Es el 21 de septiembre de 1981; han transcurrido dos años desde las primeras elecciones locales de la democracia en España. Son las 9 de la mañana y el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Madrid acaba de comenzar su reunión semanal. Sin ningún punto conflictivo en el orden del día, nadie puede prever la tormenta que está a punto de desencadenarse. Alonso Puerta, 37, segundo teniente de alcalde es un político ambicioso, enfrascado en esas intestinas luchas de poder que caracterizaban al Partido Socialista de la época. Antes de que el alcalde pueda iniciar el primer punto, Puerta se salta atropelladamente el turno para exigir el cese fulminante de los concejales de Hacienda y Saneamiento, ambos de su partido. El silencio y la estupefacción se adueñan de la sala. El destacado edil prosigue: “están cobrando comisiones ilegales por la concesión de la contrata de recogida de basura”, una típica forma de corrupción.
El encendido tono del discurso logra sacar de su impostada indiferencia al alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, que con su habitual retranca y aire de superioridad, mirando a su subordinado por encima de sus lentes interrumpe: “Sosiéguese, Puerta, debe usted recapacitar sobre sus palabras. Se diría que ha desayunado tigre”.
La respuesta del alcalde Tierno fue muy significativa. No se interesó por las pruebas ni preguntó detalle alguno. Simplemente manifestó su desdén ante la salida de tono de su compañero, supuestamente aireando trapos sucios para perjudicar al sector rival del partido. Todos en la sala sabían muy bien que las comisiones ilegales por adjudicación de contratas, o por recalificación del suelo, constituían ya el funcionamiento habitual de las administraciones locales. Y también que estos ingresos se repartían alícuotamente entre los partidos representados de manera que, salvo riñas o enemistades personales, no se producirían denuncias desde el interior de las instituciones.
Meses después, Puerta fue expulsado de su partido. Los presuntos corruptos permanecieron en sus cargos y sus mentores llegaron a alcanzar puestos de mucha relevancia en la política española. El caso nunca fue investigado en profundidad y la prensa dio pronto carpetazo al asunto.
Una corrupción bien organizada
El régimen español de 1978 había surgido de un pacto tácito entre los partidos y la Corona para repartirse el poder y, de paso, financiarse vendiendo favores desde las instancias del Estado. Las diferencias políticas e ideológicas no serían obstáculo mientras la vaca diese leche suficiente para generar suculentas mordidas y comisiones para todos. Los suculentos ingresos irregulares se repartirían equitativamente entre formaciones, así nadie caería en la tentación de descubrir el pastel. Para favorecer el opíparo banquete, los partidos fundadores irían desactivando los controles, desmontando los contrapesos, domesticando la prensa libre. Pavimentando un atajo que condujese aceleradamente a un sistema clientelar, de intercambio de favores.
El Régimen de 1978 sustituyó la antigua corruptela de carácter personal y artesanal por una corrupción organizada por los partidos, donde quien otorgaba el favor y quien cobraba la mordida eran personas distintas sin conexión aparente
Aunque siempre fue un mal endémico de la política española, el régimen de 1978 iba a introducir una nueva dimensión en la corrupción. Atrás quedaría esa corruptela de carácter individual y artesanal, donde la misma persona prevaricaba, cobraba la mordida y disfrutaba el cohecho. Una tarea arriesgada pues resultaba relativamente fácil probar la conexión entre el privilegio concedido y el dinero embolsado. Los nuevos tiempos exigían una moderna división del trabajo: el favor otorgado y el cobro de la comisión se realizarían por personas distintas, sin conexión entre ellas. Se trataba de separar en el espacio, e incluso en el tiempo, la prevaricación del cohecho. El dinero llegaría a través de complejos vericuetos hasta las arcas del partido.
Esta corrupción organizada, que fue adoptada rápidamente por los partidos del pacto, era mucho más ventajosa: si nadie cantaba, resultaba casi imposible descubrir incluso la mera existencia de los delitos. El objetivo era garantizar a las grandes formaciones enormes recursos, una notable ventaja comparativa con la que perpetuar el cerrado sistema de turnos
Cuenta Mario Conde en “Los días de gloria” que, en 1987, una vez acordada la venta de la empresa Antibióticos S.A. a un grupo italiano por 450 millones de dólares, sólo le restaba la preceptiva autorización del gobierno español, que se negaba a concederla. Por fin, un contacto en Italia le informa de que bastaría con un pago de dos millones de dólares. El abono de este importe resultó muy eficaz: al poco tiempo el gobierno español cambió de opinión y autorizó la venta sin condición alguna.
Este ejemplo ilustra muy bien el funcionamiento de la corrupción organizada. Ningún miembro del gobierno solicita directamente el pago por la autorización, ni se embolsa el dinero. La decisión de permitir la venta, o denegarla, entra dentro de sus atribuciones discrecionales. Y pago se realiza a un contacto en Italia, sin relación demostrable alguna con el ejecutivo español. Ninguna conexión podría encontrarse entre los dos hechos aunque el dinero fluyera con presteza a las arcas de los partidos. Los casos descubiertos serían fruto de la casualidad, la traición o la delación: un trabajador del partido despedido, una amante despechada etc.
El nuevo sistema indujo a participar en la corrupción a muchos militantes o dirigentes de partidos que, en condiciones normales, nunca se habrían involucrado
Corruptos sin ser plenamente conscientes de ello
El nuevo sistema indujo a participar en la corrupción a muchos militantes o dirigentes de partidos que, en condiciones normales, nunca se habrían involucrado. Dado que sólo tienen acceso a uno de los múltiples resortes del complejo proceso, carecen de visión de conjunto. A duras penas perciben que se trata de un colosal latrocinio; como mucho de una limitada corruptela. Al no beneficiarse personalmente, muchos pierden la conciencia de actuar incorrectamente. O se justifican pensando que se trata de una buena causa, de una ayuda al partido que defiende sus ideas. Incluso pierden la perspectiva, la noción del bien y el mal, al observar que el cobro de comisiones era omnipresente: no podía ser tan malvado un juego en el que participaba todo el mundo, desde el Rey al concejal.
Pero la financiación de los partidos partido no era el único objetivo del esfuerzo corruptor, ni siquiera el principal. Gran parte del formidable caudal fluía puntualmente a las cuentas privadas de los dirigentes con el fin de garantizarse un capital suficiente al abandonar la política.
A pesar de su organización, el sistema no iba a estar exento de dificultades y contratiempos. Al principio, el tráfico ilícito se realizaba mayoritariamente en efectivo, el llamado tráfico de maletines. Sin embargo, aprovechando que no existían recibos ni facturas, algunos intermediarios detraían cantidades demasiado abultadas. Ello condujo a la adopción de métodos mucho más complejos, como la creación de sociedades fantasma o las transferencias a depósitos en paraísos fiscales o en países con secreto bancario que, aún resultando más peligrosos, reducían considerablemente la pérdida de dinero en cada escalón. Las cuentas podían abrirse a nombre de algún miembro del partido, que sería compensado adecuadamente por el riesgo corrido.
Por otro lado, las relaciones dentro del entramado corrupto se hicieron cada vez más implícitas y sobreentendidas, apareciendo hábitos y reglas que todos los involucrados debían conocer. Era ya relativamente frecuente pagar por favores futuros, todavía sin concretar, o meramente por obtener una buena relación con el poder, que podría resultar rentable más adelante. Apareció la figura del intermediario, persona que representaba a una de las partes aunque, dado lo opaco del negocio y la ambigüedad de su lenguaje y credenciales, en ocasiones podía ser un impostor.
Quizá el plan original limitara estas dudosas prácticas a la financiación de los partidos, pero una vez la bola comenzó a rodar, nadie pudo, quiso o intentó frenarla. Aventureros y aprovechados descubrieron rápidamente que la ausencia de controles, la pasividad de la ciudadanía y las ubicuas prácticas irregulares, constituían un fantástico caldo de cultivo para enriquecerse a costa del contribuyente. Algunos organizaron tramas de enriquecimiento al margen del partido, aprovechando un entorno especialmente propicio: no hay mejor lugar para esconder un árbol… que dentro de un tupido bosque.
La financiación de los partidos se convirtió en la excusa, la enorme coartada que ocultaba un ingente flujo de dinero a bolsillos privados. Un latrocinio que, por acción u omisión, salpicaba a toda la clase política. Y se hacía más intenso todavía en las Administraciones Autonómicas. Todo el sistema acabó sucumbiendo a una irresistible corriente que primaba el favor sobre el mérito, el privilegio sobre el derecho, el clientelismo sobre transparencia. Los dirigentes difuminaron a su antojo la frontera que separa lo público de lo privado con la complicidad de una prensa oportunamente silenciada por el vil metal.
No paguen ustedes comisiones ilegales… ¡por favor!
En abril de 1991, el ministro de Obras Públicas, José Borrell, fue protagonista de una curiosa historia que causó cierto revuelo… pero ningún escándalo ni, por supuesto, actuación alguna de la fiscalía general del Estado. El político catalán, preocupado por la corrupción que rodeaba a la obra pública, reunió en su oficina a los presidente de las grandes constructoras para exhortarles a no pagar comisiones a los partidos políticos para obtener concesiones de obras. Era una delicada manera de admitir que allí todo el mundo sobornaba o era sobornado. La crónica del diario El País lo expresaba con nitidez: «esta corruptela está extendida en todos los niveles de la Administración: estatal, autonómica y municipal. En medios próximos al sector de la construcción se admite como una práctica corriente el pago de comisiones, que oscilan del 2% al 4% del valor de las obras, para la obtención de contratas«.
Sin embargo, fuera correcta o retorcida su intención, la llamada a capítulo de Borrell estaba destinada al fracaso. Un iniciativa así podría funcionar en un entorno de corruptela excepcional pero no en un universo donde la corrupción constituye la costumbre asentada, el equilibrio tácito de connivencia entre partidos y empresarios cercanos al poder. Imaginen ustedes la expresión de estupefacción de cada uno los presentes y su incredulidad: «si de verdad quisieran acabar con las corrupción no enviarían cobradores o intermediarios; y, si yo me niego a pagar, lo harán los demás y yo me quedaré sin contratas». Naturalmente, la decisión individual «óptima» era continuar con el procedimiento habitual.
Tres años y medio después, inasequible al desaliento, Borrell se vio obligado a insistir, esta vez en un acto público. De nuevo, nadie tomó en cuenta sus palabras: la insana costumbre se conservó invariable hasta nuestros días experimentando, solamente, incrementos en la tarifa.
La ineficacia de las medidas anticorrupción
El problema es que, una vez establecida, no hay medidas, leyes, palancas, botones o parches puntuales capaces de contener la corrupción institucionalizada. De nada sirve aumentar las penas pues, en la práctica, nadie vigila al vigilante. Ni crear nuevos órganos de supervisión porque, tarde o temprano acaban arrastrados por la perversa corriente: cualquier órgano de supuesta fiscalización se compondrá invariablemente de sujetos nombrados por los partidos. Ni cambiar a los gobernantes podridos por otros supuestamente honrados pues los incentivos perversos permanecen y la naturaleza humana resiste mal las tentaciones.
Las medidas anticorrupción convencionales no funcionan en un marco donde la corrupción no es individual, sino estructural, donde la línea de demarcación entre justos y pecadores no es nítida sino borrosa, donde el latrocinio es consecuencia de un sistema de prebenda y privilegio, donde la posición de cada uno no depende del mérito y el esfuerzo sino de los favores del poder, unos favores que hay que pagar. Y la actividad corrupta causa en la sociedad unos estragos muy superiores a la mera pérdida económica de los contribuyentes.
La corrupción no es privativa del ejecutivo y el legislativo: también se acabó contagiando a una parte del judicial
Las medidas anticorrupción convencionales sólo pueden atajar una corruptela individual y excepcional. Surten efecto cuando el sistema es, en su mayor parte, limpio y honrado, cuando existen organismos capaces de controlar, detectar, denunciar y procesar a una minoría de pícaros y tunantes. Pero no en un universo donde la deshonestidad constituye la costumbre asentada, en un sistema donde el supuesto vigilante también es corrupto.
La independencia del poder judicial es necesaria, sí, pero no suficiente para resolverlo. La judicatura no es en España un colectivo puro e inmaculado, investido de un halo de santidad. Ni está exenta de conflictos de intereses. La corrupción en España no es privativa del ejecutivo y el legislativo: también se acabó contagiando en parte al poder judicial. Incesantes rumores avisaron sobre turbios enjuagues en la justicia, entre ellos oscuros nombramientos de administradores concursales cercanos a ciertos jueces.
No se trata de una historia de buenos y malos
En realidad, el intento de separar los políticos culpables de los honrados, el grano de la paja, responde a una concepción errónea de este tipo de corrupción, es un camino que lleva a confundir las causas. Cada dirigente no se corrompe de forma individual, no toma tal decisión aislado de su entorno, consultando en solitario a su conciencia. Ni actúa en un imaginario universo neutral donde coexisten en armonía buenos y malos, justos e infames, como en la escuela hay niños obedientes y traviesos.
No es que el sistema sea corrupto; es que la corrupción es el sistema
El entorno político teje una tupida malla donde casi nadie actúa por su cuenta sino en connivencia con muchísimos otros. O cubierto por acciones ajenas. Señalar con el dedo a los que han sido imputados judicialmente por corruptos, y exonerar al resto como justos, conduce al absurdo pues la corrupción no se encuentra tanto en las personas concretas como en el sistema, en esas perversas e informales reglas. Y en la nefasta organización institucional. En un entramado donde, con muy diferentes grados de implicación, existen pocos inocentes. No es que el sistema sea corrupto; es que la corrupción es el sistema.
La corrupción se contagia al resto de la sociedad
La corrupción, aun intensa y grave, parecía limitada a las alturas, circunscrita a la clase política. En España, se pensaba, la podredumbre no baja a ras de suelo ni contaminaba otras instancias. Nada parecido a esos países donde el ciudadano debe pagar mordidas cada vez que se cruza con algún funcionario o agente de la autoridad. Ciertamente, no hemos llegado a ese tipo de corrupción, pero la putrefacción siempre se contagia, se expande, se filtra por todos los recovecos, emponzoña todo los ámbitos. Los métodos se desparramaron por parte de la Administración, y se trasladaron a las actitudes de los ciudadanos, finalmente acostumbrados e indiferentes ante los escándalos.
Las grandes empresas, pagadoras de comisiones, comenzaron a primar las relaciones con el poder, el intercambio de favores, en detrimento de la eficiencia o la buena gestión. El éxito no provendría del talento o la innovación sino de una legislación favorable, cortada a medida por un diligente sastre que pasaba la factura por adelantado. Demasiados funcionarios callaron ante lo que acontecía delante de sus narices y los pocos que alzaron la voz sufrieron represalias. Y, gracias a las subvenciones por cursillos de formación, la patronal de los empresarios y los sindicatos entraron por la puerta grande de la corrupción.
Desgraciadamente, la sociedad no es inmune a los mensajes implícitos, a los perversos incentivos que rezuma el sistema. Hay que tener mucha convicción, entereza y fuerza de voluntad para cultivar la honradez, los principios o el juego limpio allí donde el amiguismo, la relación personal, el favor, la trampa, la arbitrariedad y el peloteo son las únicas vías para medrar.
La corrupción generalizada como síntoma
Las medidas anticorrupción no funcionan en un entorno donde esta se encuentra generalizada porque solo atacan los síntomas, no la verdadera causa de la enfermedad. Aun existiendo granujas natos y personas de honradez a toda prueba, la actitud de la mayoría depende del ambiente, de lo que observa en el resto. Muchos tienden a sucumbir a la tentación cuando esperan que los demás también se tuerzan. Pocos se animarán a denunciar: quien lo intenta no sólo pierde los suculentos beneficios, también corre el riesgo de sufrir represalias.
Por ello, la corrupción sistémica es una perniciosa institución informal, un conjunto de reglas que suplanta a las leyes, un equilibrio muy robusto que se fundamenta en las expectativas de los implicados: es muy difícil que un participante cambie su estrategia si espera que el resto siga actuando así. Hay pocos incentivos para que un gran empresario deje de pagar comisiones si piensa que las demás empresas continuarían sobornando y que su corporación quedaría fuera del negocio.
La corrupción generalizada no es realmente la enfermedad sino un síntoma de otros males mucho más profundos
La corrupción generalizada es especialmente escurridiza, muy resistente a los antibióticos, porque no es realmente la enfermedad sino un síntoma de otros males mucho más profundos. Es el reflejo de un sistema de acceso restringido, un marco basado en privilegios, relaciones personales e intercambio de favores. Por eso, para abandonar el régimen de latrocinio son inútiles los cambios parciales o timoratos. Las reformas deben ser profundas intensas, radicales, continuadas. Deben transformar las expectativas de la gente, su percepción del comportamiento de los demás, ser capaces de superar la enorme inercia, catapultar el sistema a una órbita distinta: a un sistema de libre acceso con instituciones objetivas, relaciones impersonales, mecanismos de selección basados en el mérito, el esfuerzo, la buena gestión y la capacidad de innovación.
La corrupción no forma parte de nuestra cultura, de nuestra forma de ser: puede ser dominada con una profunda reforma política, un cambio drástico en las reglas del juego que transforme radicalmente esas expectativas. Sólo un decidido impulso, una potente volea, es capaz de catapultar la esfera institucional al equilibrio opuesto.