“Todas esas actividades, desde luego, al igual que nuestra propia vida familiar, se las debíamos a la televisión. En esa época ni yo ni nadie había soñado con la posibilidad de encontrarse con otro personalmente. En realidad existían todavía, aunque casi nunca se las invocaba, ordenanzas antiquísimas que lo impedían: encontrarse cara a cara con otro ser humano era un delito punible (…) Mi propia crianza, mi educación y mi ejercicio de la medicina, mi noviazgo con Margaret y nuestro feliz matrimonio, todo ocurrió dentro del generoso rectángulo de la pantalla del televisor. Naturalmente, de la inseminación de Margaret se ocupó AID y, como todos los niños, el único contacto que David y Karen tuvieron con su madre fue durante su breve vida uterina. Eso, no hace falta decirlo, enriquecía inmensamente, en todo sentido, la experiencia humana. De niño me había criado en el jardín de infantes del hospital, ahorrándome así todos los peligros psicológicos de una vida familiar físicamente íntima (para no mencionar los riesgos, estéticos y no estéticos, de una higiene doméstica compartida). Pero lejos de estar aislado, me encontraba rodeado de compañía. En la televisión nunca estaba solo”.

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El anterior fragmento bien podría pasar por la descripción que realizará un adulto occidental dentro de unos años, en tiempos “DC”, “después del coronavirus”. Cambiamos el “televisor” por la pantalla del dispositivo y ya. Sin embargo, es parte de un cuento llamado “Unidad de cuidados intensivos”, publicado en 1977 por el británico James Ballard.

La existencia de este cuento me la recordó una nota que Mark O’Connell publicara el pasado 1 de abril en la centenaria revista de política y cultura New Statesman. El título de la nota lo dice todo: “Por qué estamos viviendo en el mundo de Ballard”.

Allí O’Connell explica bien cómo el hecho de un mundo jaqueado por un virus que ha generado un cierre masivo de fronteras, con casi 3000 millones de personas que están en este mismo momento aisladas en su casas, rinde uno de los mejores homenajes a muchas de las distopías que planteó el autor de Rascacielos, Noches de Cocaína, El imperio del sol y Crash, entre otros.

El hecho de que esté permitido salir de casa solo para “lo imprescindible”, entendiéndose por ello la necesidad biológica de “conseguir comida”, podría generar al menos una reflexión acerca de qué es lo esencial y qué es lo superfluo, qué es lo que verdaderamente necesitamos para tener una vida plena y cómo muchas de las cosas que consideramos imprescindibles para ser felices quizás no lo sean

En el cuento mencionado, tal como se sigue del párrafo escogido, el narrador ha naturalizado una vida de aislamiento a través de la cual, paradójicamente, ha forjado lo que para él es la unidad esencial de la vida: la familia.

Pero claro, el detalle es que esta familia, compuesta por una esposa y dos hijos, nunca ha tenido la posibilidad de conocerse personalmente. Habían construido una vida juntos, iban al teatro, al cine, luego se casaron, fueron de luna de miel a Venecia y criaron a sus hijos a través del televisor, sin moverse del living de sus casas y sin haberse siquiera tocado alguna vez. Sin embargo, fueron una familia feliz hasta que el narrador decide violar la ley y propiciar un encuentro, primero con su mujer y luego con los pequeños hijos.

El encuentro personal les genera una enorme desilusión ya que los cuerpos no eran los que parecían ser detrás de la pantalla, a tal punto que marido y mujer no se reconocieron. La razón es fácil de entender: tal como sucede hoy en día con los influencer que hacen culto a su imagen en Instagram y abusan de los programas de edición para estar siempre estéticamente aceptables, los habitantes de esta sociedad imaginaria se maquillaban antes de salir a través de la pantalla, construían una imagen que difería de su apariencia real.

El cuento no tiene un final feliz porque, en general, cuando la realidad difiere demasiado de lo que imaginamos, las reacciones pueden ser aterradoras y, por supuesto, lejos de intentar cambiar lo que pensamos, tratamos de acomodar el mundo a nuestras ideas. Pero este cuento sirve para realizar algunas reflexiones personales. Por lo pronto, como mencioné en este mismo espacio algunas semanas atrás, la pandemia es útil para revelar el funcionamiento del capital, claramente afectado por la ausencia de circulación de bienes, personas y signos, pero lo que vendrá después de la pandemia no será el fin del capitalismo ni supondrá un giro de 180 grados en nuestros estilos de vida. Más bien, y en este punto me permito dialogar con algunas de las intervenciones de filósofos y pensadores que se han generado en las últimas semanas y que se pueden encontrar en un libro on line llamado Sopa de Wuhan, lo que probablemente suceda es la aceleración de procesos que ya estaban desarrollándose.

Si lo pensamos a partir del cuento, la paradoja de un mundo en el que a pesar de estar conectados a través de dispositivos nos sentimos y estamos cada vez más solos y deprimidos, estaba en pleno desarrollo antes de la pandemia. Es decir, O’Connell o quien escribe estas líneas, podríamos haber usado este mismo cuento para describir el funcionamiento de la sociedad en diciembre del año 2019. Sin embargo, en pocas semanas estamos siendo testigos de una aceleración vertiginosa de la ya de por sí vertiginosa tendencia a la digitalización y al control de la vida. Porque en muy poco tiempo el sistema educativo completo se las ha ingeniado para brindar contenidos y generar interacciones entre docentes y alumnos; el teletrabajo pasó a ser la solución para todas las empresas cuyo servicio así lo permite; el comercio digital creció exponencialmente por razones obvias; el consumo cultural vía streaming y los recursos de actuaciones en vivo a través de las redes sociales se ha convertido en algo cada vez más explorado; los envíos a domicilio ya no son producto de la comodidad sino de la necesidad y el proceso de bancarización (todavía relegado en países del tercer mundo donde la economía informal tiene mucha preponderancia) se ha visto desbordado en la medida en que los Estados comienzan a distribuir distintos tipos de ayuda económica a través de los bancos.

A primera vista, nada de lo recién listado resulta negativo más allá de que sobre cada punto se puede abrir un asterisco. Por mencionar solo uno, en el caso del teletrabajo, cuando culmine el tiempo de la zozobra, habrá que aclarar con precisión los límites porque muchas empresas consideran que el empleado que realiza su labor en la casa debe estar disponible las 24 horas y cumplir objetivos que exceden cualquier régimen laboral razonable.

Este punto nos puede servir de puente para desarrollar mínimamente el otro aspecto antes mencionado. Me refiero al del control de la vida. ¿Acaso no estábamos, antes de la pandemia, inmersos en un control de nuestros datos en manos de Estados y empresas como nunca sucedió en la historia de la humanidad? ¡Pues, claro! Y lo más curioso es que todos esos datos los brindamos de manera más o menos consciente o, en todo caso, era un precio que aceptábamos pagar por el beneficio de participar de un mundo interconectado en el que, para lograr la velocidad que deseamos, debemos brindar información personal, especialmente, claro está, vinculada a nuestros perfiles de consumo.

Pero el proceso se está acelerando en nombre de la prevención de la enfermedad. De aquí que no nos haya sorprendido que una de las claves del control de la pandemia en China o Corea del Sur haya sido no solo una cultura oriental menos reacia a la obediencia y al Estado, sino un complejísimo esquema de control de datos que incluye millones de cámaras de reconocimiento fácil, dispositivos capaces de medir la temperatura corporal, aplicaciones que advierten el circuito que pudiera realizar una persona enferma, y geolocalizadores generales que, en nombre de la planificación de políticas públicas, brindan la información sobre dónde estamos y qué lugares hemos visitado. En esta línea no es casual que Estados Unidos y Alemania estén avanzando en un eventual certificado de salud que acredite quién está sano para poder circular y quién no.

O’Connell culmina su nota sobre Ballard afirmando que el fenómeno del coronavirus estaría demostrando que todos queremos abandonar el aislamiento y dejar a un lado medios tecnológicos para estar allí afuera abrazándonos, confundiéndonos entre amigos y extraños, circulando por nuestras grandes ciudades; que, si bien, gracias a esta pandemia, estamos metidos circunstancialmente en un mundo ballardiano, no somos como los personajes de Ballard: queremos constituir familias o lazos normales, saltar por encima de la pantalla.

Sin ánimo de polemizar, no estoy tan seguro que ése sea el sentimiento general. Podría ser el mío y quizás el de algunos lectores, pero el estado de aislamiento, cuando no está acompañado de enormes dosis de angustias que nos confunden, puede ser el lugar para repensar valores, costumbres, prácticas y la consecuencia de ello quizás diste del mundo maravilloso en el que todos nos abrazamos y volvemos a vivir en comunidad. ¿Por qué no pensar que después de estar aislados durante semanas, muchas personas, antes que salir deseosas de una vida en comunidad, se manifiesten al contrario? Quizás a muchos se les revele que sus relaciones familiares y de pareja son una mierda, que su trabajo es una mierda, que sus actividades sociales son una mierda y que allá afuera, en el mundo sin maquillaje, la vida es una mierda. Incluso puede ocurrir que estando aislados y sin proyección de futuro se acentúe mucho más la cultura de vivir el aquí y el ahora. Al fin de cuentas, todos los planes pueden echarse por la borda por un virus que puede matarte, arruinarte económicamente, destrozarte psíquicamente o, en el mejor de los casos, simplemente retrasar un año lo que tenías pensado hacer. Por último, el hecho de que esté permitido salir de casa solo para “lo imprescindible”, entendiéndose por ello la necesidad biológica de “conseguir comida”, podría generar al menos una reflexión acerca de qué es lo esencial y qué es lo superfluo, qué es lo que verdaderamente necesitamos para tener una vida plena y cómo muchas de las cosas que consideramos imprescindibles para ser felices quizás no lo sean.

Como les decía, con la aceleración de los procesos que ya estaban en marcha no habrá un cambio drástico o, en todo caso, la aceleración lo hará parecer drástico aun cuando no lo sea. Lo que sí puede ser drástico es que muchas personas se den cuenta que ya eran un personaje de Ballard y que el mundo que pensaba el británico es mucho menos displacentero de lo que se suponía. En los años 70 se trataba de un mundo distópico. Pero visto desde la perspectiva actual, puede haberse transformado en un ideal a perseguir, una verdadera utopía.

Foto: Engin Akyurt

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