Necestiamos escuchar a los científicos, pero cuando comienzan con su jerga inaprensible, muestran la parquedad de sus conclusiones y explican las limitaciones de lo que ellos pueden llegar a saber, perdemos el interés. En realidad nos van más los gurús, que al fin y al cabo nos dan mensajes comprensibles, claros, y expresados con una insensata confianza que, a nosotros, nos satisface.
No hay un camino trazado hasta llegar al estatus de gurú, pero quien lo ha transitado es el medievalista israelí Yuval Noah Harari. Tras hacer una ingeniosa reconstrucción nada menos que de todo el paso del hombre por la historia, sus opiniones se han convertido en una referencia de obligada visita. Harari acaba de publicar un largo artículo en el diario The Financial Times. La humanidad tras el coronavirus, sería la traducción de su título.
Reconozco mi sorpresa, al ver reflejado en los dos primeros dos tercios del artículo mi propio pensamiento. Harari advierte de que los gobiernos aprovechan las crisis para extender su poder y adoptar medidas que, en tiempos normales, la población no aceptaría. Pero cuando desaparecen las condiciones excepcionales, para las que se justifican estas medidas extraordinarias, éstas no desaparecen sino que forman parte del nuevo ordenamiento jurídico. Así, cada nueva crisis supone muchos pasos adelante del Estado, y ninguno atrás, o muy pocos.
“Así como los países nacionalizan industrias clave durante una guerra, la guerra humana contra el coronavirus puede requerir que ‘humanicemos’ las líneas de producción cruciales”. “Humanizar” es, por supuesto, someter la producción y distribución de bienes a un gobierno mundial
Este es un hecho conocido, y el hisoriador Robert Higgs lo ha documentado profusamente. Incluso le ha puesto un nombre: the ratchet effect; el efecto trinquete. El mecanismo permite evolucionar en un sentido, pero no en el contrario. Le he prestado atención a este fenómeno, muy conocido en el caso de las guerras.
Es más, no sólo las nuevas medidas, que se justificaban para una situación específica y estaban encaminadas a atender determinados problemas, llegan para quedarse, sino que se acaban utilizando para fines muy distintos de los que se pensaron. Un ejemplo es el de la llamada “Guerra contra el terrorismo”, que amparó entre otras medidas la aprobación de la Patriot Act en los Estados Unidos, algunas de cuyas provisiones acabaron siendo utilizadas para luchar contra el llamado “fraude fiscal”.
Harari conoce bien ese mecanismo, e incluso puede que haya leído a Robert Higgs. Él pone el ejemplo de su país. En la guerra de 1948, con la que recibieron a Israel sus estados vecinos, el nuevo Estado adoptó varias medidas de urgencia que no desaparecieron de la legislación de aquel país hasta 2011. “Las medidas temporales tienen el desagradable hábito de sobrevivir a las emergencias; especialmente porque siempre hay una emergencia aguardando en el horizonte”. No pocas de ellas, por cierto, creadas por el propio Estado.
Lo interesante del artículo de Harari es que lo aplica a la situación que vivimos por causa de la pandemia. El historiador israelí advierte, lleva tiempo haciéndolo, de que hay instrumentos que permiten apreciar con exactitud, en nuestro teléfono inteligente, el estado de salud de los ciudadanos. También dice que los sentimientos no son más que secreciones, como recuperando el viejo significado de la palabra “humor”. El viejo monismo, que se resiste a morir. Y advierte de que la tecnología puede apreciar asimismo nuestro estado de ánimo. Sabe si estamos relajados o nerviosos, alegres, tristes o enfadados.
El autor teme que los Estados nos impongan estos nuevos métodos de recolección de humores. Menciona que China ha implementado un conjunto de medidas que le permite acceder a los teléfonos de los súbditos, utilizar el reconocimiento facial de la constelación de cámaras implantada en el territorio, y obligar a los ciudadanos a reportar su condición médica. El gobierno de Netanyahu, en su país, ha recurrido a una tecnología de vigilancia de ciudadanos reservada a la lucha contra el terrorismo.
Lo malo de esta situación no es la tecnología. Porque ésta permite al ciudadano conocer mejor cuál es su situación médica y actuar de forma adecuada. “En las últimas semanas”, dice el autor, “algunos de los esfuerzos más exitosos para contener la epidemia” han sido realizados por los gobiernos de Corea del Sur, Taiwan y Singapur. Su estrategia ha pasado por informar a los ciudadanos, y que éstos tengan las herramientas necesarias para obtener un diagnóstico y actuar de forma consecuente.
Considera Harari que “cuando se informa a la gente sobre los hechos científicos, y cuando confían en que las autoridades públicas que les hacen partícipes de estos hechos, los ciudadanos pueden hacer lo correcto incluso sin un Gran Hermano que les vigile sobre sus hombros. Una población bien motivada y bien informada suele ser mucho más poderosa y efectiva que una población ignorante y vigilada”. Yo creo que el común de los mortales actúa de forma racional, y en una situación como esta adopta las medidas necesarias para evitar el contagio, que además son las precisas para ralentizar su propagación. Cuando lo que está en juego son los intereses propios, y más si éstos incluyen el bienestar de los cercanos y allegados, el comportamiento racional es abrumadoramente preponderante.
Harari, que para algo es un gurú, se plantea que deben ser los gobiernos los que informen al público de los hechos científicos relevantes, cuando es la propia sociedad quien puede hacerlo por medio de sus instituciones, como las universidades, los centros de estudio, los medios de comunicación y demás. Pero ese mecanismo, y de ello no habla el historiador, está roto por causa de la corrección política.
Lo que resulta difícilmente aceptable del planteamiento de Yuval Noah Harari es que, después de haber mostrado su confianza en que el comportamiento racional es preponderante y que la labor de los gobiernos y del resto de instituciones pasa por facilitar la información adecuada para que los ciudadanos actúen bien, dice que lo necesario es que haya un gobierno mundial.
La respuesta a la pandemia, dice, no puede ser el nacionalismo. Pero la alternativa al nacionalismo no es un gobierno mundial, como sugiere Harari: “En lugar de que cada país intente actuar localmente y atesore cualquier equipo que pueda obtener, un esfuerzo global coordinado podría acelerar en gran medida la producción y garantizar que el equipo que salva vidas se distribuya de manera más justa”. ¿A qué se refiere con “esfuerzo global coordinado?”. Lo aclara a continuación: “Así como los países nacionalizan industrias clave durante una guerra, la guerra humana contra el coronavirus puede requerir que ‘humanicemos’ las líneas de producción cruciales”. “Humanizar” es, por supuesto, someter la producción y distribución de bienes a un gobierno mundial.
Harari, como dejó claro en otro artículo, cree que la tecnología ha hecho obsoleta la democracia liberal, y propone, sin atreverse a poner negro sobre blanco, sustituirla por un benevolente (siempre lo son) gobierno global. Un gobierno pandémico, del cual no quepa escapatoria. Esto es lo que nos propone Harari.