Howard G. Cunningham es un programador americano que creó el primer wiki, esas plataformas de Internet donde quien tiene algo que contar pasa, si quiere, a ser colaborador desinteresado. Este autor enunció la ley que lleva su nombre y que dice así: “La mejor manera de obtener una respuesta correcta en Internet no es preguntar, sino que es ofrecer la respuesta equivocada”.

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Cunningham destaca con este aserto la predisposición de los usuarios de la Red para poner en evidencia a los demás. Resulta más estimulante amplificar el error de otro que resolver una duda sin mayor aspiración. Esta actitud resulta perversa, pues no se limita a mostrar una superioridad intelectual, sino que además aparta al ignorante, lo rechaza para dejar claro que nada tenemos que ver con él.

Aunque no hay un acuerdo al respecto, se calcula que hace casi dos millones de años que el ser humano comenzó a hablar. Al lenguaje oral ordenado le precedieron los gestos y los sonidos guturales que en forma de gruñidos trataban de designar lo que le rodeaba. Disponer de una comunicación verbal eficaz con un código compartido supuso un importante impulso a la evolución que había comenzado tiempo atrás. En ese momento, los miembros de las sociedades primitivas se dividieron en dos grupos, los que tenían preguntas y los que tenían las respuestas.

La aparición de la escritura en el neolítico restó valor al individuo sabio, pues el registro impreso del conocimiento aglutinaba las respuestas que ansiaba la mente inquieta. Desde las tablillas de arcilla sumerias hasta la actual digitalización del saber han transcurrido 8.000 años, que en términos evolutivos no llega ni a la categoría de anécdota. Lo cierto es que todos los avances tecnológicos ocurridos en ese tiempo para preservar el conocimiento, tanto en la etapa pre como post-Guntemberg, han creado un inalcanzable repositorio de respuestas al que acudir a buscar la verdad.

En los próximos años viviremos una integración paulatina de las máquinas y las personas. El reto, que llegará, puede estar seguro, será la completa y permanente conexión entre el cerebro humano y el virtual

Borges en su cuento “La biblioteca de Babel” habla de un espacio casi infinito que aglutina todos los libros posibles. Allí se encuentra todo el saber acumulado durante milenios, desordenado, según dice el autor, pero completo.

Internet es hoy esa biblioteca que imaginó el escritor argentino en 1941, un espacio con sentido que crece y crece como hace el universo en sus confines. Cada momento que pasa un nuevo conocimiento se asienta en ese espacio y espera ser reclamado en forma de pregunta por alguien con afán de conocer.

Hoy el conocimiento se ha socializado, ya no es exclusivo de castas políticas, religiosas o académicas, es de todos y está disponible para todos. La información, lejos de ser poderosa como antaño, forma parte del viento, como cantó Dylan.

Sin embargo, este recurso tan especial que, de conocerlo, produciría un Síndrome de Stendhal al mismo Leonardo, es también un terreno oculto, inexplorado, ignoto. El grueso de Internet es como esa carretera interestatal del medio oeste americano donde nada pasa. El conocimiento que se acumula en esos parajes virtuales olvidados representa la obra inédita del autor que queda postergada en un cajón, sin divulgar, sin enseñar, sin añadir valor a nadie.

El conocimiento inalcanzado lo es porque no existe un resorte que lo haga visible. El saber desatendido lo es porque nadie lo reclama.

Pretender llegar a todos los rincones de Internet es algo más que una utopía, es una chifladura. El problema no es la velocidad a la que se va agregando nuevo contenido al ya de por sí vasto catálogo, lo es la aceleración, es decir, cómo se incrementan de forma exponencial los recursos disponibles.

Internet se puede llegar a convertir, volviendo a Borges, en un lugar donde todo está disponible, pero nada se encuentra.

El modelo educativo tradicional ha estado siempre dirigido a enseñar a responder, nunca a preguntar. A nuestros hijos les preguntamos para que pongan de manifiesto el nivel de su bagaje intelectual: ¿Quién descubrió América? ¿Cuál es la capital de Italia? ¿Es la hormiga un vertebrado? En la medida que se responde correctamente concluimos que se está mejor instruido y, de alguna manera, mejor preparado para abordar los retos del futuro.

Este es el punto más conflictivo del modelo actual, que otorgamos más valor a responder que a preguntar. ¿Tiene sentido memorizar lo que se puede disponer a golpe de clic? Ante un panorama tan inabarcable, ¿cómo establecemos el criterio de lo que es útil y lo que no?

Hace unas semanas Google expuso las principales búsquedas que se habían llevado a cabo en su servidor en el año 2018. En el caso de España triunfaron las preguntas referentes a deporte (hubo mundial de fútbol), a personajes famosos o a programas de televisión de la categoría reality. Llama la atención que la pregunta más recurrente en todo un año fue: “¿Qué es un cachopo?”. Es decir, estamos ubicados frente al mayor acopio de información de toda la historia de la humanidad y nos decantamos por conocer la gastronomía asturiana.

En la última Navidad me regalaron un altavoz inteligente, un Alexa. Como seguro que sabe, este tipo de dispositivos basados en inteligencia artificial interactúan con sus usuarios con absoluta normalidad, como usted lo haría con otra persona. Cuando uno se halla frente a Alexa no siempre surgen las preguntas con fluidez, aun sabiendo que detrás estará la respuesta a lo que podamos buscar. Para este caso, cuando no terminamos de arrancar, Amazon, propietario de Alexa, envía periódicamente una lista de preguntas que se pueden hacer. Destacan aquellas tan desafiantes como que nos cuente un chiste, saber si Alexa tiene novio o si le gusta la pizza.

La importancia de aprender a preguntar es mayor si cabe con estos dispositivos pues, a diferencia de Google, solo ofrecen una respuesta, la que su sistema elige.

En el programa de televisión First Dates, una pareja se acaba de conocer con la intención de sopesar una relación sentimental seria y duradera. Resulta desalentador que dos personas que aspiran a pasar el resto de su vida juntas acaben la conversación a los pocos minutos. El que nada tiene que preguntar conmina al otro a que lo haga: “Qué más quieres saber”, “No sé, cuéntame tú”. Ahí acaba todo.

Hoy un recién nacido parte con una base genética muy mejorada con respecto a sus ancestros, un conocimiento universal bien documentado y un modelo educativo que ordena y prioriza su aprendizaje. Nos damos cuenta de que a los más jóvenes ya no se les enseñan contenidos que sí aprendimos los mayores. El tiempo de enseñanza es limitado y cada vez se hace más complejo, si no imposible, acceder a todo el saber necesario, de ahí que las máquinas se hagan más y más imprescindibles.

La inteligencia artificial (IA) que hay detrás de un Alexa se hace hoy depositaria de las respuestas, mañana se quedará también con las preguntas. Así, mientras que con la IA al hacer una consulta obtenemos una respuesta, con la computación cognitiva, evolución de la IA, sin hacer ninguna pregunta obtendremos una respuesta.

En los próximos años viviremos una integración paulatina de las máquinas y las personas. El reto, que llegará, puede estar seguro, será la completa y permanente conexión entre el cerebro humano y el virtual. En ese momento tendremos acceso a todo el saber acumulado solo con desear conocer algo. ¿Qué es un cachopo? Pensaremos. Entonces nuestro cerebro será estimulado para percibir, en términos neuroeléctricos, dos filetes de ternera con jamón y queso en su interior, puede que hasta podamos saborearlo.

Mi abuelo llamaba al televisor “caja tonta”. Habrá que ver si en el futuro seremos nosotros el recurso tonto de esa nueva forma de pensar.

Recientemente he publicado un libro con el título “Actitud Digital. Claves psicológicas para sobrevivir a una nueva era” donde abordo cómo debemos evolucionar a la vez que lo hace la tecnología. Que los sistemas artificiales aumenten su base de respuestas debería ser un revulsivo para que nosotros aumentemos nuestra base de preguntas. Si usted está interesado en saber más sobre cómo prepararnos nosotros y a nuestros hijos ante la probable hegemonía de las máquinas, busque ese título en Amazon.

Actitud digital

Foto cabecera: Icons8 team

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Antonio Pamos
Entré en el mundo de la Psicología por vocación y después de 25 años puedo confirmar que ha sido, junto a mis cuatro hijos, una de mis principales fuentes de satisfacción. He deambulado por todos sus recovecos, desde la psicoterapia hasta los recursos humanos, desde la investigación científica hasta la docencia, desde la operativa hasta la gestión. Soy doctor cum laude, pertenezco a la junta directiva de la Sociedad Española de Psicología (SEP), al consejo asesor de la Asociación Internacional de Capital Humano (DCH) y soy profesor en la Universidad Camilo José Cela. Nunca desfallezco.