A veces, encontrar la raíz de un problema es tan sencillo como leer un libro. El libro que el periodista estadounidense Walter Lippmann escribió antes de casi cien años, “PublicOpinion“, nos da muchas y buenas pistas para entender algunos de los fenómenos sociopolíticos de nuestros días. Lippmann asume que el mundo se ha vuelto demasiado complejo para ser abandonado a los designios de los ciudadanos de a pie.

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El dogma democrático por el que la gente se hace una idea del mundo discute sobre sus opiniones encontradas y luego impulsa decisiones políticas mediante su voto ya no funciona. La gente ya no puede hacerse una idea del mundo, por lo que la moderna democracia de masas necesita de expertos que entiendan el mundo y puedan, con la ayuda de los medios de comunicación, “cristalizar” las opiniones de los ciudadanos. En lenguaje llano, esto significa: una democracia de masas moderna necesita de la propaganda de los “sabios” y los “bien intencionados”.

La gente no sabe lo que es bueno para ella. Pero, gracias a Dios, hay expertos e intelectuales que conocen el bien y llevan a sus semejantes de la mano en este proceloso y complejo mundo – desde la cuna hasta la tumba. Ese es el credo del paternalismo estatal moderno.

Lo que ha cambiado desde los días de Lippmann es que no sólo el gobierno, sino también minorías sociales bien articuladas y debidamente subvencionadas – apadrinadas por el gobierno de turno –  se afanan hoy en la labor de propaganda de la vida correcta. Cada vez con mayor agresividad, mayor presencia en medios, menor resistencia de los indoctrinados. Incluso la comida se ha convertido en una cuestión política. En términos generales, una red de regulaciones precisas se extiende por encima de la vida de cada individuo y lo hace dependiente del benéfico estado de bienestar incluso en las cosas más simples de la vida.

El estado social preventivo priva a sus ciudadanos de las libertades en grados diferentes para que sean mejores personas y protegerlos de sí mismos. Estamos infiltrados por quienes creen que hay que proteger a las personas frente a su propia debilidad. Estos neopaternalistas creen que la libertad individual ya no es soportable para la sociedad y para el propio individuo, por lo que debe ser reemplazada por una especie de manual de conducta que limite, o dirija, las opciones de elección del incompetente. Es lo que se conoce como “Nudge“ (un pequeño empujón), el título del libro de Richard H. Thaler y Cass R. Sunstein.

Cuanto más compleja sea la situación, el paternalismo  considera más importante un diseño social que empuje a los ciudadanos en la dirección correcta

La receta paternalista de “Nudge” se explica rápidamente: en los temas básicos de salud, educación y pensiones los ciudadanos no necesitan una gran cantidad de opciones, sino un diseño fácil de usar, que les ofrezca orientación y proponga soluciones predeterminadas “buenas”. Cuanto más compleja sea la situación social, más importante es un diseño social que empuje a los ciudadanos en la dirección correcta. El paternalismo me protege de mi propia debilidad y mi irracionalidad. Otros hacen para mí lo que yo haría si estuviera en mi sano juicio.

Los paternalistas modernos asumen que algunos tienen el legítimo derecho a influir en el comportamiento de otras personas para que vivan más tiempo, más saludablemente y sean más felices. En términos concretos: se propugna un consenso general en el que se asume la bondad de los comportamientos políticamente correctos y cualquier comportamiento anormal debe ser denunciado explícitamente: “mira, ahí va uno que se niega a participar en la vida razonable de los buenos”.

Dado que el objetivo de la industria de gestión de comportamiento es nuestra conducta personal, el “nudging” promueve la intrusión en nuestras vidas privadas. Uno de los logros importantes de la liberalización en los últimos siglos ha sido el desarrollo de la privacidad. El filósofo John Locke fue, allá por el siglo XVII, uno de los principales valedores de la idea de privacidad, defendiendo que la fe (creencias) de las personas y su comportamiento en función de ella no podría ser objeto de la interferencia del gobierno siempre que no afectase los derechos de los demás. Para él, el desarrollo moral exige la libertad de las personas para actuar según su fe y sus sentimientos.

Hoy el comportamiento individual no se considera un asunto privado; cuanto mayor es la incompetencia de la política mayor es la presión ejercida sobre la conducta individual

Hoy en día el comportamiento individual ya no se considera un asunto privado. Cuanto mayor es el grado de incompetencia de la política y los gobiernos para hacer frente a los grandes retos de la sociedad, mayor es la presión ejercida sobre los individuos y su comportamiento. Y no hablamos de lo que hacemos en la calle, en público, hablamos también de lo que hacemos en casa y en nuestra vida privada.

De esta manera aparece una nueva “intimidad”, nacida de la eliminación de fronteras personales, y la aparición de una nueva frontera: la que se traza entre aquellas personas que se comportan conforme a la “norma social” y las que no lo hacen. Todo aquel que se diferencie en alguna forma de lo aceptado socialmente será objeto de medidas sociales de ayuda con la única meta de readaptarlo a lo convenido (a lo conveniente). Esta eliminación de fronteras (las personales) por la creación de otra nueva (la social) alcanza incluso los niveles más profundos de la privacidad de cada uno de nosotros.

El estado, que todo lo ve y todo lo provee, se consolida como una “dictablanda”: el bienestar total requiere de la vigilancia y reglamentación total del comportamiento de los ciudadanos. Y es un bienestar para todos, también para los que no necesitan ayuda. La política pervertida en mera hoja de instrucciones para obtener la felicidad. Este mundo del bienestar total y totalitario se divide en supervisores y supervisados.

Los supervisores intentan mantener niveles altos de impotencia e incompetencia en su clientela; la preocupación de los supervisados es no ser señalados con el dedo

Los supervisores, los economistas del comportamiento y los trabajadores sociales, tienen un especial interés en mantener niveles altos de impotencia e incompetencia en su clientela. Y en el otro lado, los supervisados, los que han aprendido a sentirse impotentes e incompetentes, no tienen más preocupación que la de no sentirse excluídos de la “sociedad de los buenos”, o peor: ser señalados con el dedo.

Es la actual amenaza para la libertad: ¡algunos creen saber qué es lo mejor para el otro, piensan que saben lo que es mejor para todos!  Pensar y creer realmente que todos los demás somos incompetentes solo puede nacer de la mente de un cretino, un loco, o un dictador.

Foto por Pablo Hermoso


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