A simple vista, podría parecer que Europa atraviesa un ciclo natural de decadencia: el ocaso previsible de una civilización vieja, agotada por su propio éxito. Pero esa explicación es demasiado simple e incompatible con los acontecimientos políticos de las últimas décadas. Lo que estamos viendo no es un proceso natural, sino un colapso administrado, producto de decisiones políticas e intereses particulares envueltos en un gran fraude moral.
Europa no se ha derrumbado por exceso de virtud, sino porque la virtud ha sido manipulada. Se invocó el bien común para justificar políticas desastrosas, se proclamó la salvación del planeta mientras se destruía la industria, se predicó la solidaridad para encubrir la quiebra social. La apariencia fue moral; la intención, vilmente material.
Nada de esto es fruto de la casualidad. No puede serlo. Ni siquiera los políticos eruopeos pueden ser tan estúpidos
La historia no la escriben las fuerzas del determinismo. Son las personas las que deciden hacia dónde dirigir la mirada y avanzar. Durante décadas, los dirigentes europeos han mirado hacia donde convenía a terceros y, claro está, a ellos mismos. Por eso la pregunta, más que retórica, es una apelación moral a la responsabilidad de los dirigentes europeos y a buena parte de la sociedad que ha sido su cómplice: ¿qué habéis hecho con Europa?
La trampa “verde”
Todo comenzó cuando Europa cambió el fuego, que el titán griego Prometeo robó de los dioses para dárselo a la humanidad, por el fanatismo del carbono cero. Antes de echar a andar la transición energética, la Unión Europea representaba alrededor del 7 % de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero; después de décadas de políticas “verdes” y cientos de miles de millones de euros —quién sabe si billones— este porcentaje, ya en origen marginal, apenas se redujo al 6,8 % (datos de 2022).
Esa patética reducción, como digo, costó cientos de miles de millones de euros, la pérdida de millones de empleos y un disparatado aumento estructural del precio de la energía que hoy asfixia a hogares y empresas. En Alemania, el país más industrializado de Europa, la producción manufacturera ha caído alrededor de un 25 % desde 2018, según datos del Bundesbank, a consecuencia de la políticas verdes.
El economista Bjorn Lomborg lo describió con ironía: “Europa podría desaparecer mañana y el cambio climático apenas se inmutaría”. Sin embargo, el Viejo Continente se lanzó a una cruzada ecológica que ha beneficiado precisamente a quienes pasan olímpicamente de ella. Así, mientras Europa se suicidaba energéticamente, China y la India abrían más y más centrales térmicas.
La transición energética rápidamente se transformó en una religión política, un dogma de fe incuestionable, so pena de ser quemado en la hoguera con un cartel prendido del cuello con la leyenda “negacionista”. Se sustituyó el imprescindible progreso industrial por el fanatismo ambiental; el emprendimiento, por la expiación. En nombre del planeta se desmantelaron plantas nucleares, se subvencionaron tecnologías ineficientes y se criminalizó al motor de combustión, columna vertebral de la industria automotriz europea.
El resultado: un continente un par de décimas menos contaminante, pero alarmantemente menos competitivo, menos libre y más dependiente de sus enemigos. Europa no salvó al planeta; lo saturó de “energía verde” fabricada en la contaminante China.
El mito de la inmigración salvadora
La otra gran impostura fue la social. Ante el imparable envejecimiento demográfico, los gobiernos europeos presentaron la inmigración masiva, incluida la irregular, como solución milagrosa: rejuvenecer el continente, suplir la mano de obra faltante, asegurar las pensiones y sostener el Estado de bienestar. Pero la realidad ha sido mucho más compleja y radicalmente opuesta a la promesa.
Los países escandinavos, tradicionalmente abiertos y tolerantes, han sido los primeros en llegar a una conclusión incómoda: la inmigración solo funciona si quien llega asume los principios del país receptor, tiene la cualificación necesaria para integrarse en su economía y convertirse en contribuyente neto.
Finlandia fue el primer país europeo en reconocer (2022) la realidad: que “el saldo fiscal de los inmigrantes no occidentales es negativo”. En Suecia, en esas mismas fechas, el entonces primer ministro Stefan Löfven habló abiertamente de “crisis de integración” y de barrios convertidos en territorio comanche donde la policía no podía aventurarse si no era acompañada por el ejército. Las estadísticas, lejos de desmentirlo, lo confirman: en Estocolmo, Malmö o Copenhague, la criminalidad vinculada a comunidades de inmigrantes supera ampliamente la media nacional. Tres de cada cuatro homicidios son cometidos por inmigrantes y, en los casos de violación donde la víctima no conocía al agresor, más del 80 % de los condenados eran nacidos fuera de Europa.
El problema no es la inmigración en sí, sino su naturaleza y sus incentivos. Europa no atrae a quienes ansían prosperar mediante el esfuerzo, sino a quienes son seducidos por el generoso catálogo de ayudas sociales del Estado de bienestar. Esa combinación, baja cualificación y alto gasto público, ha convertido a la inmigración masiva en un factor de desequilibrio estructural.
El contraste de la inmigración actual con la historia de inmigración en Occidente es bastante elocuente. La inmigración que fortaleció y convirtió Estados Unidos en una nación rica y dinámica o que llevó a miles de españoles a Francia, Alemania y Suiza en los años 50 era una inmigración esencialmente emprendedora: trabajaba para ascender, no para mantenerse. Hoy ocurre lo contrario: muchos inmigrantes se instalan en Europa no para prosperar mediante la propia iniciativa, sino para ser mantenidos.
A este coste estructural que amenaza la sostenibilidad del Estado de bienestar, se suma un fenómeno aún más desestabilizador: el choque cultural. Una parte importante de los flujos migratorios proviene de países musulmanes donde la religión regula la vida social, política y familiar. En cada vez más suburbios, barrios y zonas urbanas de Europa, la autoridad del imán pesa más que la ley civil. El ex primer ministro francés Manuel Valls lo resumió en una frase: “Existen territorios donde la República ya no tiene la última palabra”.
La verdadera amenaza no es económica ni demográfica, es civilizatoria. El problema no es que unos individuos sustituyan gradualmente a otros, sino el progresivo reemplazo de un modelo basado en la libertad, la igualdad y la no discriminación que costó siglos establecer por otro completamente antagónico que nos lleva de regreso al pasado. Así, lo que los políticos vendieron como diversidad se ha convertido en fragmentación; lo que debía revitalizar el Estado de Bienestar y de Derecho lo está socavando. Europa, como territorio de libertad, prosperidad y justicia, no está evolucionando: está disolviéndose.
Merkel, los Verdes y la maquinaría de demolición
En el drama europeo hay nombres propios, y ninguno más simbólico que el de Angela Merkel. Durante sus dieciséis años como Canciller Federal, Alemania —y arrastrada por ella buena parte del continente— abrazó una combinación letal de moralismo verde y cálculo político.
Tras el accidente de Fukushima en 2011, Merkel ordenó cerrar las centrales nucleares alemanas, pese a que ninguna representaba un riesgo real. Una década después, Alemania dependía en más del 55 % del gas ruso y en un 40 % del carbón importado. En nombre de la sostenibilidad impuesta por Merkel y sus socios, la primera potencia de Europa se hizo dependiente del Kremlin.
Merkel no actuó sola. Los partidos verdes, tradicionalmente minoritarios, se convirtieron casi de un día para otro en fuerza de gobierno. Su influencia no se limitó al Parlamento, sino que se propagó como un virus mucho más allá: fundaciones, ONGs y lobbies “ambientales” colonizaron Bruselas y Berlín con presupuestos generosos y fuentes financieras opacas. El think tank francés IDDRI, por ejemplo, uno de los más influyentes en las políticas climáticas europeas, cuenta en su consejo con miembros vinculados al Partido Comunista Chino.
Mientras tanto, sin que nadie se atreviera a levantar la voz, la Energiewende —la “transición energética” alemana— se convertía en el modelo de toda la Unión. El precio de la electricidad industrial se duplicó; el de la vivienda, también. Las empresas comenzaron a votar con los pies: BASF trasladó el grueso de su producción a China, Volkswagen a Estados Unidos, Siemens a Asia. El presidente de la Federación Alemana de la Industria (BDI) lo resumió con un gélido laconismo: “Estamos viviendo una desindustrialización silenciosa”.
Visto con la perspectiva del tiempo, no hay duda de que la alianza entre democristianos y verdes fue el caballo de Troya perfecto. El moralismo ambiental, que tanto juego dio en las campañas electorales, encubrió un desmantelamiento industrial sin precedentes. Y el ecologismo, erigido en principio rector de la política, dejó a Europa sin capacidad de competir y a los pies de sus adversarios globales.
Injerencia exterior, corrupción interior
El desarme interno coincidió de forma sospechosamente sicrónica con un fenómeno externo: la pinza energética y tecnológica. Por un lado, la dependencia de Rusia; por otro, la de China.
Durante años, Moscú abasteció a Europa de gas barato. Nord Stream I y II sellaron la dependencia como una colosal vía intravenosa. Cuando estalló la guerra de Ucrania, esa dependencia se reveló una trampa mortal. De repente, la Europa moralmente superior tuvo que mendigar energía a regímenes que hipócritamente despreciaba en público mientras financiaba en privado.
Al mismo tiempo que Europa se volvía energéticamente dependiente de Rusia, entregaba su futuro industrial y tecnológico a China. En la actualidad, más del 95 % de las tierras raras que necesita la industria europea proceden del gigante asiático; lo mismo ocurre con el magnesio, el litio y los componentes esenciales de los paneles solares y las baterías. La Unión Europea presume de liderazgo verde, pero el corazón de su transición energética late en fábricas chinas alimentadas por carbón, al ritmo del marcapasos del PCCh.
Nada de esto es fruto de la casualidad. No puede serlo. Ni siquiera los políticos eruopeos pueden ser tan estúpidos. Mientras Europa desmantelaba su industria, Pekín invertía miles de millones en energía fósil y exportaba la parte “limpia” de esa ecuación. La política climática europea no ha frenado a China: la ha financiado. Ha convertido al régimen comunista liderado por el megalómano Xi Jinping en un dragón dispuesto a tragarse a Europa y a Occidente de un solo bocado. Tal cual lo denunciaba con sarcasmo Financial Times: “Europa no se está volviendo más verde, solo más dependiente de quien más contamina”.
Durante décadas, los dirigentes europeos nos han estado dando gato por liebre: subordinación material como autonomía moral. No ha hecho falta ninguna invasión o conquista declarada. En comparación con los ingentes recursos que habrían sido necesarios para llevara a cabo una invasión convencional, ha bastado un modesta cantidad de dinero para comprar voluntades y financiar la propaganda de la falsa virtud europea para ganar la “guerra”.
Levántate y anda
Europa no ha llegado a la situación desperada por accidente. La alianza de intereses ideológicos, políticos, burocráticos y financieros ha transformado la retórica de la virtud y la superioridad moral europea en un negocio extremadamente rentable, en beneficio de una selecta minoría y en perjuicio de la inmensa mayoría. Bajo el estandarte de la sostenibilidad y la solidaridad, se ha tejido una monstruosa red de poder que reparte centenares de miles de millones de euros en fondos, negocios, cargos y favores mientras la economía real se desmorona. El resultado es un continente cada vez más envejecido, desindustrializado y fracturado culturalmente, todo mientras sus líderes proclaman una superioridad moral inexistente.
El futuro, sin embargo, no está escrito. Del mañana nada se sabe. La historia, que es muy larga, nos enseña que las sociedades pueden renacer si recuperan la conciencia de sí mismas. Europa todavía tiene los recursos, el conocimiento, la tradición y la memoria necesarios para hacerlo. Solo necesita recuperarse de esta amnesia inducida y recordar lo que fue y lo que aún sigue siendo: un proyecto de libertad, creatividad y responsabilidad, no de dependencia ni de culpa.
“El precio de la libertad es la eterna vigilancia”, advirtió Thomas Jefferson. Europa, que supo proyectar el principio “todos los hombres son iguales ante Dios” en el de la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades, que alumbró el cristianismo, la Ilustración y la libertad moderna, ha dejado de vigilar… y de creer.
Reparar el destrozo y recuperar el tiempo perdido aún es posible, pero exigirá una rebelión contra la impostura ideológica y, sobre todo, contra la corrupción y la compra de voluntades. Lo que está en juego no es solo el porvenir de un continente, sino la dignidad de una civilización que consintió que su virtud, la verdadera, fuera convertida en una mascarada. Europa todavía no está condenada; solo engañada. Y como todo engaño, una vez revelado, puede revertirse.
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