Nuestros políticos. No pueden resolver los evidentes problemas de integración que nacen de los movimientos migratorios, son incapaces para acometer las necesarias reformas en el sistema político europeo y español, no pueden evitar que a poco que demos una patada en el erial corporativista patrio salgan casos de corrupción como si de arena se tratase, la crisis del sistema de pensiones es asunto de otros y el empobrecimiento paulatino del sistema educativo español ha sido abandonado en manos de indoctrinadores en lugar de educadores. La pobreza energética ha dejado de ser un concepto para convertirse en cruda realidad de muchos hogares, seguimos huérfanos de un tejido empresarial amplio y competitivo, la investigación básica en nuestras universidades es eso: básica, y no logran detener la fuga de los excelentes, …

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Pero si de los problemas del futuro se trata, ahí están nuestros políticos con sus ideas, leyes y discursos. Que si las bicicletas del futuro, las energías del futuro, las redes sociales del futuro, la temperatura global del futuro, … los políticos se pasan el día trazando las líneas entre las que debe discurrir nuestro mañana, entre las que deberán moverse los que lleguen mañana a resolver los problemas de mañana. El futuro perfectamente encasillado entre hormigonados quitamiedos en forma de leyes, tratados, propuestas y brindis al sol de todos los unicornios.

Cuanto más inmensas y más alejadas en el futuro las tareas propuestas por los políticos, más se alejan del debate necesario y sereno sobre los problemas reales de hoy

La esencia del gobierno de nuestros días es su esfuerzo por mostrar a aquellos que todavía no han nacido que se ha pensado en ellos. Quienes somos padres sabemos perfectamente que los hijos en algún momento, inevitablemente, seguirán su propio camino y cometerán sus propios errores, sin importar cuan detallado y extenso hubiera sido nuestro esfuerzo por modelar la voluntad de nuestros vástagos. Nuestros próceres, sin embargo, diseñan un futuro “mejor” a sabiendas que no podrán controlarlo. O tal vez no lo sepan, y crean realmente que pueden hacerlo. Esto sería peor.

Se pasan el día lanzando bombas de humo de la marca “ACME” (Accionismo Coordinado Mundial Efectista) para impedir la vista sobre los problemas que tenemos delante de la puerta de casa. Cuanto más inmensas y más alejadas en el futuro las tareas propuestas por los políticos, más se alejan del debate necesario y sereno sobre los problemas reales de hoy. Tareas de futuro que evaden el debate social, puestas en manos exclusivas de la clase política y que nos dejan en el papel de meros espectadores anuentes, víctimas de nuestro hoy, pero ilusionados en que mañana todo será mejor… gracias a los políticos.

Nosotros seguimos con expectación los malabarismos de nuestros “próceres”, animados por tanto color y algarabío, curiosos y con deseos de comprar. Comprar promesas de un mañana mejor; comprar seguridad, educación, sanidad, carreteras, justicia climática y algo de certidumbre en un mundo siempre incierto y proceloso. Ingenuos.

Ellos, por otro lado, apenas tienen otra cosa en la cabeza que no sea poder. Poder para regular la vida de todos. ¿Qué significa exactamente regular? Estamos hablando de la intervención gubernamental directa en los procesos de la economía; es decir, en cualquier proceso en el que intervengan voluntariamente dos o más personas, para alcanzar objetivos políticos o para corregir los famosos “fallos del mercado”. En otras palabras: la regulación estatal pretende generar de la acción económica, es decir, de la acción humana, resultados políticos concretos, diferentes de aquellos que surgirían si se aplicasen sólo las reglas interacción voluntaria que rigen los mercados libres, es decir, los acuerdos libres entre personas.

Los llamados fallos del mercado siempre se producen cuando las personas no actúan tal y como preveían los modelos utópicos de un “mercado perfectamente diseñado”

Los llamados fallos del mercado siempre se producen cuando las personas no actúan tal y como preveían los modelos utópicos de un “mercado perfectamente diseñado”, algo que ocurre siempre porque nadie sabe nunca prácticamente nada de cómo van a actuar las personas mañana.  Los políticos, y los economistas que les asesoran, sin embargo, hacen como que ellos sí lo saben, diseñan un “mercado” y cuando este falla, se lo achacan a “los mercados”. Una herramienta esta maravillosa, pues les permite diseñar, vía regulación estatal, un nuevo “mercado perfecto, justo, equitativo, igualitario, solidario, ecológico y sostenible” y ellos, tampoco su diseño, serán jamás culpables de nada.

Y nosotros vamos, nos lo creemos, ¡y les votamos!

¿Cómo pueden los defensores de la regulación estatal afirmar que la regulación es necesaria con el fin de suprimir los efectos negativos del egoísmo de los hombres libres, ignorando al mismo tiempo que los políticos y los burócratas son humanos y, por tanto, también expuestos a las mismas debilidades que cualquiera de nosotros?

La fe en las buenas intenciones de las autoridades (reyes, nobles y burócratas nos ha regalado la historia a miles) es muy vieja y demasiado humana: nos da la ilusión de seguridad y nos libera de las decisiones difíciles. Se nos inculcó en la escuela, en la universidad, en los medios. Sin embargo, un sobrio análisis de los procesos políticos reales sólo conduce a la conclusión de que los políticos no son mejores personas que los demás: ellos también piensan primero en sus propios intereses, no viven libres de su narcisismo, o su prepotencia o, simplemente, su maldad. Y sin embargo les regalamos un marco de acción valiosísimo: son quienes pueden escribir la ley, tienen poder para disponer de nuestros medios y con frecuencia, por aforados, actúan incluso por encima de la ley, o fuera de ella.

La democracia debería ser una forma incómoda de Estado. Incómoda para los ciudadanos, obligados a informarse y participar activamente en la vida socio-política de su Estado si quieren coparticipar de forma responsable en la toma de decisiones. Ello supone una gran inversión de tiempo y un profundo sentido de la responsabilidad. Pero más incómoda debería ser para los gobernantes. El ciudadano vota a sus representantes, puede retirarles su confianza, incluso en algunos casos podría decidir directamente sobre las leyes.

Es necesario convertir al pueblo en una masa voluntariosa de siervos, con todos los derechos sobre el papel, pero incapaces de reclamarlos como suyos

No necesito decirles que eso no es así. Ni parecido. Consultar al ciudadano entorpece frecuentemente la acción de los gobernantes y resta flexibilidad a la acción de gobierno. Es preferible gobernar súbditos sumisos y temerosos que ciudadanos conscientes de su responsabilidad. Por ello es necesario convertir al pueblo en una masa voluntariosa de siervos, con todos los derechos sobre el papel, pero incapaces de reclamarlos como suyos. La receta de este “Soma” posmoderno es sencilla:

Se debe mantener un cierto nivel de incertidumbre: las leyes cambian con los ganadores en cada legislatura, los principios constitucionales se acotan con reglamentos liberticidas, la libertad para educar ciudadanos libres se limita con adoctrinamiento, se prolongan los períodos legislativos y no se pregunta nunca al ciudadano, cada vez más ocupado con sus miedos, más acostumbrado a elegir unas siglas que un quién, una idea fútil que un programa que jamás lee. Cada cuatro años.

El proceso político ha degenerado en el mercadeo de votos a cambio de ventajas materiales y privilegios garantizados por el Estado. Las partes interesadas, como las asociaciones de empresarios, los sindicatos o cualquiera de los grupos de “víctimas” de nueva creación, desean nuevas regulaciones que garanticen la exclusión del mercado de sus directos competidores (a través de costos artificialmente altos, leyes de todo tipo, o prohibiciones abiertas o encubiertas) o les garanticen algún tipo de resarcimiento por su condición de “desigual”, sea esta real o inventada.

Los políticos atienden estos deseos con gusto, a cambio de votos, de presencia en medios, de donativos sinceros o encubiertos. El final lógico de estos procesos es la aparición de una economía mercantilista e hiperregulada, en la que medra la corrupción al tiempo que disminuyen las posibilidades reales de cada individuo de mejorar y crecer y desarrollarse. Una sociedad fragmentada en la que nadie quiere quedarse fuera de alguno de los grupos de “beneficiarios-víctimas” y en la que ya no basta con estar satisfecho con lo que uno mismo ha logrado conseguir mediante su esfuerzo, es necesario que nadie pueda conseguir más que uno. Aunque sea con más esfuerzo, más mérito, más merecimiento.

Foto: Kaleb Nimz

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