A menudo nos encontramos con personas que en su discurso habitual diferencian la vida real de las redes sociales, como dos mundos paralelos independientes entre los cuales hay una relación de jerarquía, donde el mundo real sería «el de verdad» y las redes sociales una suerte de fantasía o entretenimiento que algunos «toman demasiado en serio». Este sentir se retroalimenta con quienes no solo no disponen de cuentas activas en redes sociales, sino que consideran una debilidad usarlas.
Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, las redes sociales han dejado de ser excentricidades de gente un poco friki para convertirse en «mundo real», para introducirse en nuestras rutinas y constituir un ágora público de debate. El antiguo foro romano ha sido sustituido por un ilimitado espacio digital al que cualquiera puede acceder para decir lo que se le pase por la cabeza, democratizando la expresión humana hasta límites jamás imaginados con anterioridad. Tan es así, que muchos afirman que estamos en una nueva Era de la Historia —como lo fueron la Edad Media o la Contemporánea—, que ha trastocado las estructuras sociales y ha dotado de nuevos contenidos a los derechos tradicionalmente considerados fundamentales. Como ha sucedido en otros momentos históricos, la sociedad ha ido más rápido que el derecho y la política y las plataformas de comunicación nos han pillado con el pie cambiado y mirando para otro lado.
Twitter es mucho más que una empresa privada que ofrece un entretenimiento o una difusión de contenidos. Es un foro público de titularidad privada, en el que cualquier persona puede convertirse en influencer, donde las instituciones como la Unión Europea o los Ministerios tienen cuentas oficiales y en la que se hace política y se generan noticias que posteriormente son recogidas en los medios de comunicación ordinarios
Pretender entender las relaciones jurídicas entre usuarios y redes sociales con la mentalidad del siglo XX es emplear herramientas inadecuadas para ello. Las normas han de ser interpretadas conforme a la realidad social en que han de ser aplicadas (artículo 3.1 del Código Civil) y, si la norma se ha quedado obsoleta porque ha dejado de encajar con la realidad, hay que cambiarla.
Las redes sociales —especialmente Twitter— se han convertido en un instrumento esencial de comunicación de masas. Hace unas décadas un ciudadano no tenía más ambición de ser oído que poder hablar en asambleas, con la pretensión de ser escuchado por un reducidísimo número de personas. Únicamente las personalidades públicas contaban con medios de comunicación como la prensa o la televisión para colocar su mensaje. Actualmente, cualquier persona, por humilde que sea, es capaz de convertirse en líder de opinión en las redes sociales. Y no solo eso: los mítines electorales se han convertido en reliquias de contenido más folklórico que real, puesto que los líderes políticos utilizan Twitter para difundir sus programas o para hacer política en general, especialmente los partidos de más reciente creación. ¿Podemos seguir creyendo que las redes sociales son el resultado de un contrato privado entre particulares o debemos empezar a pensar que su dimensión pública impide afirmarlo?
La conocida sentencia Knight First Amendment Institute At Columbia University v. Trump, de 23 de mayo de 2018 dictada por la Corte de Segundo Distrito de Nueva York, estableció una quirúrgica -y, en mi opinión, forzada- diferencia entre la naturaleza privada de Twitter y la consideración de “foro público” de la cuenta oficial de Donald Trump tras su proclamación como presidente de los Estados Unidos, dado que se hacía un uso público de la misma. Por ello, el tribunal prohibió al entonces presidente electo bloquear a siete usuarios de la red que promovieron la acción judicial contra el presidente, al dotar de naturaleza pública a las opiniones del presidente —que hacía política a través de sus cuentas oficial (@POTUS) y particular (@realDonaldTrump)— vertidas en la red, pese a considerar la misma red como privada.
Los defensores de la decisión de Twitter y de otras redes sociales de cancelar sine die la cuenta del presidente de los Estados Unidos producida tras el asalto al Capitolio el pasado 6 de enero, apelan precisamente a la naturaleza privada de la red social. Amparan tal decisión en el hecho de que por parte de Trump se han incumplido las condiciones de uso que todos debemos aceptar cuando nos creamos una cuenta, al emitir un discurso potencialmente peligroso. Afirman, además, que, al igual que los distintos diarios y medios de comunicación tienen una marcada línea editorial, Twitter también tiene derecho a eliminar aquellos mensajes contrarios a sus normas de uso. Si Instagram elimina los pezones (femeninos) de las fotografías sin que a sus usuarios parezca importarles que les traten como a niños de primaria, cómo sorprenderse de que Twitter elimine la cuenta de quien aparentemente incumple el contrato.
Esta posición, bastante mayoritaria, encuentra cierta correspondencia con aisladas decisiones judiciales dictadas en los pocos procedimientos entablados en nuestro país contra decisiones del gran pajarito azul. El derecho «de las lentejas», nadie te obliga a estar en Twitter y, si estás, atente a las consecuencias. Curiosamente esta afirmación procede tanto de sectores liberales conservadores, defensores a ultranza de la libertad empresarial, como de la izquierda, si bien sospecho que la postura de esta última corriente ideológica se debe más a que en este caso se trata de Trump.
Me encuentro entre los defensores de la idea de que la decisión de Twitter es una barbaridad gravemente atentatoria contra la libertad de expresión y una peligrosa puerta abierta a arbitrariedades, por lo que me veo moralmente obligada a explicar los motivos por los que estamos llegando tarde a poner freno al poder omnímodo de las redes sociales.
En primer lugar, no podemos aferrarnos a la idea de que Twitter es una empresa privada. También lo son las empresas de telecomunicaciones, los bancos o las compañías eléctricas y nadie cuestiona que las decisiones que adoptan se encuentran en parte intervenidas por los poderes públicos, precisamente porque el sector en el que actúan es de interés general. En el caso de las redes sociales, además, la regulación del mercado se hace aún más perentoria porque nos hallamos ante oligopolios (si no monopolios) en los que no hay alternativas posibles que presten un servicio semejante. Los particulares y empresas no disponen de medios de difusión de sus ideas del alcance y la potencialidad de Twitter o Instagram.
En segundo lugar, porque las empresas privadas se hallan sometidas al control de abusividad de sus condiciones generales, al considerarse sus condiciones de uso como contratos de adhesión en los que el consumidor no tiene capacidad de decisión sobre el contenido. De esta manera no basta con la mera inclusión de una cláusula de uso para que el particular se vea compelido por ella, sino que es necesario que dicha condición general no sea abusiva. Dejar a la libre decisión de una de las partes el cumplimiento del contrato sin posibilidad de rebatir la decisión de su resolución, no parece algo muy equitativo. Curiosamente quienes apoyan esta idea no se sorprenden, sin embargo, de que los tribunales hayan declarado ilegales cláusulas incorporadas masivamente en contratos financieros, como las cláusulas suelo, por poner un ejemplo.
En tercer lugar, porque Twitter, como he avanzado, es mucho más que una empresa privada que ofrece un entretenimiento o una difusión de contenidos. Es un foro público de titularidad privada, en el que cualquier persona puede convertirse en influencer, donde las instituciones como la Unión Europea o los Ministerios tienen cuentas oficiales y en la que se hace política y se generan noticias que posteriormente son recogidas en los medios de comunicación ordinarios. Dejar en manos de una empresa privada la decisión sobre el cierre de cuentas de forma unilateral bajo la premisa de considerar que subjetivamente se han incumplido las condiciones de uso es un peligro real para tratar de influir en corrientes sociológicas y en resultados electorales.
En cuarto lugar, porque el artículo 16 de la Ley 34/2002, de 11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico, en desarrollo de la Directiva de Comercio Electrónico del año 2000, sólo permite y obliga a los prestadores de servicios de la información como Twitter a poner fin a infracciones o impedir actos ilícitos. Pero los derechos fundamentales se ven afectados por la actuación de un particular cuando decide de forma subjetiva qué es ilícito, en lugar de hacerlo un tribunal o una autoridad administrativa neutral, cuya decisión sea susceptible de revisión por los órganos judiciales. Con la censura de mensajes y cuentas se está afectando la libertad de expresión de los usuarios, pero también otros derechos que, en tiempos de pandemia y confinamiento, únicamente pueden ejercitarse a través de las redes sociales, como son los derechos de manifestación y de reunión. Quien debe decidir qué es ilícito ha de ser un juez o, en su defecto, una autoridad administrativa cuyas decisiones sean susceptibles de revisión judicial.
En quinto lugar, porque las plataformas de redes sociales no tienen «líneas editoriales» al no ser medios de comunicación, sino espacios de intercambio de opiniones de sentido bidireccional. Son meras anfitrionas, no generadoras de contenidos, por lo que no puede atenerse a líneas editoriales o ideologías.
Y en sexto y último lugar, porque, en el caso concreto de Donald Trump, las razones esgrimidas por Twitter para censurar su cuenta se deben a lo que pudiera hacer con la misma en el futuro. Es decir, se trata de una censura prospectiva, «por lo que pudiera pasar», no por lo que ha hecho, una censura previa en toda regla que contraviene los principios de legalidad y tipicidad de cualquier procedimiento sancionador, al más puro estilo Minority Report (película de 2002).
En definitiva: la amenaza que se cierne sobre nuestro sistema democrático de derechos fundamentales pese a ser de gran envergadura, no parece preocupar a los ciudadanos, muchos de ellos juristas. En mi opinión, ello puede deberse a la falta de perspectiva sobre la importancia de las redes sociales en la vida pública y a aplicar paradigmas legales del pasado en un entorno que ha evolucionado a pasos agigantados. La sociedad, satisfecha con la decisión de censurar a Trump, no es consciente de que hemos cambiado un tirano por otro, dando legitimidad a decisiones amparadas en el beneficio mercantil frente a acciones de alguien con legitimidad en las urnas, por muy censurables que sean sus ideas. Peligrosa deriva la de nuestra sociedad. Esperemos que tenga vuelta atrás.
Foto: Chema Muñoz Rosa.