La situación límite de Venezuela, con Juan Guaidó nombrado presidente interino por la Asamblea nacional, y reconocido por numerosos países, con Estados Unidos a la cabeza, ha suscitado el apoyo casi unánime de un amplio espectro político y de la opinión pública en general, a excepción de la izquierda radical.

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Progresistas, centristas y conservadores de todo Occidente consideran que Nicolás Maduro ha saboteado la democracia venezolana y usurpado el poder. Por lo tanto, la democracia tiene que ser restaurada. Y Juan Guaidó representa esa esperanza de restitución, puesto que, además de ser el presidente legítimo de la Asamblea Nacional, goza de un gran apoyo popular y también de un creciente apoyo internacional.

Está bien que frente a una tiranía como la de Maduro exista un amplio consenso en favor de la liberación de Venezuela, y que se anime a la opinión pública a mostrarse más brava de lo habitual, como si de repente hubiera una bula papal para denostar sin tapujos lo que llegó a ser calificado, no sin cierta admiración, como el socialismo del siglo XXI.

Pero la verdadera lucha por la causa de la libertad es una pelea de todos los días, en todos los frentes y en todas las cosas menudas. Lamentablemente ese tipo de lucha está proscrita. Se tolera una cierta “sublevación” en situaciones críticas, como la de Venezuela, pero sólo cuando existe una alternativa que concite cierto consenso. Alguien que, a ser posible, esté en la línea del mainstream.

El monstruo simpático

Ahora parece haberse olvidado, pero el desastre de Venezuela se produce porque el chavismo pudo apropiarse paulatinamente de la libertad de los venezolanos. Y lo hizo con el consentimiento tácito del mainstream, animado por intelectuales y celebridades internacionales con una fuerte ascendencia en la opinión pública.

Expresidentes de gobierno, políticos, economistas, directores y actores de cine y modelos de la alta costura, defendieron durante mucho tiempo la tiranía chavista

Expresidentes de gobierno, políticos, economistas, directores y actores de cine y modelos de la alta costura defendieron durante mucho tiempo la tiranía chavista. Y si el chavismo no gozó de un apoyo aún mayor no fue por discrepancia con sus ideales, sino por su falta de glamour, manca finezza. Para el progresismo moderno, la imagen de Hugo Chávez vistiendo un chándal con los colores de la bandera venezolana y arengando a la multitud con un lenguaje populachero resultaba incómoda, desagradable y contraria a los nuevos tiempos… y a las nuevas formas. Su disgusto era, sobre todo, una cuestión de estética y de clase.

Aun así, apoyos no faltaron. Noam Chomsky, profesor hoy retirado del MIT, fue un partidario de la Venezuela de Chávez y su antiamericanismo. Argumentó que promovía la «liberación histórica de América Latina”. El actor Sean Penn, que se reunió con Hugo Chávez en numerosas ocasiones, dijo que era un «tipo fascinante» que hizo «cosas increíbles para el 80 por ciento de los venezolanos que son muy pobres». El director de cine Oliver Stone se declaró admirador de Chávez y del emergente socialismo latinoamericano, hasta el punto de que hizo una película homenaje titulada South of the Border. Luego, cuando Chávez murió, dijo lamentar la muerte de “un gran héroe para aquellos que luchan por un lugar en el mundo”. Por su parte, el cineasta Michael Moore, después de la muerte de Chávez, lo elogió por «eliminar el 75 por ciento de la pobreza extrema» y «proporcionar salud y educación gratuitas para todos».

También el economista Joseph Stiglitz, ganador de un Premio Nobel, elogió las políticas socialistas de Hugo Chávez durante una visita a Caracas en 2007. Y en el Foro Económico Mundial, dijo: «El presidente venezolano, Hugo Chávez, parece haber tenido éxito en llevar salud y educación a la gente de los barrios pobres de Caracas».

Incluso, un expresidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, afirmó que Chávez sería recordado por su audaz afirmación de autonomía e independencia para los gobiernos de América Latina.

La lista es muy extensa. Sin embargo, lo relevante no son los numerosos nombres propios, sino que, durante casi dos décadas, el chavismo gozó de muchas simpatías, demasiadas. ¿Por qué?

La democracia escorada

La renuncia a librar estos combates políticos cotidianos y colocarse siempre y en todo momento del lado de la libertad, ha llevado a que muchas reivindicaciones tradicionalmente liberales terminaran cayendo del lado conservador. De ahí la emergencia de los llamados populismos de derecha. De hecho, el centro político (socialdemócratas y demócrata cristianos) y la izquierda moderada (socialistas no marxistas) ha terminado alineándose con la izquierda radical en cuanto a ideales, mientras que muchos liberales con ciertos complejos progresistas se han mostrado equidistantes por temor a ser etiquetados como conservadores.

Venezuela es un caso extremo del abuso del poder. Pero durante las últimas décadas, los espacios de libertad se han ido achicando en las democracias consolidadas antes de que el populismo irrumpiera con fuerza

Venezuela es un caso extremo del abuso del poder. Pero durante las últimas décadas, los espacios de libertad se han ido achicando en las democracias consolidadas antes de que el populismo irrumpiera con fuerza. Es cierto que, si se analiza desde parámetros estandarizados, puede decirse que, pese a todo, muchas democracias gozan de buena salud, en algunos países incluso de una salud mejor de lo esperado. Pero, precisamente, uno de los indicadores que sirve para medir la salud democrática, el Índice de Desarrollo Humano (IDH), también sirve para saber a qué nos referimos, exactamente, cuando hablamos hoy de calidad democrática.

Selim Jahan, director de la Oficina del Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD, afirmaba tajante: “La considerable desigualdad en el bienestar de las personas sigue siendo inadmisible. La desigualdad, en todas sus formas y dimensiones, entre países y dentro de ellos, limita las opciones y oportunidades de las personas y frena el progreso”,  Una declaración que perfectamente podría corresponder a un buen chavista.

Evidentemente, la naturaleza de la desigualdad de un país como Nigeria difiere bastante de la de un país como Noruega. No es sólo una cuestión de percentiles. En Nigeria esta desigualdad afecta a bienes y servicios básicos, en Noruega no. Sin embargo, la obsesión por la igualdad en los países desarrollados es tanto o más grande que en los países subdesarrollados.

En Occidente, las políticas sociales, primero, y de la identidad, después, se han convertido en la esencia del Estado de bienestar, hasta el punto de que hoy resulta muy difícil, casi imposible, encontrar un Estado moderno que no se haya escorado peligrosamente hacia la democracia militante; es decir, hacia la democracia constitucionalmente igualadora.

La defensa de la libertad individual y la preservación del ámbito privado, cuestiones que tradicionalmente se han sustanciado en la inalienable autonomía personal y en la inviolabilidad de las relaciones íntimas de las personas, hoy sólo son defendidas por los conservadores, cuando no hace mucho eran valores que en cualquier democracia liberal se consideraban sagrados. De hecho, la democracia debía salvaguardarlos. Pero desde hace tiempo ya no es así. Las facciones políticas, a través del Estado, se fueron arrogando atribuciones que iban mucho más allá de los límites del buen gobierno. Y los valores democráticos se vieron superados por la producción incesante de nuevos derechos sociales.

El poder político no sólo logró neutralizar los equilibrios y contrapesos democráticos diseñados precisamente para evitar sus excesos, sino que politizó estos controles y los puso en buena medida a su servicio

El poder político no sólo logró neutralizar los equilibrios y contrapesos democráticos diseñados precisamente para evitar sus excesos, sino que politizó estos controles y los puso en buena medida a su servicio. Los tribunales constitucionales se convirtieron en una cámara de última instancia, donde la proporción partidista de sus miembros anticipaba veredictos cuya argumentación, por imposible, devenía en alardes metafísicos. Y la alternancia del poder ejecutivo no suponía un cambio significativo en esta deriva, sino que parecía reforzarla e institucionalizarla.

La opresión y sus grados

Esta desnaturalización de la democracia liberal es el reflejo de cómo la izquierda se ha convertido en la fuerza dominante. Aun cuando su representación no es mayoritaria en los parlamentos, su ideal de la “igualdad de resultados” se ha convertido en el principio rector de las propuestas «transformadoras» de casi todas las grandes formaciones políticas. Y la suma de estas fuerzas sí es mayoritaria.

Ocurre, sin embargo, que, si bien la igualdad ante la ley es un principio fundamental de la democracia liberal y del pluralismo político, la igualdad de resultados no lo es. Es un ideal iliberal, irrealizable y sumamente destructivo. Las diferencias de talento, inteligencia, atributos físicos y fuerza de carácter son realidades inmutables que distinguen a unas personas de otras y que a su vez generan diferencias de riqueza y poder. Y los intentos de neutralizar estas diferencias degeneran invariablemente en opresión.

Sin embargo, la idea de que los partidos, a través del Estado, pueden eliminar no sólo la desigualdad, sino todas las corrupciones del espíritu humano, es hoy el criterio mayoritario. Puede parecer que existen grados distintos en la utopía, discrepancias de fondo que la hacen más plausible. Pero no es así. Unos apuestan por acciones políticas radicales, otros por una ingeniería social gradualista y muy sofisticada para alcanzar la “igualdad”, simplemente difieren en las formas… no en los ideales.

La idea de que los partidos, a través del Estado, pueden eliminar no sólo la desigualdad, sino todas las corrupciones del espíritu humano, es hoy el criterio mayoritario

Justicia social, políticas públicas, políticas sociales, igualdad, igualdad de resultados o igualdad de representación, todos estos términos expresan un mismo ideal. Hace más de medio siglo, Friedrich Hayek describió la «justicia social» como un espejismo. En su opinión no existía una entidad llamada «sociedad», cuyo fin era redistribuir la riqueza o establecer jerarquías correctas. Solo existían individuos con afiliaciones políticas que pugnaban por el poder y luego lo ejercían a través del Estado. Estos individuos no eran ajenos a la naturaleza humana, estaban animados ​​por los mismos prejuicios y la misma codicia que generaban los males que el progresismo pretendían erradicar. En la práctica, y en el mundo real, la justicia social sólo era la justificación de un nuevo despotismo.

El colapso de la Venezuela socialista del siglo XXI es más que la crónica de un desastre anunciado. Nos revela que, cuando la democracia liberal se transforma en democracia igualadora, sesgada, la opresión es inevitable aunque tenga grados. Nos dice, en definitiva, que el drama de Venezuela comenzó con la promesa de igualdad.

Foto: Nicolas Genin


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