Hace no mucho se produjo un incendio en una vivienda en Badalona que se llevó por delante tres vidas y dejó cerca de 32 heridos. Algunos de estos heridos lo fueron porque eligieron arrojarse al vacío frente a continuar en el infierno que era aquella casa en llamas. Sobrevivieron. No pueden contarlo igual los que el 11 de septiembre de 2001 optaron por elegir esa medida drástica.

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Al suicidio se le pueden añadir multitud de epítetos: dramático, contundente, egoísta, valiente, trágico, e incluso épico. Pero por encima de todos destaca uno, extraño. La decisión propia de acabar con la vida de uno mismo es sobre todo extravagante puesto que supone un claro desafío a la biología de cualquier ser vivo. Nuestro bagaje genético construye un fenotipo que nos dota de identidad, pero también arraiga una regla natural tan consistente como imperecedera e inamovible, la pulsión de supervivencia.

En algún momento de la infancia todos los niños juegan a ver quién aguanta más sin respirar. Cogen una bocanada de aire, cierran la boca, bloquean las fosas nasales y van contando 1, 2, 3, 4. En un momento dado, el cerebro interpreta que el organismo está en peligro y manda la orden de: “Se acabó, coge aire”, entonces el juego termina.

¿Qué ocurre cuando no es un juego, cuando el cerebro pierde la potestad sobre el cuerpo y sus mensajes de supervivencia no son escuchados? Que, trágicamente, la voluntad de desaparecer gana.

La persona que abandona voluntariamente su último resquicio de vida no quiere morir, solo quiere dejar de sufrir

Cuando alguien decide poner fin a su vida es porque se encuentra en una habitación en llamas, todo es tan dramático allí que saltar por la ventana nunca puede ser peor que permanecer. Así se siente el suicida. La persona que abandona voluntariamente su último resquicio de vida no quiere morir, solo quiere dejar de sufrir. Su existencia ha deflagrado y no hay extintor a la vista o los que hay están vacíos.

En España, cada día, saltan, metafóricamente, o no, por la ventana 10 personas. Estos son de los que se tiene la certeza de que son muertes autoinfligidas. Pero hay más, muchos más. Hay accidentes de coche que se interpretan como producto de un descuido o de una cabezadita intempestiva, enfermos crónicos que dejan de medicarse, percances domésticos que se justifican como que el manitas de la casa no era tal. Es el denominado suicidio encubierto y que nunca se llegará a saber su alcance real.

El suicidio cuenta con una prevalencia muy bien definida. Su exponente es claro: varón, entre 40 y 55 años, blanco, clase baja, zona rural, con alguna patología mental y con notable aislamiento social. Hay otros datos estadísticos curiosos, algunos de difícil o imposible explicación, por ejemplo, que el 25% lo intenta en miércoles o que a mayor altitud mayor incidencia. Los métodos más habituales son, por este orden: ahorcamiento, salto al vacío o intoxicación farmacológica.

El punto de España donde se producen más suicidios es Alcalá la Real, Jaén. Mientras en España la incidencia es de 8,3 por 100.000 habitantes, en esta población andaluza es de 26,6. De hecho, hay un triángulo imaginario con vértices en esa población jienense, en Priego de Córdoba y en Iznájar (Córdoba) que se denomina “del suicidio”. En esas pedanías es habitual exclamar “estoy para ahorcarme” cuando alguien se encuentra mal o simplemente cansado.

El suicidio se puede evitar

El 7 de febrero de 2007 la hermana de la reina Letizia, Erika, apareció muerta en su apartamento de Vicálvaro, Madrid. Aunque fue un secreto a voces que se trató de un suicidio, nunca hubo una comunicación oficial de este hecho luctuoso. Todo se quedó en transmitir que había fallecido y pedir respeto y prudencia.

Nuestra cultura occidental lleva mal hablar de la muerte. Con frecuencia se tira de eufemismos o sencillamente se la ignora, se la niega. Como ocurriera durante siglos con la sexualidad femenina, el suicidio es solo tema de conversación de los expertos, en este caso de salud mental.

Se calcula que por cada fallecido por propia voluntad al menos siete personas cercanas quedan emocionalmente traspuestas

La connivencia extendida para ocultar el suicidio es mayor si cabe en aquellas familias que lo han padecido, a pesar del daño que produce en los vivos. Se calcula que por cada fallecido por propia voluntad al menos siete personas cercanas quedan emocionalmente traspuestas, hundidas por la culpa de no haber hecho nada.

El silencio de la sociedad es también el silencio institucional. En términos cuantitativos el suicidio es un drama social muy por encima de la violencia de género o de los accidentes de tráfico. Hoy el número de suicidios triplica a los muertos en las carreteras y multiplica por 75 a las desgraciadas muertes por violencia doméstica. Sin embargo, la administración pública de salud no cuenta con los mecanismos necesarios para abordar eficazmente esta pandemia. Sirva este espeluznante dato facilitado por un familiar de alguien que trató sin éxito de poner fin a su vida: el interfecto tardó cuatro meses en empezar a recibir atención psicológica.

Cataluña cuenta con la Red AIPIS, quizás el sistema de prevención del suicidio más avanzado de España. El año pasado recibieron del orden de 1.500 alertas, bien por parte de los protagonistas o por algún allegado. Se puso en marcha el protocolo de prevención en el 73% de los casos y se constató que en el 94% de estos había una intención real de cometer suicidio.

Poner el foco en los menores, sobre todo en los varones

Un reciente estudio en Inglaterra, país que cuenta con unas estadísticas similares a las nuestras, concluyó que un 19% de mujeres y un 14% de hombres habrían considerado en alguna ocasión tomar la decisión de acabar con su existencia, mientras que un 7% de ellas y un 4% de ellos lo habrían intentado.

A tenor de esos datos, el suicidio parece ser algo recurrente en hombres y mujeres y aplicable por tanto a la condición humana en general. Sin embargo, si vamos un poco más allá y profundizamos en la fase que sigue a pensarlo e intentarlo, es decir, consumarlo, encontramos que son mayoritariamente hombres quienes pierden la vida por voluntad propia. En España, en concreto, son un 75%, esto es 12,7 por 100.000 habitantes, lejos aún de los 52 por 100.000 habitantes de Lituania, país con la tasa más alta del mundo.

En todos los países en los que hay registro se constata que son principalmente hombres quienes consuman el acto del suicidio. En todos menos en uno, donde la estadística se invierte, en China.

¿Qué lleva a los varones a adoptar esa decisión tan determinante?

Existen multitud de explicaciones y, seguramente, todas válidas. La más evidente es el método utilizado, que en el caso de los hombres es más contundente. Estos optan más por ahorcamientos o disparos autodirigidos, mientras las mujeres se inclinan, en mayor medida, por la intoxicación farmacológica, cuya efectividad es más incierta.

La carrera del hombre por reivindicarse diferente a la mujer comienza pronto, en el útero materno

No obstante, la explicación más aceptada es aquella que apela a la presión social para que el varón sea eso, varón.

La carrera del hombre por reivindicarse diferente a la mujer comienza pronto, en el útero materno. Los inicios del desarrollo embrionario son siempre femeninos y así es que hasta la octava semana los incipientes órganos sexuales se constituyen para ser una niña. Entonces, si existe un cromosoma sexual Y, la testosterona cambia el rumbo y donde antes había unos ovarios ahora habrá unos testículos, el clítoris se reinventa en pene y la vulva en escroto. Aquí surge la primera llamada de atención: “¡Hey, que soy un niño!”, parece gritar el nasciturus.

Ese exhorto del varón por la propia identidad vuelve a aparecer a los dos años de nacer, después de haber pasado todo ese tiempo con la madre cuya impronta ejerce una fuerte influencia en su desarrollo cognitivo y emocional.

El resto del desarrollo del niño lo conocemos, está plagado de mensajes donde prevalecen la competitividad, el éxito, la independencia o la invulnerabilidad, entre otros.

La lucha contra los paradigmas culturales de macho alfa es titánica porque además se alimenta de la omnipresente testosterona que lanza al individuo a una batalla cotidiana de supervivencia desde la supremacía. El hombre se vuelve cautivo de sí mismo, de su propia biología, debe ser recio, seguro, resolutivo y nunca dubitativo. Mostrar una emoción es externalizar una debilidad que aporta una ventaja a los otros machos. Lo que ocurre dentro, se queda dentro.

Leí una vez una definición del término amistad que decía: “un amigo es alguien que te pregunta qué tal estás y si estás mal se lo cuentas”. Esta es la diferencia principal entre hombres y mujeres, que ellas sí comparten su malestar con sus amigas, que lloran cuando tienen que llorar y se abrazan dándose ánimos. A los hombres se nos educa en la alexitimia, en la negación del dolor emocional, en hacer valer la expresión tan castiza de “la procesión va por dentro”. Los nazarenos de la desazón parecen no hacer acto de presencia, pero siempre están allí, desfilando.

A los hombres se nos educa en la alexitimia, en la negación del dolor emocional, en hacer valer la expresión tan castiza de “la procesión va por dentro”

Que los niños del futuro hablen de sus sentimientos con la misma llaneza que lo hacen hoy las niñas pasa por educarles en un ambiente que estimule comunicar, que no penalice la debilidad y sobre todo que proscriba los estereotipos más rancios, aquellos del azul y el rosa, de la muñeca y el camión, de los abrazos y las peleas. Tenemos que conseguir que nuestros hijos dobleguen a su biología desde la volición y a la sociedad trasnochada desde la determinación por ser felices, sí, pero también por saber encajar la adversidad y el dolor.

El suicidio nunca desaparecerá, siempre ha estado ahí desde que el ser humano tiene conciencia de su existencia. Si animamos a los niños a que señalen dónde les duele se reducirá, y sobre todo, dejará de ser un lenguaje masculino para ser más inclusivo.

Foto: Edu Lauton


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Antonio Pamos
Entré en el mundo de la Psicología por vocación y después de 25 años puedo confirmar que ha sido, junto a mis cuatro hijos, una de mis principales fuentes de satisfacción. He deambulado por todos sus recovecos, desde la psicoterapia hasta los recursos humanos, desde la investigación científica hasta la docencia, desde la operativa hasta la gestión. Soy doctor cum laude, pertenezco a la junta directiva de la Sociedad Española de Psicología (SEP), al consejo asesor de la Asociación Internacional de Capital Humano (DCH) y soy profesor en la Universidad Camilo José Cela. Nunca desfallezco.