Cantaba Dean Martin, con ese algo inigualable que rendía a tantos —mezcla de swing y carisma, de americanismo e italianidad— «You’re nobody till somebody loves you, you’re nobody till somebody cares». No eres nadie hasta que alguien te ama; empezando por ti mismo. Sabemos que la autoestima es importante, porque representa una evaluación básica sobre nuestra valía. Nos consta, igualmente, que necesitamos aceptarnos en nuestras múltiples imperfecciones, y que los demás tienen un papel decisivo en esa conclusión positiva. No obstante, bajo el vago paraguas de la supuesta necesidad de «quererse a uno mismo» se engloban aspectos muy dispares que conviene deslindar.

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De un lado está el autoamor, que no es amor de veras, pues el amor es por definición transitivo. Si esto nos parece una obviedad, pensemos que nuestro siglo ha inventado la sologamia, y reflexionemos sobre las palabras de Nerea Moreno, quien, a los 37 años, tras casarse consigo misma, declaraba exultante a un diario: «Decir delante del espejo que yo me quería no era suficiente. Me di cuenta de que tenía que proclamar que yo estaba aquí, que yo valía y que me quería». De otra parte, la autoestima, que es la evaluación que uno hace de sí mismo. Hay componentes afectivos, pero no es amar al propio yo. Tenemos también la autoeficacia, que es nada menos que la creencia del individuo en su capacidad para producir efectos. Y finalmente existe algo llamado autorrespeto que incluye consideraciones decisivas sobre nuestra rectitud y nuestra dignidad.

Creemos, por lo general, que una vida buena empieza por la autoestima, pero no es cierto. «Tal vez el bien primario más importante sea el del respeto propio», escribe Rawls en su Teoría de la justicia. Cuando actúas para ganar autoestima, en la mayoría de los casos, tu motivación es extrínseca, principalmente porque necesitas premios o al menos reconocimientos; es intrínseca cuando quieres respetarte a ti mismo, porque solo puedes conseguirlo desde la autonomía, legislando sobre tu voluntad, tus deseos y tu conciencia. Poco tienen que ver el amor propio y el pundonor (el orgullo positivo), y las experiencias que los promueven —triunfos y regalos, frente a dificultades y obstáculos— no podrían ser más diferentes. Puedes ganar autoestima en Sálvame de Luxe, pero jamás ganarás autorrespeto; y con eso está dicho todo.

Si fuésemos más valientes incluso celebraríamos nuestros logros, únicos en la historia de la humanidad: un mundo de derechos, igualdad y bienestar sin precedentes que sí, mejora con la crítica constructiva, y sí, como todas las civilizaciones del mundo, tiene un pasado de sangre, sudor y lágrimas

Aunque existan hilos que las unan, hay algo decisivo que las separa: la autoestima tiene que ver con nuestra necesidad de ser amados o aceptados; el autorrespeto está ligado a nuestra conciencia moral. Y el hecho de que la mercadotecnia, el zoco político y el grueso de nuestra cultura se inclinen a la autoestima dice mucho de cómo somos, y de los crecientes problemas que nos aquejan. Nuestra sociedad individualista-expresiva está centrada en la autoestima. En la escuela instruimos en que no hay nada más importante que no sentirse mal. A los niños que no hacen nada no se les puede poner un cero; a los hijos les confeccionamos una infancia y una adolescencia mullida repitiéndoles hasta la saciedad lo mucho que valen. Para cuando llegan a la universidad ya no admiten una valoración que no esté bañada de almíbar; al llegar a las organizaciones, oh sorpresa, cada vez son más los que se quiebran al enfrentarse a la desabrida realidad.

Somos la sociedad en la que el valor del esfuerzo se ha eclipsado porque somos la sociedad de la autoestima. Funciona así: nuestra experiencia del amor nace en la familia, y hoy consideramos —con buen criterio— que condicionar el amor al desempeño es dañino. Puesto que solo el amor cuenta y este no hay que merecerlo, ¿para qué esforzarse? El respeto, en cambio, hay que ganárselo. Contaba el otro día Pilar García de la Granja que alguien le dijo que no entendía su batalla por la educación especial, si esos niños, al asistir a clase con «los nuestros», serían bien tratados, podrían servir para que «los nuestros» se hiciesen mejores personas y a fin de cuentas aprenderían algo sin molestar demasiado. Ese paternalismo instrumental y estomagante es ya un proyecto de ley. La política educativa no puede ser sino el reflejo de un mundo en el que lo que cuenta ya no es hacerse fuerte, capaz y digno de respeto, sino «congeniar».

Esta deriva emotivista tiene su impacto disfuncional en nuestras democracias posmodernas, a las que han vuelto a salirle forúnculos que creímos prácticamente extirpados como el nacionalismo, el populismo y la xenofobia. Cuando no te fías de nadie —cuando la credibilidad de las instituciones, Carmen Calvo dixit, resulta que «nunca ha existido»—, ya no eres un verdadero ciudadano, sino un consumidor de halagos y prebendas. Hace tres años a casi la mitad de una región entera, opulenta, formada y sin demasiados problemas, le dio por quebrar la convivencia por no sentirse querida y por sentir que quería ser un Estado soberano. La singularidad catalana, una revolución histórica por ser la primera histérica, se estudiará durante muchos años como el inicio de una civilidad invertida.

Explicaba Freud hace un siglo que en la persona adulta y sana hay un principio de realidad que contrapesa al del placer, capaz de construir lo valioso (en vez de ceder a explosiones de satisfacción instantánea) ateniéndose a las condiciones del mundo exterior e imponiéndose a las pulsiones cuyo único señor es el yo. Muchas de las revoluciones de ahora, con sus chillones hashtags, sus estatuas derribadas y sus performances genuflexas, son revoluciones pulsionales de la autoestima (y del deshonor). Ni que decir tiene que cuando hay que hacer grandes cambios a veces se rompen algunas cosas. Pero el carácter puerilmente ideológico e históricamente ignorante de estas manifestaciones antioccidentales —para regocijo de chinos, rusos, Estados fallidos y otros adalides de la democracia— indican a las claras que estamos ante enfermedades de nuestro cuerpo social que en modo alguno harán que este mundo sea más justo, sino sencillamente, más antioccidental y consecuentemente menos libre.

En Las normas de la casa de la sidra, la película basada en la novela de John Irving de la que toma su nombre este artículo, el doctor Larch se dirige cada noche a los niños del orfanato que regenta contándoles un cuento. Es un momento de recogimiento que el doctor finaliza con una mirada tierna sobre los pequeños y una cantinela cargada de intenciones: «Buenas noches, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra». Una de las veces que lo hace, tras retirarse y apagar las luces y disponerse los huérfanos a dormir entre risas apagadas y toses, Fuzzy, el más enfermo, pregunta: «¿Por qué el doctor Larch nos dice eso cada noche?». «El doctor Larch nos quiere», le responde Curly; «lo hace porque sabe que nos gusta», apunta otro de los chicos. «¿A ti te gusta?», vuelve a preguntar Fuzzy. «Sí», le responde Curly; «a mí también», remata él.

La autoestima es necesaria; pero la vida consagrada a acumular autoestima es una vida diminuta y ridícula. De autorrespeto, sin embargo, nunca tienes suficiente. Estamos llenando el mundo de huérfanos morales, críticos y culturales, y nadie sabe qué nos espera al final de ese túnel. La vida es honorable cuando es merecedora de respeto; y eso implica, por supuesto, no arrodillarse ante nadie. Hay incontables batallas que merecen pelearse, pero siempre de pie y de frente, y con la intención sincera de que el mundo sea diferente y mejor. En caso contrario, y parafraseando a Churchill, tendremos deshonor, y a la larga tampoco tendremos autoestima.

Aconsejaba Nietzsche tirar de orgullo cuando faltasen las fuerzas. Tenemos ante nosotros una empinada montaña de retos descomunales: sociales, económicos, medioambientales. No hay modo alguno de que salgamos de esta con más bien (con más libertad y equidad) si no nos respetamos. Si fuésemos más valientes incluso celebraríamos nuestros logros, únicos en la historia de la humanidad: un mundo de derechos, igualdad y bienestar sin precedentes que sí, mejora con la crítica constructiva, y sí, como todas las civilizaciones del mundo, tiene un pasado de sangre, sudor y lágrimas. Como no estamos para pedir tanto, neguémonos al menos a que ganen la batalla del odioso relato los que comen de la indignación alimentada por la ignorancia.

En la Antigua Roma, llegado el momento de atenerse al principio de realidad, los jóvenes varones abandonaban la purpúrea toga praetexta y pasaban a vestir la toga libera o virilis, blanca y sobria. También tenían que despojarse de la bulla, el amuleto anudado al cuello mediante el cual los Lares del hogar los protegían mágicamente de los peores males. De este modo tan significativo se adquiría la ciudadanía, es decir, la plena libertad junto a la responsabilidad plena. Ahora que Colón ha sido arrojado al mar por fascista, la policía española se ha vuelto asesina y resulta que Cervantes era un imperialista, necesitamos volver a esa práctica, de un modo u otro, para propiciar una ciudadanía sin bulas y sin pretextos que se respete mucho más y se quiera un poco menos.

Imagen: fotograma de la película The Cider House Rules (Las normas de la casa de la sidra, 1999)


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