La hipocresía encharca con demasiada frecuencia la política partidista pero llega a ahogar cuando se acercan las elecciones. Las proclamas tantas veces traicionadas sobre la supuesta democracia interna de los partidos, y la consecuente bondad de elegir a los candidatos mediante primarias, es una clara muestra de esta impostura.

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El primer caso de primarias frustradas sucedió en 1988 cuando el secretario general socialista de entonces, Joaquín Almunia, tuvo la infeliz ocurrencia de convocar primarias para escoger al candidato a las generales y, tras ganar claramente José Borrell, la “prensa amiga” (El País) se sacó de la manga una ridícula corruptela que obligó a dimitir al vencedor.

El último suceso es incluso más chusco y está protagonizado por Ciudadanos. Hace menos de un año este partido presentó una propuesta en la subcomisión de calidad democrática del Congreso, a la que se adhirieron el PSOE y Podemos, que obligaría a los partidos políticos a celebrar primarias. Ahora, solo unos meses después, la formación de Albert Rivera intenta dar un pucherazo para colocar a la candidata oficial en las primarias para las autonómicas de Castilla y León y designa a dedo a casi todos los cabezas de lista para el Congreso en provincias que ni siquiera han pisado.

La partitocracia se traduce en que a los elegidos no les importa quiénes son sus electores porque su carrera no depende de ellos sino de la cúpula partidista

No se alejan mucho de estas prácticas el resto de los partidos a excepción de Vox, lo que no impide que se siga defendiendo con sorprendente fariseísmo la elección de candidatos mediante el voto de la militancia. Ante una artimaña así parece casi obligado preguntarse si es cierto que los partidos juegan mejor su imprescindible papel en las democracias representativas eligiendo a sus candidatos mediante primarias. Y, de ser afirmativa la respuesta, habría entonces que indagar por qué la trayectoria real de casi todos los partidos es tan farisea y reacia a tales prácticas.

Nuestra Constitución se muestra favorable cuando en su artículo 6 proclama que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.

Es evidente que se incumple este último mandato, lo que no es óbice para afirmar que los partidos políticos juegan un papel imprescindible en las democracias representativas, ya que conforman una institución encargada de buscar vías de comunicación entre el Estado y la sociedad civil. Es decir, canalizan preferencias e intereses sociales hacia las instituciones estatales, al parlamento primero y al gobierno después. Los partidos se encuentran por tanto a medio camino entre el Estado y la sociedad, pero no tiene por qué deducirse de que esta situación exija organizarse internamente sobre decisiones mayoritarias de sus miembros.

De hecho, casi todos los pensadores que se han dedicado a descifrar el surgimiento, desarrollo y objetivos de los partidos (Max Weber, Maurice Duverger o Giovanni Sartori, entre otros), no encuentran indicios de que la democracia interna esté en la naturaleza de esta institución. Mantienen, eso sí, que la principal meta de los partidos es conseguir el poder para sus dirigentes, si bien Sartori matiza diciendo que en democracia buscan este objetivo a través de elecciones libres y competitivas. Existe igualmente cierto consenso en que el poder es anterior a los partidos. Estos surgen en el parlamento inglés del siglo XVIII ante la necesidad de articular y potenciar grupos parlamentarios con objetivos comunes. Y parece que es bastante reconocido que al generalizarse el sufragio universal en el siglo XX aparecen los partidos de masas, primero en la izquierda y luego en todo el abanico ideológico, los cuales generan estructuras burocráticas estables, piramidales y jerarquizadas.

La idea de que los partidos deben funcionar con criterios democráticos en la selección de sus candidatos en por tanto reciente y se ha terminando imponiendo -en la propaganda y escasamente en la realidad- al triunfar un principio tan simple como falaz, ese que establece una relación directa entre la “cantidad” (de convocatorias electorales, de temas que se someten a escrutinio y de personas con derecho al voto) y la salud democrática. Se olvida que la democracia es sobre todo un sistema que se sustenta en derechos y libertades iguales para todos y poco tiene que ver con el voto, sin que esto signifique, ni mucho menos, que no deba ejercerse el sufragio dónde y cuándo sea necesario

De admitirse esta visión cuantitativa se concluiría en que la democracia de Pericles no fue tal y que sin embargo el “derecho a decidir” es siempre positivo. Se terminaría también admitiendo que la mejor democracia es la directa porque en ella impera la voluntad de la mayoría y todos deciden sobre todo. Decía Jorge Luis Borges haciendo gala de su provocadora incorrección que la democracia es un exceso de la estadística.

Muy contrariamente, la democracia como institución se ha ido perfeccionando al reducir sus “excesos estadísticos” e imponiendo límites. Aseguraba Montesquieu que “el pueblo es admirable cuando realiza la elección de aquellos a quienes debe confiar parte de su autoridad, porque no tiene que tomar decisiones más que a propósito de cosas que no puede ignorar y de hechos que caen bajo el dominio de los sentidos…”. Más tajante se mostró el juez Robert Jackson del Tribunal Supremo de EE UU cuando en 1943 señaló que “la Constitución es aquello sobre lo que no se vota; o mejor, es aquello sobre lo que ya no se vota porque en su origen ha sido votado de una vez por todas». En suma, igual que es saludable en democracia fijar límites a la hora de ejercer el sufragio sobre determinadas cuestiones, resultaría igualmente válido poner fronteras respecto a los organismos e instituciones, públicas o privadas, en que la decisión mayoritaria de todos los participantes resulta innecesaria e incluso contraproducente.

En el caso de los partidos políticos el debate sigue abierto pero la impostura alcanza cotas insoportables cuando la democracia sufre una de sus mayores patologías. Se decía más arriba que los partidos se encuentran a medio camino entre el Estado y la sociedad. Sin embargo, desde mediados del siglo pasado y especialmente en la Europa del Sur, se ha reforzado la relación de los partidos con el Estado, al tiempo que se ha debilitado con la sociedad. Las razones son múltiples: financiación pública de los partidos, expansión del Estado en ámbitos antes privados, renuncia al debate de ideas, pragmatismo, y sobre todo sistemas electorales que rompen toda relación entre electores y elegidos.

Es la partitocracia, posiblemente la mayor amenaza al sistema democrático que genera desafección de los electores y corrupción entre los elegidos. Para colmo, sus efectos destructores no se limitan a estos dos actores sino que alcanza la totalidad de las instituciones del Estado al terminar siendo dominadas por la obscena rapacidad de la clase política. En el caso que nos ocupa, la partitocracia se traduce en que a los elegidos no les importa quiénes son sus electores porque su carrera no depende de ellos sino de la cúpula partidista. Para colmo, en la mayoría de los casos ni siquiera los candidatos conocen a sus electores. Son los llamados “paracaidistas” que los dirigentes lanzan sobre circunscripciones electorales que solo pisaron como turistas ocasionales. En las campañas electorales aparecen sin pudor estos perversos sistemas pero cuando lo protagonizan los mismos que defienden primarias para seleccionar a los mejores candidatos el cinismo se transforma en ultraje inmoral.

Foto: Carlos Delgado


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Fernando Serra
Las vueltas que da la vida y la lucha contra el franquismo hicieron que diera con mis huesos… en el periodismo. Nunca me gustó relatar sucesos importantes deprisa y corriendo aunque cuando fui corresponsal en el extranjero de un gran periódico venido a menos (el nacionalismo lo destruye todo) me divertí. Decidí luego estudiar en serio Economía, con mayúscula, porque junto al Derecho son las dos mayores armas teóricas para entender la realidad. No sé si fue una buena idea porque esta vez terminé dirigiendo una publicación económica editada por una multinacional que para colmo cotiza en bolsa. Ahí aprendí que el mercado es ético pero durísimo.