Aunque los vientos de guerra azoten el continente europeo con fuerza creciente, cuesta creer que Putin pueda lanzar una invasión a gran escala contra Ucrania. Semejante acción implicaría enormes riesgos no solo en términos de imagen (el Kremlin tiene poco que perder en este ámbito) sino también en la práctica, ya que supondría necesariamente una respuesta contundente por parte de Estados Unidos. Una cosa es que la OTAN (léase Washington) no tenga deseos de involucrarse en un conflicto por Ucrania, y otra muy distinta es aceptar la ocupación de un país soberano, estratégicamente central y que mira hacia Occidente.
Entonces, ¿qué están haciendo 120.000 soldados rusos, cientos de vehículos armados y varias baterías de misiles balísticos en la frontera? Las opiniones de expertos y kremlinólogos divergen sobre las verdaderas intenciones de Moscú, pero dos podrían ser las respuestas más probables: por un lado, mantener viva la amenaza, garantizando a Putin la ventaja del factor sorpresa, y empujar a Biden a negociar la finlandización de Ucrania; por otro preparar no tanto una ofensiva como una contraofensiva, en caso de una reacción ucraniana a una posible declaración de anexión de las provincias del Donbass. La estrategia podría consistir en intentar repetir con las llamadas “repúblicas rebeldes” el exitoso casus belli de Crimea, a lo que seguiría la respuesta militar de Zelenskij y la consecuente escalada de la guerra. En ese caso Putin podría presentarse a los ojos de los suyos como el agredido, pero sobre todo podría contar con una actitud más dudosa por parte de la OTAN: moverse para defender Kiev es diferente a hacerlo para defender Lugansk.
El conflicto que se cierne sobre Ucrania parece la clásica profecía autocumplida: no hay lógica detrás de una posible invasión rusa, no hay razón coherente, por no hablar de posibles justificaciones. Se debate sobre ello como si fuera inevitable, pero nadie sabe realmente por qué
El periódico ruso The Moscow Times habló hace unos días explícitamente de planes de anexión, considerándola una de las opciones que siempre han estado sobre la mesa del Kremlin, apoyada también por la llamada oposición sistémica. A confirmación de esta hipótesis estaría la propuesta de reconocimiento formal de las autoproclamadas repúblicas de Lugansk y Donetsk – escenario, desde 2014, de la guerrilla separatista de los rebeldes prorrusos – presentada por el Partido Comunista y sobre la que debería pronunciarse la Duma en los próximos días. Un movimiento táctico que podría presagiar desarrollos posteriores sobre el terreno, con el objetivo de una definitiva desestabilización interna de Ucrania: el Este del país se encontraría también formalmente dependiente de la protección rusa, institucionalizando así su hostilidad hacia el gobierno central. Se trataría de la superación de facto del espíritu de los acuerdos de Minsk, que garantizaban una amplia autonomía a las repúblicas del Donbass dentro del sistema estatal ucraniano.
Meras especulaciones probablemente, que se mueven sin embargo en el amplio espectro de posibilidades abiertas por la decisión de Putin de subir la apuesta con una serie de exigencias inadmisibles por la contraparte occidental: garantías escritas sobre el fin de la expansión de la OTAN hacia el Este, desmantelamiento de la presencia de la Alianza en los países del difunto Pacto de Varsovia, restauración de la esfera de influencia de Moscú sobre los antiguos satélites y retirada del armamento nuclear estadounidense en Europa. Evidentemente Putin es plenamente consciente de la imposibilidad de cualquier acuerdo sobre los puntos indicados, pero apunta al gran objetivo para conseguir lo que realmente le interesa y que evidentemente considera un resultado realista: que Georgia, Bielorrusia y sobre todo Ucrania nunca se alejen de la esfera de influencia geopolítica rusa. Estamos ante la reedición a pequeña escala de la doctrina de la soberanía limitada que la Unión Soviética impuso a los países satélites y que desde 1991 había caído en desuso, sepultada por las ruinas del antiguo imperio comunista.
El breve conflicto de 2008 en Georgia, la anexión de Crimea y la guerra en el Donbass empezada en 2014 y que aún continúa, la propia represión interna de Lukashenko autorizada por Moscú, deben leerse como una reivindicación de lo que el Kremlin considera un espacio vital “amenazado” por la ampliación de la Alianza Atlántica. En el caso ucraniano existen también consideraciones de carácter histórico y sobre todo ideológico (Kiev como la “cuna” de la nación rusa), alimentadas por el revanchismo nacionalista propio de la era Putin. Para Moscú, por lo tanto, la expansión de la OTAN en Europa del Este es el pecado original de las relaciones entre Occidente y Rusia en la era postsoviética. Un pecado que Putin se ha propuesto enmendar, al parecer utilizando todos los medios a su alcance. Poco importa que esta visión sea poco más que un instrumento de propaganda para disfrazar las verdaderas ambiciones imperiales rusas.
En primer lugar, las intenciones agresivas de la OTAN hacia Moscú no existen ni han existido nunca, sino en la paranoia del Kremlin y de sus partidarios: si algo se le puede achacar a Estados Unidos y a sus aliados en los últimos años es más bien la timidez ante las ofensivas de Putin contra otros Estados soberanos; en segundo lugar, la temida adhesión de Ucrania a la Alianza Atlántica no es un tema a la orden del día ni lo será en los próximos años, como también se apresuró a reiterar el secretario de Estado norteamericano al margen de las reuniones multilaterales de los últimos días: otra cosa muy distinta es exigir garantías escritas que, de hecho, formalizarían el abandono del país a las ambiciones rusas; finalmente, las «promesas» de no ampliación tras la caída del bloque socialista – motivo oficial de la gran decepción de Moscú – nunca se formularon realmente, y mucho menos en la forma solemne que pretenderían acreditar quienes hoy atribuyen a la citada expansión la responsabilidad del conflicto incipiente.
Pero, incluso aceptando como legítimas las demandas rusas, el relato que subyace a la amenaza de invasión contra Ucrania no se sostiene. La expansión de la OTAN hacia el Este no tuvo lugar mediante un acto de fuerza o una imposición desde arriba que las naciones involucradas no pudieran rechazar, sino en base a la libre voluntad de incorporación de Estados plenamente soberanos. La pretensión que Kiev no pueda decidir sus alianzas políticas o militares de forma independiente pertenece a la típica mentalidad de Guerra Fría que Putin se está encargando de resucitar en Europa. Con buenos resultados, en todo caso, si es cierto que las divergencias entre los aliados occidentales son ya evidentes, con una Alemania prisionera de sus contratos energéticos, una Francia en perenne búsqueda de un papel geopolítico alternativo al poderío estadounidense y con batallones de putinistas esparcidos por todas partes, listos para luchar por su zar. Es fácil predecir que pronto asistiremos a una curiosa mezcla de nostálgicos del comunismo soviético y populistas rojipardos, unidos en la defensa de la Rusia de Putin frente a las «provocaciones» occidentales. Las primeras sirenas del No a la guerra (sirenas antiimperialistas, donde el imperialismo es siempre norteamericano) ya se han dejado escuchar en España: aquí la coalición de gobierno se arriesga a una crisis diplomática interna sobre la posible participación del país en las operaciones bélicas.
El director del Moscow Carnegie Center, Dmitri Trenin, en una reciente entrevista publicada en el diario ruso Kommersant ha subrayado que, desde un punto de vista estrictamente militar, ni siquiera la presencia de tropas de la OTAN en Ucrania supondría un cambio sustancial en términos de seguridad para Rusia. La «amenaza» percibida de una Ucrania dentro de la OTAN (que, repetimos, es puramente especulativa por el momento) sería sobre todo de carácter «geopolítico y geocultural«, ya que provocaría cambios a nivel social que la alejarían definitivamente del Russkij Mir. Y es precisamente éste el desenlace que Putin no puede permitirse, pasar a la historia como el presidente ruso que perdió Ucrania. Quizás los 120.000 soldados que esperan una orden de Moscú no se estén preparando para una invasión a gran escala, pero sin duda están ahí para recordarles a todos que todavía hay trabajo por hacer, que la operación militar y política que comenzó en 2014 está destinada a completarse, de una forma u otra, con una reconquista o una reunificación. Frente a esta perspectiva, sobre la que Rusia no cederá (es mejor prepararse a ello), se perfila la incertidumbre de un Occidente debilitado por el virus y las divisiones internas, de una superpotencia norteamericana que ha mostrado su lado débil en la desastrosa retirada de Afganistán y de una China a la espera de cosechar los beneficios de un choque potencialmente desastroso en territorio europeo.
A medida que los tambores de la guerra comienzan a sonar intensamente incluso en los medios occidentales, el conflicto que se cierne sobre Ucrania parece la clásica profecía autocumplida: no hay lógica detrás de una posible invasión rusa, no hay razón coherente, por no hablar de posibles justificaciones. Se debate sobre ello como si fuera inevitable, pero nadie sabe realmente por qué. Europa observa con asombro por tercera vez en poco más de cien años la proximidad de un enfrentamiento que no ha sabido prever, interpretar, prevenir. EEUU, bajo el pálido liderazgo de Biden, más alejado que nunca de cualquier rol de policía internacional, está siendo arrastrado por la obsesión de Putin. Porque de esto se trata: de la eterna obsesión de Moscú por imponerse sobre lo que no considera un Estado soberano, sino un simple territorio disponible, contra el que descargar sus frustraciones de superpotencia diezmada. Una guerra inútil, absurda y peligrosa. A evitar.
***Enzo Reale (Twitter: @1972book)
Foto: British Library.