“Las sociedades abiertas son a la vez la causa y el efecto de la libertad de informar y de informarse. Sin embargo, los que recogen la información parecen tener como preocupación dominante el falsificarla, y los que la reciben la de eludirla.” Estas palabras de Revel podrían perfectamente referirse al presente y servir para reforzar la reacción de un amplio sector de periodistas, articulistas, políticos e intelectuales que, en estos tiempos alocados, insisten en colocar el hito del nacimiento de la era de la mentira, lo que en su posmodernidad llaman posverdad, justo el día en que Hillary Clinton perdió las elecciones frente a Donald Trump.

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Pero, ¡oh, sorpresa!, la cita es de hace casi tres décadas, es decir, muy anterior a la existencia de las redes sociales, incluso previa a la creación de Google, y por lo tanto nada tiene que ver con la loca teoría de que Facebook, difundiendo noticias falsas (fake news), pone y quita presidentes, hace y deshace gobiernos.

Durante la campaña presidencial de EEUU, cada noticia falsa en Facebook ni siquiera alcanzaba el millón de interacciones, mucho menos de lecturas.

Durante la campaña electoral que enfrentaba a Clinton con Trump,  cada noticia falsa en Facebook ni siquiera alcanzaba el millón de interacciones, mucho menos de lecturas. Para entender la proporción, en los Estados Unidos, hasta los diarios online especializados, no generalistas, producen constantemente contenidos que, en apenas 48 horas, alcanzan el millón de lecturas (auténticas lecturas, no interacciones ni cualquier otro clic aleatorio).

Si esto sucede en medios especializados, con audiencias limitadas, ¿qué difusión habrá que adjudicar a los grandes diarios cuyas cifras de usuarios mensuales oscilan entre los 20 y los 120 millones y que, además, tienen plantillas de 200 periodistas, incluso 600, dedicadas a generar contenidos a todas horas, no siempre neutrales? La desproporción ya sería estratosférica si comparamos la presunta desinformación proveniente de Facebook con la influencia de las televisiones en la opinión pública.

Hay una gran diferencia entre leer, interactuar, compartir o, simplemente, añadir un comentario en un contenido de Facebook, y estar automáticamente de acuerdo con él. ¿Qué fue del sagrado lema “compartir no es avalar”? El verdadero peso estadístico de una noticia falsa está en su polémica, su discusión y sus consiguientes interacciones; no en la aceptación. Por más que se desconfíe de las redes sociales, no se puede tachar de locos a sus usuarios, ni siquiera a la mayoría de ellos. Y no por compasión, sino por simple improbabilidad estadística. Otra cosa es que, aprovechando cualquier excusa,  los grandes diarios pretendan ajustar cuentas con Facebook, el gran y maldito agregador. Pero eso ya es política ficción.

En cuanto a que los desdichados millennials, esa generación nacida en los años 80 del siglo XX, tengan dificultades para distinguir una noticia falsa de otra verdadera, deberíamos preguntarnos si el público de antaño era, por el contrario, inmune a la manipulación de los diarios de papel. Se puede responder Y qué mejor para responder a esta cuestión con otra cita de casi 30 años de antigüedad: “Se invoca sin cesar […] un deber de informar y un derecho a la información. Pero los profesionales se muestran tan solícitos en traicionar ese deber como sus clientes tan desinteresados en gozar de ese derecho. En la adulación mutua de los interlocutores de la comedia de la información, productores y consumidores fingen respetarse cuando no hacen más que temerse despreciándose.”

Con sólo dos palabras, “populismo” y “posverdad”, se puede despachar cualquier enigma sociológico sin transpirar una sola gota de sudor

Ante la creciente pérdida de influencia, los analistas convencionales han generado su propia teoría de la conspiración para contrarrestar las teorías de la conspiración. Desgraciadamente, los tiempos de la mentira son viejos, muy viejos. Y hoy estaríamos recogiendo lo sembrado. En todo caso, esta sería la era de la posvergüenza o, quizá, posdesvergüenza, del prejuicio travestido de ciencia política, de empirismo, de una aseada manipulación que, en pos de una opinión pública inane, identitaria y feliz, ha devenido en la demolición de principios fundamentales de la democracia.

La gran novedad es que, con sólo dos palabras, “populismo” y “posverdad”, se puede despachar cualquier enigma sociológico sin transpirar una sola gota de sudor. Da igual la victoria de Trump en Estados Unidos, el fracaso del referéndum de Renzi en Italia, el triunfo del Brexit en Gran Bretaña o el fracaso del referéndum en Colombia, todo lo que desafíe al oficialismo es susceptible de neutralizarse con esta combinación prodigiosa. Estos analistas niegan la existencia de malestar, de circunstancias particulares a cada sociedad. Más todavía cualquier razón que pudiera asistir al ciudadano para decir que ya está harto, para desoír a esa casta ilustrada superior, biempensante, donde cohabitan desde conservadores convertidos a la religión de la corrección política, hasta socialistas amables, pasando por déspotas que declaran sin rubor que es necesario controlar a la opinión pública. A otro perro con ese hueso. La manipulación no es un fenómeno nuevo sino bastante antiguo.