Trataré de que la pregunta no sea del todo absurda, pues es obvio que las universidades sirven de mucho a muchos, hasta los Bancos se interesan por ellas, de forma que, sin olvidar ese tipo de utilidades, lo que interesa plantear es si nuestras universidades están a la altura de lo que España necesitaría en ese terreno. Para empezar, tenemos más universidades que nunca, en Madrid, por ejemplo, hay más facultades de Medicina y más profesores de Filosofía que en todo el Reino Unido, no me negarán que eso es importante.

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Ahora bien, si abordamos el tema desde otro punto de vista, que no parece pueda ser olvidado, el panorama no resulta tan estimulante. Para situar el asunto, comenzaré con una anécdota que cuenta Richard Feynman. El joven y reciente premio Nobel de Física fue requerido por el gobierno de Brasil en para que explicase las razones de que, estando el gobierno tan interesado en su universidad, y habiendo tantos físicos, ningún brasileño hubiera obtenido un reconocimiento internacional relevante, algo muy humillante para el señor presidente.

Feynman, que era un caso, puso una serie de curiosas condiciones para hacer su estudio, en particular que nadie supiese que él tenía ese encargo. Finalmente, tras una serie de divertidas peripecias, se entrevistó con las autoridades para decirles que ni uno solo de los físicos brasileños sabía de que estaba hablando. Naturalmente, fue expulsado de inmediato del Brasil, que, por cierto, sigue sin tener ningún Premio Nobel de Física, más o menos como España. No pretendo insinuar, ni de lejos, que ninguno de mis compañeros de universidad sepa de lo que está hablando, pero si afirmo con claridad que, hoy por hoy, las universidades no parecen saber que es lo que habría que hacer para salir del marasmo de mediocridad científica e intelectual en el que se encuentran sumidas.

¿Sirven para algo las universidades españolas?

De la escasa docena de titulaciones de ingeniería que había en España hace unas décadas, ahora estamos en las unidades de mil para contar los grados ingenieriles

Nuestras universidades sirven muy bien para administrar títulos que habiliten a sus poseedores para obtener una colocación, y, en ese terreno, no dejan de crecer y multiplicarse, hasta el punto que, por ejemplo, de la escasa docena de titulaciones de ingeniería que había en España hace unas décadas, estemos ahora en las unidades de mil para contar los grados ingenieriles que se imparten por doquier en nuestras ubicuas universidades. Por desgracia, los títulos, especialmente algunos, han dejado de tener la capacidad de promoción social y económica que poseían hasta hace no mucho, y eso es porque las políticas de igualdad son especialmente eficaces entre nosotros, de modo que se considera normal que un empleado de Banca, con todo el respeto del mundo, tenga un salario superior al de un profesor de cirugía con plaza propia, no digamos nada al de uno de esos meritísimos proletarios que enseñan lo que haga falta a quien se ponga por unos cientos de euros al mes. Muchos de nuestros graduados contemplan con dolor la escasa valía y la poca utilidad del tiempo empleado en obtener el título.

Otra consecuencia relevante del régimen universitario es que las universidades resultan ser iguales por decreto, de manera que los alumnos escogen con frecuencia la que les cae más cerca, y en esa clase de acercamientos se empeñan muchas universidades que no dejan de abrir sucursales por doquier. Con este panorama, es extremadamente improbable que ninguna de nuestras Universidades pueda asomar la cabeza en el mercado mundial del conocimiento, que es el verdadero negocio de las universidades en el mundo entero. En consecuencia, las universidades española no atraen ni a profesores ni a alumnos extranjeros, acaban por ser puramente locales, es decir que un profesor ha podido perfectamente llegar a serlo sin haber salido nunca de su provincia, de la primaria a la cátedra sin traspasar ni las fronteras locales.

El modelo, que tendrá sus ventajas, según quienes lo siguen aplicando, no destaca precisamente por promover ni la competencia ni la excelencia

El modelo, que tendrá sus ventajas, según quienes lo siguen aplicando, no destaca precisamente por promover ni la competencia ni la excelencia, y seguramente tiene mucho que ver con el desgraciado hecho de que nuestro último Premio Nobel en ciencias ha sido también el primero, don Santiago Ramón y Cajal en la lejanísima fecha de 1906. La guerra civil y el franquismo no hicieron mucho por mejorar una historia universitaria escasamente ejemplar, pero, por desgracia, la democracia del 78 tampoco ha sido especialmente exitosa.

¿Sirven para algo las universidades españolas?

¿Cuáles son las causas de este desgraciado fracaso? Para empezar, la sociedad española no otorga ningún aprecio especial al conocimiento, es decir no le otorga valor, no lo busca, ni lo distingue o lo premia. El conocimiento se reduce aquí al valor de los papeles timbrados, es una patente pública. En manos de nuestro Estado, todo es cosa de planes, de grados, de legislación, de normas, de burocracia y, por desgracia, cuando se intentó que las universidades fuesen autónomas, no se ha sabido aprovechar esa oportunidad sino para redoblar las burocracias en el seno mismo de las universidades, hasta el punto que los profesores pueden pasarse buena parte de su tiempo rellenando formularios, expedientes e informes que, naturalmente, no sirven para otra cosa que para afianzar el poder de los que mandan.

Tenemos muchas universidades, pero ninguna resulta suficientemente atractiva para que vengan alumnos de países de nuestro entorno, por algo será. La monotonía es la regla, no hay el menor atisbo de diferenciación y de competencia, tal vez porque para que haya buenas universidades debe haber también universidades peores, y aquí nadie quiere esa clase de distinciones. Todo esto no es solo consecuencia de un bajo nivel cultural, sino que se refleja en él y lo empeora, como se nota, por ejemplo, en el pésimo nivel de lectura reinante. Ahora mismo, los estudiantes están convencidos de que hacen lo necesario con ir a clase y tomar apuntes y estiman que leer un libro (no digamos comprarlo) es algo que atenta a algún derecho fundamental. Muchas bibliotecas están vacías de lectores, y es posible encontrarse con que la sala de lectura se haya utilizado para que ensaye la tuna, supongo que para que sirva de algo.

Algunos de los mismos profesores condenados a vegetar en facultades mediocres hasta el llanto sacan adelante institutos de negocios a los que sí viene gente de todas partes

Naturalmente, en un panorama tan amplio hay de todo, muchas excepciones, pero la tendencia general invita fuertemente a una nulidad complaciente dada la ausencia total de estímulos y el valor que se concede a las nimiedades más espantosas. Es importante entender que estamos ante deficiencias estructurales, no ante carencias personales, aunque también las haya; de hecho, algunos de los mismos profesores condenados a vegetar en facultades mediocres hasta el llanto sacan adelante institutos de negocios a los que sí viene gente de todas partes porque están a la altura de los mejores del mundo. Es el sistema universitario el que está rematadamente mal, pero el conjunto de intereses creados es muy amplio, y mientras unos tratan de disimular las taras, otros se dedican a la loa y a seguir en el machito, porque hay burócratas que consiguen en la universidad el nirvana, no hacer nada a cambio de sueldo fijo. Desgraciadamente la llegada de las universidades privadas no ha sido ningún revulsivo, vegetan como las públicas, otorgan cada vez más títulos y con frecuencia consiguen ser todavía peores que las públicas.

¿Sirven para algo las universidades españolas?

Hay que cambiarlo todo, desde la forma de gobierno, hasta su financiación, y, por supuesto, la contratación de profesores. Las universidades españolas apenas consiguen otros fondos que los presupuestarios, mientras que en el mundo entero las universidades viven en buena medida de prestar servicios eficaces a las instituciones, empresas y otros institutos de investigación, pero eso está reñido con el aparato supuestamente montado para promover, vitalizar y controlar todo esto, medio ministerio y más de media consejería autonómica dedicados a que nada se desmadre y que todo siga bajo ese espantoso e ineficiente esquema. En las mejores universidades del mundo, el gobierno y la administración está en manos de profesionales que se dedican a promover el éxito académico, sin fijarse en esas cosas que aquí son sagradas, el cargo, la antigüedad, las buenas relaciones con los poderes fácticos, los burócratas ministeriales y los sindicatos, esos genios escasamente reconocidos que se ocupan de que nadie asome la cabeza por encima de la media, la igualdad ante todo. En las universidades de verdad, los profesores se dedican a investigar y a enseñar, no hace falta que se justifiquen dando muchas horas de clase, entre otras cosas porque los alumnos saben que por cada hora de clase se necesitan unas cuantas de estudio, pero aquí profesores brillantes y valiosos te confiesan que no pueden entender a qué se dedican algunos alumnos que no muestran el menor interés por las materias, que no se esfuerzan en nada y que jamás preguntan nada a nadie.

La universidad hereda una tradición autoritaria y estúpida por la cual los alumnos nunca deben hablar y no deben decir nada

La universidad hereda una tradición autoritaria y estúpida por la cual los alumnos nunca deben hablar y no deben decir nada, así se llega a los brillantes oradores que nos asombran en los parlamentos y a que se pueda hacer una pregunta absolutamente básica a muchos graduados sin que sepan articular palabra acerca del asunto. De escribir, ni hablamos.

La universidad necesita una autocrítica feroz, y esa carencia puede que sea el primer gran defecto colectivo del sector. Hemos dejado que el crecimiento nos haga olvidarnos de la calidad, porque resulta difícil no ver que los defectos que señalaron, hace ya un siglo, muchos personajes de primer nivel, como Ramón y Cajal u Ortega por citar dos universitarios señeros, siguen entre nosotros, y, en ocasiones, incluso agravados. Que España no cuente con ninguna universidad entre las primeras del mundo, se ordenen como se haga, habla sobradamente del grave déficit de calidad de nuestras instituciones docentes. En estas materias estamos como si nuestro sistema sanitario pudiese administrar primeros auxilios con gran eficacia, pero no fuese capaz de realizar operaciones quirúrgicas de cierta complejidad. No es el caso, como es obvio, pero en educación, eso es exactamente lo que sucede: estamos muy por debajo del nivel que sería exigible a la España del siglo XXI que se puede comparar, en otras muchas cosas y sin gran demérito, con las naciones más avanzadas. En la universidad no estamos, obviamente, a la altura de las exigencias.

No basta con advertir que lo pagaremos caro, porque ya lo estamos haciendo

La sociedad española parece conformarse con usar y adaptar los procesos tecnológicos y los avances de todo tipo que se producen fuera, pero, si de nosotros dependiese, el mundo entero viviría con unas cuantas décadas de retraso. No me parece serio pensar que esto se deba a ninguna especial incapacidad de los españoles, que dan muestras suficientes de idoneidad en muchísimos ámbitos del conocimiento y alcanzan prestigiosas posiciones académicas en muy diversos países, pero que, en cuanto se reinstalan en España, perecen, víctimas del clima rutinario, endogámico y conformista que rige en la gestión de los asuntos académicos y científicos en la España contemporánea. No basta con advertir que lo pagaremos caro, porque ya lo estamos haciendo, pero la miopía política se alía con la autocomplacencia para que apenas se hable públicamente de estos asuntos.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web