El asesinato de Laura Luelmo ha sido la ocasión propicia para que, a través de esos instrumentos de comunicación que se tienen por interactivos, afloren varios miles de criminólogos de ocasión; la actuación de la Guardia Civil ha sido severamente puesta en tela de juicio por esta clase de profesionales a los que la sociedad ha privado de esclarecer e, incluso, de evitar el horroroso crimen de Huelva.

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La misma sociedad (el sistema, para ser más precisos) que es culpable de que un cobarde macarra y violador haya asesinado a la profesora Luelmo, según ha dicho la psicóloga jefe, máxima autoridad en su campo, ha de ser también, evidentemente, responsable de que tan extraordinarios peritos no hayan podido hacer valer sus saberes en ocasión tan propicia. La consecuencia de todo ello es archi-evidente para analistas tan insignes: que una rutinaria Guardia Civil ha vuelto a hacer el ridículo al tardar más de la cuenta en dar con el cadáver y en detener al culpable, y esa parsimonia de los verdes ha sido, en su opinión, un factor decisivo en el crimen de Huelva.

Las redes sociales han pasado en poco tiempo de ser coautores del éxito de Obama, a serlo de la victoria de Trump, lo mismo, poco más o menos

El clima de participación que han propiciado las nuevas tecnologías ha permitido que nos podamos librar de la creencia infundada en que la Guardia Civil sepa cumplir adecuadamente sus funciones, pues no han sabido resolver con celeridad y eficacia un caso extremadamente fácil, según los entendidos de aluvión. De paso, se nos han hecho saber que no hay contradicción alguna al sostener dos proposiciones de apariencia incompatible: que la cárcel sirva para rehabilitar a un delincuente que reincida y que se pueda detener a un sospechoso cualquiera sin prueba alguna, eso sí, cuando sea evidente que va a ser él quien cometerá el crimen. Es lo que tiene la sabiduría, que no se anda con matices. Gracias a las redes sociales y al ímpetu opinativo del personal puede haber muchas instituciones tradicionales que pasen a mejor vida, arrastradas por la democracia en directo de las redes, y el derecho penal y la investigación criminal tienen bastantes papeletas para convertirse en una de las primeras víctimas.

Es muy llamativo que el impacto, entre supuesto y real de las redes pueda dar para tanto. Las redes sociales han pasado en poco tiempo de ser coautores del éxito de Obama, a serlo de la victoria de Trump, lo mismo, poco más o menos, y ya están a punto de ser consideradas como amenazas de la democracia: no se puede negar que se trata de una carrera portentosa. Haidt ha recordado que cuando una nueva tecnología de la información se impone, ha pasado desde la imprenta, con la televisión y con las redes, su uso altera las relaciones sociales y crea grupos muy propensos al tribalismo que incrementan de forma muy rápida su autopercepción como fuente de referencia, como autoridad, en un mundo que les resultaría insoportablemente caótico e irremediablemente irreformable sin sus dictámenes y sus consignas. Esto se puede decir de una manera más castiza: lo que ocurre es que la ignorancia se hace cada vez más atrevida, porque los conjurados se permiten explicar con rapidez, y sin ningún discrepante, cualquier asunto lo suficientemente oscuro. De nuevo en castizo, vivimos en un mundo en el que ya no queda un tonto sin lápiz.

Las tribus urbanas, que lo mismo corrigen a los criminólogos de la guardia civil que condenan a un policía urbano de Barcelona por defenderse de un perro agresivo, se pueden organizar ahora mejor que nunca, pero sus redes son lo contrario de ventanas abiertas, porque tienden a funcionar como conductos de inhalación en un ambiente tóxico, perfectamente cerrado al mundo exterior.

Esa tribalización es uno de los fenómenos más curiosos en los que han venido a parar las sociedades de masas en momentos de crisis muy de fondo

La lógica grupal de esas manadas se funda en varios principios bastante elementales que actúan como elemento integrador, incluso en el caso de que impliquen contradicciones de cierta importancia, porque el cemento que los une es la voluntad de supervivencia, una ceñuda defensa de sus derechos frente al resto del universo, un insolente desprecio de cualesquiera reglas que puedan implicar su condena. Esa tribalización es uno de los fenómenos más curiosos en los que han venido a parar las sociedades de masas en momentos de crisis muy de fondo, sin horizonte ni esperanza, en los que abundan las gentes sin la menor capacidad de sacrificio o de servicio a fines distintos a sus pulsiones. Es una especie de vertebración urgente de gente muy joven en una sociedad muy descompuesta, líquida, anómica y desairada.

Muchos de estos jóvenes han sido educados en la idea de que su deseo es ley, porque es su derecho, no puede haber ninguna norma capaz de oponerse a sus designios. Pongamos el ejemplo de los grafiteros, que forman tribus organizadas de manera cuasi militar para perpetrar sus performances contra los trenes al servicio del público sufriente. Su objetivo no puede ser más noble, les mueve su pasión por el arte, su derecho a dejar constancia de la expresión de sus imágenes de la realidad, una actividad básica que, a su entender, no puede ser reprimida por nadie en su sano juicio. Arte, deseo, libertad de expresión, ¿hay quién dé más? Frente a ese impulso vital ¿qué puede significar ni la propiedad privada, un egoísmo armado, o el interés público, un disfraz de la peor dominación? Si sobre esa base pulsional se escriben algunos renglones de sociología crítica de la burguesía lela, ya tenemos el cocktail perfecto.

Claro es que no todo el mundo ha de desear pintar en los trenes, o en los escaparates de postín, pero esa misma voluntad de poder se expresa con nitidez en las críticas a los jueces que no sentencian conforme al sentir de las metafóricamente agredidas, o al denostar a los guardias que no han sabido resolver el caso a gusto de cualquier justiciero que se oculte tras una pantalla.

No hay asunto en el que estos sujetos que no se sujetan a nada no puedan expresar sus pareceres con toda rotundidad, sea la exhumación de Franco, la política del Banco Central Europeo, la tasa Google, el cambio climático o la salud mental de Trump, al que detestan cuanto imitan. Da igual: para casi todo tienen una respuesta elemental, directa y, generalmente inadecuada, pero no están en condiciones de entenderlo porque sus lecturas no dan para tanto, bastante han conseguido al haberse criado sin traumas ni suspensos, para que ahora venga nadie a molestarles con obligaciones, argumentos o supuestos deseos y derechos de otros, esos zombis que no pertenecen a su mundo.

Nunca había existido una tecnología tan al servicio de los maníacos, ni siquiera cuando se inventó el nazismo

Las redes no tienen la culpa de lo que puedan hacer quienes por ellas se enredan y enredan, son meros canales, pero se pueden convertir en conductos viciados, en pozos negros, sin ventilación alguna, en las conchas perfectas para que aniden y se reproduzcan los solipsistas tribales, cegados por la luz interior que impide su salida de la caverna, presos de causas que comparten en soledad y devoción. Así se convierten en celdas de aislamiento, en lugares que solo registran el eco de la manía propia, absolutamente autoreferenciales. Nunca había existido una tecnología tan al servicio de los maníacos, ni siquiera cuando se inventó el nazismo, los Volkssturm no pudieron disponer, por fortuna, de semejante instrumento de adoctrinamiento, control y activismo.

Naturalmente que nada de eso depende en exclusiva de la tecnología, ni siquiera de las redes, es únicamente el uso que hacen de ellas esos grupos de voluntarios aislados del mundo caótico y oscuro y dispuestos a actuar, a hacerse oír, a concentrarse y meter miedo, a imponer cuanto puedan los intereses de su falange.

Un exceso de insistencia en los mismos prejuicios y puntos de vista embota cualquier capacidad crítica, y siempre acaba por manifestarse algún signo externo de pertenencia al grupo de identidad y excelencia, lo que une en sublime comunión a los del lazo amarillo, por ejemplo, un signo que sirve para reconocer a miembros de la mara que habitan en lugares extraños, para evitar cualquier sensación de fracaso y reforzar la mística del empeño.

Se ha dicho muchas veces que vivimos en una sociedad escéptica, pero no hay ningún peligro de relativismo en esos nichos, el riesgo está en el fanatismo, en el odio que se practica contra el que no pertenece a la cofradía, en la creación de una imagen antagónica de la propia excelencia a la que se puede llamar facha, rojo, machista, contaminador, homófobo, o neoliberal, lo que convenga al caso.

En las imágenes de utopías perversas, y en las escenas de los campos de concentración, siempre aparece un altavoz que repite incesante sus consignas, ese altavoz que ahora repica a todas horas en el silencio de la intimidad invadida por las voces del mando, de los compañeros de partido, de los forofos, de cualquier especie de adictos.

Es como si viviésemos de continuo en un día de los inocentes en el que todo sean bromas

No es que semejante ejercicio pueda privar al hombre libre de su juicio, pero es el instrumento ideal para mantener a los sumisos en el estado de conformidad que conviene minutos antes del combate con el enemigo malo. El hecho de que se multipliquen por millones los mensajes no garantiza por sí mismo que las verdades que importan puedan abrirse paso, más bien contribuye a que la ley de Gresham se pueda validar en un nuevo campo, que los infinitos disfraces de la más humilde verdad acaben por expulsarla absolutamente del mercado.

Es como si viviésemos de continuo en un día de los inocentes en el que todo sean bromas, a nadie se le ocultará que ese es un clima adecuado para que florezcan los políticos habilidosos, esos grandes hermanos empeñados en hacernos creer que podemos descansar tranquilos porque están ahí para pensar por nosotros. Como dijo Orwell, mientras se pueda decir que dos y dos son cuatro habrá esperanza, pero en muchas de esas comunidades tribales se desprecia a la aritmética porque es aburrida, insulsa y autoritaria, y, si eso es así, que no decir de la geometría algebraica, de todo lo que hace falta para entender algunas cosas ligeramente más complicadas que repetir consignas.

Foto: Aarón Blanco Tejedor


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web