse repetidamente su obligación de regirse conforme a unos presupuestos generales aprobados año por año por las Cortes.
La consecuencia inevitable de defender una idea excluyente de la verdad es reprimir la libertad, prohibir toda clase de iniciativas, pretender controlarlo todo y, en consecuencia, arrebatar a los ciudadanos la mayor cantidad posible de dinero para que muchos de ellos hayan de convertirse en clientes obligados de una generosidad pública basada en el expolio privado. En consecuencia, no se pide a los ciudadanos que creen riqueza, sino que se conformen con lo que tienen y sean solidarios, que entreguen al Estado sus bienes y sus esperanzas para que Sánchez y sus cuates puedan disponer con toda libertad, ellos sí, de nuestras vidas y haciendas para que, según dicen, nadie se quede atrás o, como afirmo con cinismo en Valencia, “si necesitan ayuda que la pidan”, que ya se verá de hacer lo que se pueda para encubrir su intención de no hacer nada y lograr que el tal Mazón sea devorado por las hordas rufianescas.
El Estado en sus manos carece de obligaciones es un Estado genuinamente tiránico, abastecido por una Hacienda omnívora e implacable que lo habilita para repartir beneficios sin tasa entre amigos y correligionarios, a personas honestas como Ábalos o Cerdán, personas de la mayor confianza de Sánchez y que fueron defendidos en su día con la misma vehemencia empleada en sostener la inocencia del fiscal. Cuando Sánchez dice defender la verdad lo que hace de hecho es reforzar su pretendido derecho a hacer lo que le parezca, a imponer su ideología, que en el fondo se reduce a su conveniencia, por todos los medios a su alcance que no son pocos.
Los españoles estamos en esta hora ante un desafío de enorme gravedad, ante un riesgo de involución evidente porque muy buena parte de la izquierda que ahora mismo tenemos ya ha llegado a la conclusión de que no le sirve competir con limpieza, que debe dedicarse a vencer de modo definitivo e irreversible por todos los medios a su alcance y no estará lejos de conseguirlo si logra derribar los pocos baluartes que se oponen a su afán totalitario y liberticida. El intento de arrebatar al Tribunal Supremo la capacidad de juzgar la conducta del fiscal general, que a la postre es un ciudadano común, capaz de delinquir como cualquier otro, en un caso tan ejemplar y cuya naturaleza ilícita clama al cielo, es una muestra de hasta dónde estará dispuesto a llegar Pedro Sánchez si se lo consentimos. Nos va mucho en ello.
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