Prepublicación del libro Vindicación. Frente al auge de un progresismo global que reduce a las personas a la nada. Ya a la venta en papel y formato ebook.
La libertad es más importante que la igualdad; el intento de realizar la igualdad pone en peligro la libertad, y, si se pierde la libertad, ni siquiera habrá igualdad entre los no libres
Karl Popper
INTRODUCCIÓN
Ten miedo
Una de las características más inquietantes de nuestro tiempo es que vivimos en sociedades de crisis perpetuas, de lacras a «erradicar», de pánicos morales inacabables. Máquinas de alertas naranja con las cuales la intervención pública crece sin tasa y el deterioro de la salud mental de las personas, también. Es indiferente, se trate de una crisis económica, una emergencia sanitaria o una amenaza terrorista, hoy los sucesos parecen no tener un horizonte final. Al contrario, permanecen en el tiempo gracias al abuso informativo y a las potentes e inacabables políticas públicas que diligentemente emergen para afrontarlos.
Durante años, por ejemplo, el llamado Estado Islámico fue parte inseparable del menú informativo. Las noticias, acompañadas de imágenes extremadamente turbadoras, repiquetearon la mente del público con una insistencia enfermiza, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. La alarma alcanzó tal intensidad y reiteración que no faltaron analistas dispuestos a concluir que estábamos asistiendo, aun sin saberlo, a los prolegómenos de una insospechada Tercera Guerra Mundial. A la luz de las televisiones y los diarios el Estado Islámico era mucho más que un contingente de mercenarios y asesinos que había prosperado rápidamente por el evidente vacío de poder en una región determinada; era un ejército colosal que, además, no dejaba de incorporar nuevos efectivos (pagaba bien) y que, estaba escrito, acabaría aporreando las puertas de Occidente. Bastó, sin embargo, una mínima voluntad política de intervenir con un limitado contingente militar para que en unos meses el temible ejército se dispersara a los cuatro vientos. Pero los grupos que se atrincheraron en alguna que otra población permitieron mantener la tensión informativa y prolongar la alarma. Cuando estos reductos fueron aplastados, la amenaza tampoco concluyó. Mutó en un peligro insidioso y más difícil de combatir: los lobos solitarios, individuos que, al no ser sospechosos, lograban pasar bajo el radar de los servicios policiales y, mediante acciones suicidas, anegar de sangre nuestras ciudades. Así, con una serie de atentados llevados a cabo por elementos de estas características, la llama de la psicosis permaneció encendida.
Hoy, sin embargo, de aquella emergencia apocalíptica sólo quedan los rescoldos. De cuando en cuando un tipo cuchillo en mano nos recuerda no ya que el fanatismo siempre tiene secuelas sino que la violencia es inseparable de la existencia. Por más que vivamos en entornos pacificados, siempre habrá quien esté dispuesto a recordárnoslo. Puede ser un lobo solitario que apuñala transeúntes indiscriminadamente al grito de ¡Allahu Akbar!, puede ser una persona despechada que asesina a quien se supone alguna vez amó o puede ser una jauría humana que apaliza a un joven hasta matarlo. El poder podrá añadir todos los sufijos que considere a la violencia para hacernos creer que, subclasificándola, podrá acabar con ella mediante políticas específicas, pero es falso: la violencia nunca podrá ser erradicada por completo.
Una cifra por sí misma no es fiel reflejo de la realidad. En sociedades como la española, por ejemplo, con cerca de 50 millones de individuos, que en 2019 se cometieran 332 asesinatos significa que, sobre el total de la población, los asesinos representan el 0,00001 por ciento. Y si añadimos a la violencia el sufijo «género», en 2019 la proporción de asesinos sobre el total de la población masculina fue del 0,000001 por ciento. Contextualizando estas cifras, no deberíamos sentirnos gravemente amenazados: deberíamos sentirnos razonablemente seguros, porque es más probable ser alcanzado por un rayo que ser asesinado. En sociedades de masas con umbrales de riesgo extremadamente bajos, pretender rebajarlos aún más supone aplicar medidas expeditivas y costosas, cuyos resultados tienden no ya a ser igual a cero sino que generan efectos muy adversos, en especial para la libertad.
Pero esta realidad no encaja con el ideal de seguridad absoluta que los estados —y más allá, organizaciones supranacionales— han convertido en una utopía paradójicamente factible y, lo que es todavía más alarmante, obligatoria. Que una y otra vez se demuestre que, por más que se intente reducir el peligro, el riesgo cero no es ni remotamente alcanzable, incluso en las sociedades más civilizadas, parece no refutar tan peligrosa pretensión. Al contrario, en su imposibilidad está la virtud. Limitar la acción política a lo que sería razonable supondría poner límites a la intervención de los gobiernos. Y, precisamente, los gobiernos necesitan ser irrazonables para que su intervención no tenga límites ni fin.
La crisis de la Covid-19 no es que se haya adaptado como un guante a esta dinámica, es que ha supuesto un salto cualitativo. La magnitud de las reacciones gubernamentales, que van desde cierres obligatorios de empresas «no esenciales» hasta cuarentenas preventivas y toques de queda para millones de personas, ayudas económicas masivas y enormes rescates por parte de la Fed y el BCE, habrían desbordado la imaginación de cualquiera antes de la crisis. Hoy no asombran a nadie. Crisis anteriores generaron respuestas extraordinarias, pero nunca a tal escala y en tan poco tiempo. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que las medidas sólo estarán vigentes a corto plazo, hasta que la incidencia de la enfermedad se reduzca notablemente de forma permanente, bien por inmunidad colectiva, bien por nuevos tratamientos médicos o bien por la combinación de factores. Sin embargo, en ningún momento se contempló elaborar una estrategia de salida para retrotraer el alcance y poder de los gobiernos a niveles precrisis. De hecho, los gobiernos y administraciones se han acostumbrado con sorprendente rapidez a poner y quitar prohibiciones que vulneran derechos fundamentales en base a supuestos criterios científicos no ya dudosos sino a menudo erróneos. Evidentemente, en países como China nada hay que retrotraer; cuanto más control gubernamental, mejor. Pero en los países democráticos, con separación de poderes, controles y contrapesos y salvaguardas de la libertad individual, todo ha sucedido de modo fragmentario, día a día, dándose por supuesto que una vez se vislumbre el final, los gobiernos renunciarán a sus excesos. Desgraciadamente esta suposición va en contra de la experiencia histórica. Lo advertía certeramente Robert Higgs en Crisis and Leviathan (1987). La dinámica seguida desde principios del siglo XX ha sido bastante distinta. Buena parte de la expansión de los gobiernos frente a emergencias nacionales no se ha extinguido con el final de las crisis. Al contrario, se ha institucionalizado y se ha hecho carne en nuevas agencias, oficinas, competencias, presupuestos y leyes. Y lo que es más significativo, ha acabado constituyéndose en la ideología dominante de las élites y buena parte del público.
Nada es tan permanente como una política temporal surgida al calor de la emergencia. Las crisis sirven para poner en marcha nuevas competencias, presupuestos, impuestos y regulaciones que, supuestamente, no se pretendía que fueran permanentes, pero lo acaban siendo en función de intereses burocráticos y de otros intereses más oscuros que a menudo encuentran en la clase política su más obediente servidor. La tendencia de los gobiernos a expandirse durante las emergencias, y la imposibilidad de retrotraerlos después, opera en base a incentivos y restricciones que son intrínsecos a la estructura política, económica y cultural de cada sociedad. Pero en demasiados países se observa un denominador común: el efecto subyacente de un “progresismo” que ha transformado las ideologías clásicas en particularismos, en ismos, en nuevas religiones que, a diferencia de las tradicionales hoy en día, aspiran a ser obligatorias y dominantes a escala global.
Frente al creciente abuso de poder, debemos reflexionar muy seriamente sobre las consecuencias a largo plazo de las medidas que, de forma apresurada, se toman en respuesta a emergencias nacionales y globales, y decidir si queremos conservar las libertades económicas y civiles que aún nos quedan o si preferimos entregarlas todas de una vez.
No son sólo políticos o activistas. Un número creciente de individuos convenientemente acreditados está arrogándose una capacidad de predicción y planificación que hasta los viejos dioses envidiarían. De hecho, se han erigido en semidioses postmodernos y han decretado que el común necesita ser pastoreado, conducido por la senda correcta, porque no sabe lo que le conviene y es incapaz de cuidar de sí mismo. Y que, por su propio bien, debe ser reducido a la nada convenciéndole de que todo cuanto haga y decida sin su tutela no sólo es inútil sino que representa un peligro, para él y para los demás.
Frente a cualquier tentación de resistencia a los crecientes abusos de poder de estos semidioses se contrapone el ideal de la seguridad absoluta como un muro infranqueable. Se argumenta que poner en riesgo siquiera una sola vida es inmoral. Pero las cosas en el mundo de lo real no son tan sencillas. Todo cuanto hacemos supone un riesgo, hasta las acciones más cotidianas y elementales, cuando son transformadas en datos agregados, tienen una tasa de letalidad. El ideal del riesgo cero genera efectos adversos que causan un perjuicio mucho mayor que el que se supone pretende evitar.
Por eso, desde estas páginas, querido lector, le animo a ser crítico, a vindicarse y recuperar el espacio que le pertenece en una sociedad supuestamente democrática, donde el poder político debería constituirse de abajo arriba y no al revés. Le animo, en definitiva, a que no se deje reducir a la nada y luche por conservar las libertades que aún nos quedan, y que lo haga aunque sólo sea para preservar su integridad mental.
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PARTE I
El auge irresistible del poder
El Gran gobierno
En The Great War for Civilization. The Conquest of the Middle East (2005) el reportero Robert Fisk cuenta que cuando era un crío, su padre le llevaba cada año a visitar los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, el conflicto que H. G. Wells llamó “la guerra para acabar con todas las guerras”. “Partíamos todos los veranos con nuestro Austin inglés y avanzábamos entre sacudidas por las carreteras llenas de baches del Somme, Ypres y Verdún. A los catorce años era capaz de recitar los nombres de todas las ofensivas: Bapaume, Hill 60, High Wood, Passchendaele… Había visto todos los cementerios, paseado por todas las trincheras abandonadas y tocado en deteriorados museos los oxidados cascos de los soldados británicos y los corroídos morteros alemanes”, relata Fisk en el libro. La razón de este peregrinaje anual está en que su padre fue un soldado de la Gran Guerra y luchó en las trincheras de Francia por culpa, apostilla, de un disparo realizado en una ciudad llamada Sarajevo, de la que nunca había oído hablar.
La herencia forzosa de su padre la proyectó Fisk en su propia vida al convertirse ya de adulto en reportero de guerra, lo que le llevó a dedicar buena parte de su vida a cubrir toda clase de guerras. Según afirma, también ésas se libraron “por la civilización”. En Afganistán vio a los soviéticos luchar por su “deber internacionalista”; mientras que sus adversarios afganos luchaban entonces contra lo que llamaban “terror internacional” y, claro está, por Alá. También escribió las crónicas en el frente donde los iraníes libraban lo que llamaron la Guerra Impuesta contra Sadam Husein, aquella invasión de Irán de 1980 que desencadenó la Guerra Torbellino. Vio a los israelíes invadir dos veces el Líbano y luego invadir de nuevo la Cisjordania palestina para combatir el terrorismo en su origen. Estuvo presente cuando los militares argelinos declararon la guerra a los islamistas por la misma razón. Luego, en 1990, le tocó informar sobre la invasión de Kuwait por Sadam y la consiguiente guerra que tuvo lugar cuando los estadounidenses enviaron a sus ejércitos al Golfo para liberar el emirato e imponer un “nuevo orden mundial”.
Todas estas experiencias, y otras muchas, hacen que Robert Fisck, más allá de los horrores que vivió y documentó, especule desde una perspectiva amplia sobre el significado de la guerra, su sentido y sus consecuencias. Pero sobre todo otorga un valor especial al conflicto que, en su opinión, significó el comienzo de un reajuste del orden mundial que todavía no ha concluido: la Primera Guerra Mundial, aquella guerra que, en medio de la exaltación patriótica del momento, muchos intelectuales, además de H. G. Wells, saludaron como una hecatombe necesaria, un cataclismo purificador que serviría para reducir a cenizas el “viejo orden” y alumbrar un mundo nuevo, libre ya del lastre del pasado, de sus tradiciones y creencias. Como referencian los historiadores, el estado de ánimo prebélico de 1914 combinaba un latente agotamiento anímico de la vieja Europa con la energía transformadora, casi telúrica, de las nuevas generaciones. El hartazgo hacia un presente que se percibía anodino, carente de significado y trascendencia, combinado con ese feroz deseo de transformación de la juventud acomodada europea no fue, claro está, el desencadenante del conflicto, pero no cabe duda de que no ayudó a apaciguar los ánimos; muy al contrario, los exacerbó hasta el punto de que las naciones europeas parecieron lanzarse al precipicio con un sobrecogedor entusiasmo.
Pero Robert Fisk alude a la transformación del orden mundial que desencadenó la Gran Guerra en un sentido geopolítico convencional, en el que distingue a las fuerzas intervinientes desde un enfoque moralista, de buenos y malos, de víctimas y verdugos, de colonizadores y colonizados, centrándose en el drama inacabable de Oriente Medio. Al fin y al cabo, Fisk es un exponente de la generación que llegó al mundo justo después del final de la Segunda Guerra Mundial y lleva consigo el germen de la negación y la culpa, esa pulsión que anima a muchos personajes nacidos entonces a desarrollar una actitud extremadamente beligerante y crítica hacia el mundo occidental preexistente. Es aquí, precisamente por esta visión negativa que surge inmediatamente después del final de la Primera Guerra Mundial, se manifiesta con virulencia en los años 60, se institucionaliza en los 70 y se convierte en dominante en nuestra época, donde esta guerra adquiere un significado que va más allá del mero reajuste geopolítico. Es cierto que desde ese gran conflicto el equilibrio de poder mundial se ha balanceado, pero el ajuste más significativo e inquietante no es el geopolítico: es el que ha tenido lugar dentro de las propias sociedades occidentales. Este cambio no ha sido sólo expresión del lógico devenir, de la evolución que inevitablemente acompaña a los nuevos tiempos. La Gran Guerra no sólo aceleró el proceso de transformación de la sociedad occidental, marcó el inicio de un proceso de disolución interno. Los contendientes de la Gran Guerra, en un sentido esencial, fueron dos visiones contrapuestas, una liberal clásica y otra romántica; —como lo expresaron los alemanes: Kultur gegen die Zivilisation—. Evidentemente, esta visión liberal era diferente a la que podríamos asociar con el liberalismo actual, escindido en múltiples tribus, algunas de ellas tan adanistas y transhumanistas como las encarnadas por la Nueva Izquierda.
El liberalismo de principios del siglo XX no rechazaba la tradición ni estaba en conflicto con el pasado y consideraba que era necesaria una jerarquía para mantener un cierto orden. Se trataba de un liberalismo que no estaba en conflicto con el mundo preexistente sino que buscaba el equilibrio entre el presente y el pasado. Pero, como liberalismo, animaba la apertura de la sociedad y el fin del viejo orden estamental. Por esta razón, la visión romántica consideraba que el liberalismo era una amenaza para la forma secular de entender el mundo. Pero la Gran Guerra no otorgó la victoria a ninguna de estas dos visiones. Lo que hizo fue desbordarlas, saltó por encima de ellas y provocó un giro inesperado en la historia. De pronto, de ese liberalismo que aspiraba a un Occidente abierto al futuro pero respetuoso con el pasado, y que, se suponía, ganó la guerra, se había desvanecido. En su lugar lo que emergió fue una nueva forma de poder: el Gran gobierno.
Hay quienes sostienen que no hubo dos guerras mundiales, sino que ambos conflictos constituyen una única guerra con un entreacto en el que tuvo lugar la Gran recesión y el nacimiento de las ideologías totalitarias, el comunismo, el nazismo y el fascismo. Sea como fuere, esto no quita que sea con la Gran Guerra, como primer acto de ese supuesto gran y largo conflicto, cuando los occidentales emprenderán el viaje hacia la negación de sí mismos y la liquidación de su mundo. Una clave de este proceso fue la transferencia de la responsabilidad del individuo a los políticos que tuvo lugar con el surgimiento del Gran gobierno, y que había sido animado por la economía de guerra. Esta transferencia terminará por invertir la relación de poder entre pueblo y gobierno. La declaración “Nosotros, el pueblo” de la constitución de los Estados Unidos de América, que establecía la fuente de legitimidad del poder en las personas y no en estados, se invirtió. Los individuos, más allá de votar cada cierto tiempo, gradualmente dejaron de ser la fuente original de la legitimidad del poder y pasaron a ser el objetivo de la capacidad transformadora de un poder autosuficiente que se legitimaba a sí mismo. Otra clave es que, al vincular la aparición del nazismo y el fascismo con la sociedad de masas, devaluándose el concepto de pueblo y de nación, las democracias europeas tendieron a ser limitadas con el pretexto de evitar en el futuro nuevos fenómenos que degeneraran en procesos totalitarios. Formalmente se siguieron denominando democracias liberales, en tanto que sus constituciones salvaguardaban derechos civiles que se concebían iguales para todos, tenían división de poderes e instituciones pretendidamente neutrales, se sustentaban en el imperio de la ley y recurrían al sufragio universal para garantizar el relevo pacífico de los gobernantes. Pero, en cuanto a las nuevas atribuciones y magnitud de las administraciones de estas democracias, su capacidad de planificación e intervención en el ámbito privado y las competencias progresivamente adquiridas, se alejaban claramente del significado “liberal”. Así pues, cuando hoy las personas sienten que han perdido el control de sus vidas, que lo que piensan, hacen y proponen es inútil e intrascendente, y se preguntan por qué, en lugar de contar con mejores líderes y gobernantes más sensatos, florecen por doquier vendedores de crecepelo con programas saturados de ingeniería social o soluciones milagrosas, quizá algo tenga que ver el proceso que se inició al finalizar la Primera Guerra Mundial.
La visión de Robert Fisk, con la que comienzo este libro, toma como punto de partida aquella hecatombe para explicar la consiguiente transformación geopolítica, marcada, a su juicio, por los constantes abusos de un nuevo tipo de imperialismo. Pero en su crítica vitupera los grandes avances que Occidente ha supuesto a nivel mundial en casi todos los aspectos, como el aumento de la riqueza y la seguridad o la mayor esperanza y calidad de vida a escala global. Pero, sobre todo, lo que Fisk y otros muchos como él pasan por alto es que la Gran guerra supuso la quiebra de determinados valores y cadenas de valores y el auge irresistible de un nuevo poder que, como un gran imán, terminaría aglutinando a su alrededor a todo el que tuviera alguna ambición transformadora y estuviera dispuesto a servirle y a servirse a sí mismo. Este nuevo poder, que empezó a tomar forma entonces, se haría carne en el Gran gobierno y en una dulce y despiadada pedagogía que liquidaría los lazos sociales, separaría a las personas unas de otras, las enfrentaría, las privaría de su pasado, las deconstruiría y dejaría indefensas, dependientes y acobardadas, hasta convencerlas de que uno, por sí mismo, no es nada y nada puede hacer.
El valor de un solo hombre
El tramo final de la película The Last Full Measure (2019), del director Todd Robinson, expresa con la sencillez que sólo el cine es capaz algo complejo y valioso, y que desde hace ya tiempo parece que hemos olvidado o, quizá, nos han hecho olvidar: la trascendencia que tienen los actos de un hombre solo. El film relata la historia del héroe de la Guerra de Vietnam William H. Pitsenbarger, un paracaidista de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que salvó personalmente a más de sesenta hombres.
Durante una misión de rescate el 11 de abril de 1966, Pitts (así llamaban sus compañeros a Pitsenbarger) eligió voluntariamente abandonar la relativa seguridad del helicóptero de rescate para, sobre el terreno y bajo un fuego muy intenso, atender a los heridos. Algo que los demás miembros de su equipo se negaron a hacer, porque juzgaron, y con razón, que era un suicidio. Contra todo pronóstico, Pitts logró hacer su trabajo y mantenerse milagrosamente intacto. Sin embargo, cuando se le ordenó subir al último helicóptero para ser evacuado, optó por desobedecer y quedarse en tierra para atender a los heridos que, pese a todos sus esfuerzos, no dejaban de amontonarse. Esta última decisión le supuso sacrificar su vida en una de las batallas más sangrientas de la guerra.
Treinta y dos años después de ese suceso, por uno de esos extraños azares de la burocracia, Scott Huffman, funcionario del Pentágono, se vio en la tesitura de desempolvar la solicitud de la Medalla de Honor para Pitsenbarger cursada en 1967 por Tulley, su mejor amigo y compañero, y sus padres Frank y Alice. Huffman, con desgana, se dedicó a recopilar los testimonios de los veteranos que habían sido testigos o salvados por Pitt. Su reconstrucción de los hechos avanzó razonablemente bien hasta que se topó con la resistencia de sus propios jefes en el Pentágono. Entonces Huffman tuvo que hacer una difícil elección: continuar con sus pesquisas, poniendo en riesgo su carrera, o devolver al cajón la solicitud de la Medalla de Honor a favor de Pitsenbarger. En circunstancias normales, Huffman, que era un funcionario ambicioso, habría escogido complacer a sus jefes. Sin embargo, los testimonios a los que había tenido acceso le habían conmovido profundamente. Así que, para sorpresa de todos, incluido el propio Huffman, decidió jugarse el todo por el todo y hacer justicia al héroe caído.
La escena final de la película se desarrolla de la siguiente manera. Durante el acto de entrega póstuma de la Medalla de Honor al malogrado William H. Pitsenbarger, el orador que preside el acto se dirige a los asistentes y les dice: “Esto no figura en el programa pero, si me conceden algo más de su tiempo, me gustaría reconocer a algunos hombres que van a odiarme por esto. Tenemos entre nosotros a algunos veteranos de la ‘operación Abilene’. Estos hombres fueron testigos del heroísmo de William H. Pitsenbarger y han trabajado durante treinta y dos años para que este día llegara… ¿Harán el honor, por favor, de ponerse en pie?”. Los interpelados dudan por unos momentos y se miran entre sí. Durante todo este tiempo han vivido traumatizados o sobrellevando un profundo sentimiento de culpa, por lo que lo último que desean es mostrarse públicamente. Pero, finalmente, se levantan de sus asientos y se ponen en pie. Entonces el orador prosigue: “Y los aviadores de la unidad de Pitts, ¿se ponen en pie también?” y al poco otro grupo de asistentes se levanta. “Y cualquier otro rescatista de Vietnam, ¿se ponen en pie?” insiste el orador, y más personas se levantan de sus asientos. “Si hay algún otro veterano aquí, ¿se ponen en pie, por favor?” insiste nuevamente, y más asistentes se ponen en pie. Pero el orador no se detiene ahí, continúa: “Si hay esposas o padres aquí, ¿se ponen en pie? Y los hijos y nietos, ¿pueden sumarse? Y cualquier otro amigo o familiar al que hayan conmovido de algún modo los actos del receptor de esta Medalla de Honor, ¿pueden ponerse en pie?”.
Cuando por fin termina, todos y cada uno de los asistentes a la ceremonia están de pie. Entonces, el orador, tras recorrer con la mirada el salón de actos, dice: “Fíjense. Este es el poder de lo que una sola persona puede hacer”.
Obviamente, aunque basada en hechos reales, se trata de una película, y no especialmente brillante, aunque sí agradable de ver. Además, hoy día el sacrificio supremo, esto es, dar la vida por los demás, es para la inmensa mayoría un acto fuera de la lógica de nuestro tiempo. Este tipo de heroísmo pertenece al mundo de ayer. En el presente, la guerra no sólo nos parece inconcebible, sino que los sacrificios y actos de heroísmo que conlleva nos resultan anacrónicos. No obstante, la escena final de The Last Full Measure, que, todo sea dicho, es bastante fiel a la realidad, desvela una circunstancia que trasciende tanto el contexto temporal como el estado de opinión imperante en cada época. Es cierto que el sacrificio del sanitario Pitts es la expresión sublime de un heroísmo anacrónico y que, por lo tanto, no se corresponde con nuestra realidad, sin embargo, pone en evidencia un efecto multiplicador. Las acciones sean buenas o malas de una única persona siempre tienen consecuencias, se propagan, la mayoría de las veces de forma inapreciable, como las ondas generadas por una pequeña piedra que es lanzada sobre la superficie de un estanque. No importa si se trata de acciones sublimes, dignas de ser noveladas o llevadas a la gran pantalla, o de actos ordinarios que pasan desapercibidos, este efecto multiplicador está presente en todas ellas. Esto significa que lo que hacemos individualmente influye en nuestro entorno, en los otros y en nosotros mismos bastante más de lo que somos capaces de apreciar o reconocer. Evidentemente, este hecho casa bastante mal con las sociedades de masas, donde la tónica general es el anonimato y la reducción del individuo a la nada. En estos entornos masificados y cada vez más virtuales, lo habitual es sumirse en colectivos para que sean los intereses grupales, que supuestamente compartimos, los que prevalezcan. De esta forma, aceptamos nuestra alienación como individuos, lo que ya de por sí es bastante inquietante, pero sobre todo descargamos de responsabilidad nuestros actos, despreciando su efecto multiplicador y los beneficios o perjuicios que con ellos propagamos. Así, paso a paso, acto a acto, decisión a decisión, el efecto multiplicador nos ha conducido hacia una situación límite de la que, paradójicamente, nadie, salvo un puñado de nombres propios, parece ser responsable, y aguardamos la emergencia de un líder milagroso que nos saque del atolladero. Desgraciadamente, los líderes no caen del cielo, surgen de entre nosotros, y sus virtudes y capacidades suelen corresponderse con nuestros actos anónimos.
Decía Bertolt Brecht que desgraciado es el país que necesita héroes, porque esto significa que todos los demás han fallado y que sólo un milagro evitará la debacle. Pero ni cien William H. Pitsenbarger habrían evitado que la guerra de Vietnam acabará en desastre. En verdad, lo que se debe aprender del heroísmo de tipos como Pitt no es que los milagros existen, ni siquiera que su muerte no fue en vano porque, al fin y al cabo, salvó sesenta vidas. No es eso, no. Tanto en guerra como en tiempos de paz, seamos héroes o personas corrientes, lo que Pitt nos enseña es que lo que hacemos individualmente siempre tiene consecuencias, las queramos ver o no. Nos demuestra, en definitiva, el poder de lo que una sola persona puede hacer… para bien o para mal.
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