La reciente irrupción de VOX en el escenario político español ha dado lugar a múltiples comentarios. Como todos estamos al tanto, omito más consideraciones sobre el particular. Tan solo dos apuntes esquemáticos: la izquierda –sobre todo la izquierda oficial, la que toca poder- o no se entera o no sabe reaccionar, lo cual augura un seguro crecimiento y un halagüeño porvenir al partido de Santiago Abascal. En el centro y la derecha la nueva situación ha generado una patente incomodidad por tener que pactar de alguna manera con la “extrema derecha”, eso que en la calle se denominan coloquialmente los fachas.

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Parodiando el célebre “¿pero hubo alguna vez once mil vírgenes?”, muchos se han preguntado “¿pero hay cuatrocientos mil fachas solo en Andalucía?” ¡Precisamente en Andalucía, el semillero de la izquierda desde hace cuatro décadas! Como la respuesta obviamente es que no, hay que explicar las causas de este terremoto electoral atendiendo a otros elementos. En mi opinión son tres básicamente: el voto antisistema, la crisis catalana y el narcisismo de la izquierda. Cada uno de ellos se ramifica en múltiples variables y a su vez todos se interrelacionan y alimentan entre sí.

La izquierda ha abandonado el sujeto revolucionario por excelencia, la clase obrera, y se ha sometido A una corrección política asfixiante

De los dos primeros no quiero ahora decir nada, pues les supongo saturados de análisis más o menos concienzudos. Del último sí quiero apuntar algo. Entiendo por narcisismo de la izquierda la propensión a mirarse en el espejo y mostrarse encantada de ella misma –de su superioridad moral y política- que ha desarrollado la progresía española (aunque no solo ella, ni mucho menos: esto es también un fenómeno global). Ello ha supuesto tres consecuencias: el abandono del sujeto revolucionario por excelencia –la clase obrera-, el sometimiento a una corrección política asfixiante y la hipervaloración identitaria de nuevos colectivos socioculturales (feministas, LGTB y otras minorías).

También en este caso esas consecuencias se vinculan entre sí de modo complejo. Por citar tan solo un rasgo, mientras más se escora la izquierda hacia una política económica liberal –lo que llamaríamos convencionalmente de derechas- más necesidad tiene de acentuar su diferenciación cultural con respecto a los valores reputados de conservadores. Y, reconozcámoslo sin ambages, en esta reinvención cultural, que en el fondo resulta ser también una cuestión de legitimidad política, la izquierda lo ha hecho muy bien y ha tenido un éxito que es inversamente proporcional al reconocimiento que en este ámbito ha cosechado la derecha.

Para empezar por lo más elemental, la cuestión de denominaciones y conceptos arroja ya de por sí un balance esclarecedor. Mientras que la izquierda alardea de su condición, la derecha se esconde vergonzante y le cuesta reconocerse como tal. A lo sumo, se presenta como centro-derecha, no vaya a ser que solo como derecha pueda ser calificada de extrema, anatema máximo (¡cuidado con la extrema derecha!) que tampoco tiene correspondencia al otro lado, pues la izquierda radical o extrema goza en muchos ambientes (universitarios y culturales en general) de un prestigio indiscutible.

Hitler es el epítome del mal y la esvástica la firma del diablo, mientras que muchos ondean orgullosos la efigie de Stalin o la hoz y el martillo

Se habla con naturalidad y está ampliamente aceptado, incluso por políticos moderados, de un “cordón sanitario” para contener a la extrema derecha, sin que se utilice tal vara de medir para otras actitudes extremistas, populistas, xenófobas y nacionalistas. Nada extraño si tenemos en cuenta que Hitler es el epítome del mal y la esvástica la firma del diablo, mientras que muchos ondean orgullosos la efigie de Stalin o la hoz y el martillo. Estos son los progresistas sedicentes, orgullosos de sus símbolos y proclamas, en contraste con los conservadores timoratos que se hacen perdonar como liberal-conservadores.

Lo curioso del caso es que en el cambio de milenio la izquierda parecía tenerlo mucho más crudo que la derecha a la hora de diseñar un nuevo horizonte político-cultural. Nuestra cosmovisión a comienzos del siglo XXI es directamente heredera de las cuatro grandes convulsiones de las postrimerías del XX. Dos de ellas han afectado por igual a todas las ideologías, la globalización y la revolución informática. Las otras dos han repercutido en la derecha y la izquierda de modo inverso: mientras que la primera se reinventa a sí misma con la revolución conservadora (Reagan, Thatcher, Wojtyla), la segunda sufre en 1989-91 el desplome de lo que de una u otra forma constituía el modelo alternativo al capitalismo.

Parecía pues que el fin de la historia arrojaba un resultado inequívoco a favor de un bando. Lejos de ser así, la derecha clásica y el pensamiento conservador sufren hoy una parálisis que ha sido capitalizada por una nueva derecha populista, montaraz, antisistema o, por lo menos, al margen del establishment (Trump, Bolsonaro). Mientras tanto, la izquierda, despojada de sus referentes clásicos en el sentido de la transformación socialista de la sociedad, ha encontrado nuevas causas y nuevos sujetos revolucionarios en los colectivos supuestamente marginados por razones de género, etnia, cultura o inclinaciones sexuales. Pero al hacerlo, ha abandonado a su electorado tradicional y a la clase media-baja pauperizada por la crisis.

Precisamente esa crisis del Estado de bienestar está descomponiendo el juego político establecido en todas partes. En España, la marejada populista y asamblearia del 15-M encontró un eslogan aglutinador y eficaz frente a la política tradicional y sus representantes: “¡Que no nos representan, que no!” Hoy pocos discuten, porque es una evidencia, que los partidos herederos de ese movimiento (Podemos y adláteres) forman parte ya de la casta que tanto denostaban. Lo paradójico es que al otro lado del espectro político otros sectores tampoco se sienten ahora representados por un sistema político ineficiente, dilapidador y corrupto. Como no se reconocen en él, están dispuestos a votar a cualquier outsider con promesas radicales. De ahí la cacareada transversalidad de VOX.

Por razones tácticas u oportunistas, toda la izquierda ha hecho suya una política suicida que socava los cimientos mismos de la nación

Se ha dicho con asombrosa miopía que la especificidad española en este contexto era que no existía esta poderosa corriente populista teñida de xenofobia, radicalidad, proteccionismo y nacionalismo. ¡Por supuesto que la había! Lo que pasaba era que el gravísimo problema territorial y el desafío del independentismo catalán distorsionaban el panorama. En todo caso, la originalidad española –compartida con algunos países europeos como Bélgica- era esa crisis nacional. El populismo antisistema era hasta ahora el secesionista (catalán y vasco). Con el agravante de que por razones tácticas u oportunistas, toda la izquierda ha hecho suya una política suicida que socava los cimientos mismos de la nación.

Creo que vivimos tiempos muy complicados para el mantenimiento del Estado del bienestar, para el funcionamiento democrático (tal y como lo hemos concebido hasta ahora) y para el sistema representativo en su conjunto. No quiero ser catastrofista, no auguro un porvenir apocalíptico, simplemente porque tan absurdo me parece esto como su contrario, aparentar que estamos en un bache y dentro de poco todo volverá a ser como antes. En realidad, nadie sabe por dónde van a ir los tiros. El futuro ya no es lo que era…

Pero de lo que sí estoy seguro es que, en estos momentos de crisis, los llamamientos a establecer cordones sanitarios contra las alternativas que no nos gustan, están abocados, no ya solo al fracaso, sino al robustecimiento de dichas opciones. De esto no se quieren enterar ni la izquierda ni la derecha, empeñadas en poner paños calientes para preservar el statu quo. En todas partes la gente está harta de los profesionales de la política, a los que se percibe –con más o menos razones- como minoría privilegiada y corrupta. Todo lo que maniobre esta para expulsar de su seno a los supuestos indeseables, se volverá en su contra. Y hará más difícil la solución a este embrollo en el que estamos todos metidos.

Foto: Contando Estrelas


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).