En la escena final de Black Hawk Down, el soldado Hoot Gibson, polvoriento, sudoroso y agotado, pero sereno, engulle un puñado de arroz, recoge su arma y su equipo, y antes de regresar al infierno de Mogadiscio, exclama: “Vaya, ya es lunes. Comienza otra semana más”.

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Para Gibson, al contrario que para cualquier ciudadano normal, no hay fines de semana, ni fiestas, ni horarios, ni convenios sindicales. Su trabajo consiste en luchar sin descanso, todos los días, a cualquier hora. Esa es su rutina. La escena expone una realidad universal: hay vidas que no conocen descanso.

Salvando las distancias, algo parecido ocurre con los autónomos en España. No son héroes ni soldados, pero luchan en un frente silencioso donde cada jornada es un combate: el de ganar lo suficiente para pagar la cuota, sobrevivir al impuesto, cumplir con la burocracia, soportar los retrasos e impagos y, por encima de todo, sobreponerse al desprecio del Estado.

Un país no se derrumba de repente; se desmorona lentamente. Primero se acepta la injusticia como un mero trámite del BOE, luego se asume como costumbre, y al final la tropelía sistematizada se ensalza como justicia social

Para los autónomos españoles, igual que para Gibson, no hay horarios o fiestas. La jornada a menudo empieza antes de que salga el Sol, cuando aún no ha abierto la sucursal de su banco pero Hacienda ya está ojo avizor. Viven en una guerra de desgaste, sin descanso y sin chaleco antibalas, donde la mayor parte de su esfuerzo se lo lleva un Estado que no devuelve casi nada.

Todo ese sudor invisible, esa lucha que libra desde el amanecer hasta el atardecer no interesa a los productores de películas de La Moncloa. En el star system ministerial la vida del autónomo es una abstracción, una letanía de cifras y proyecciones en la que se deciden sus ingresos, su pensión y su futuro. No hay rostros ni historias personales, sólo estadísticas que manipular.

Aquí es obligado aclarar algo que el Gobierno y buena parte de la opinión pública fingen no entender: la facturación de un autónomo no equivale a su sueldo. De esa cantidad salen el alquiler del local, el combustible, los materiales, la luz, los seguros, las reparaciones, el IVA adelantado y los impuestos pendientes. Lo que queda al final —el rendimiento neto— es su verdadera “nómina”. Y suele ser, con suerte, la mitad o menos de lo facturado. Por eso, cuando se pretende que un autónomo que factura 670 euros pague 217 de cuota, no significa que aporte un tercio de su salario, sino que entrega una parte desproporcionada de unos ingresos que, descontados los gastos, no le permiten vivir.

Pero el Gobierno prefiere ignorar ese detalle: la realidad no encaja tan fácilmente en una hoja de Excel. Con la desvergüenza de quien no ha levantado nunca una persiana, la ministra de Inclusión —bárbara ironía— presenta la subida de cuotas como un acto de justicia social. Con un entusiasmo digno del mejor esclavista, proclaman que el sistema será “más justo”: quien facture 670 euros pagará 217 solo por el privilegio de poder trabajar. ¡Un tercio de sus ingresos brutos!

Lo más grotesco, sin embargo, no está en los números sino en el discurso. Se trata de “fortalecer el sistema”, dicen, como si exprimir al que produce fortaleciera algo más que la contabilidad del ministerio. El sacrificio de los autónomos se presenta como un acto de fe, una especie de sacrificio en el altar de un Estado que ejerce de sacerdote, verdugo y recaudador.

Cotizar para desaparecer

El verbo “cotizar” sugiere reciprocidad, derechos y ciudadanía. Pero para el autónomo no es más que un eufemismo. Los autónomos, como cualquier trabajador, no cotizan; adelantan dinero a un sistema. Sin embargo, en su caso, cuando necesitan las contrapartidas prometidas el sistema no responde con el mismo entusiasmo. Por poner un ejemplo. Las prestaciones por cese de actividad, teóricamente un salvavidas, alcanzan sólo al 17 % de los autónomos. El resto, cuando pintan bastos, simplemente se hunde en silencio.

En agosto de 2025, el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos perdió más de diez mil afiliados en un solo mes, una caída diaria de 279 afiliados. Fue el peor registro desde 2008, cuando España era golpeada por la Gran recesión. Estas cifras no son un accidente: son la expresión estadística del agotamiento. Detrás de cada baja hay una historia que es silenciada, el taller que no aguantó el incremento de costes, la vendedora que no pudo hacer frente a la subida del sistema por módulos, el transportista que decidió vender su camión antes de endeudarse un año más para no convertirse en ilegal. El Estado, sin embargo, interpreta esas desapariciones como ruido de fondo. Su maquinaria sigue girando, indiferente, movida por la misma lógica que impulsa a un parásito: mientras haya sangre que succionar, hay vida.

El otro sendero español

Hace casi cuarenta años, el economista Hernando de Soto explicó que las economías informales, las que vulgarmente llamamos sumergidas, no nacen de la desvergüenza del común, sino de la extrema necesidad. Cuando el Estado hace imposible trabajar dentro de la ley, la gente crea su propio orden fuera de ella. España, la cuarta potencia europea, está recorriendo el mismo sendero que el Perú recorrió hace casi medio siglo.

La costurera que cobra en efectivo por arreglar prendas, el electricista que “se da de baja temporalmente” pero sigue reparando persianas, el joven informático que trabaja para clientes extranjeros a través de una cuenta sin declarar… no son evasores por gusto, sino exiliados económicos. Han descubierto que el precio de la legalidad es, literalmente, la ruina.

Sin embargo, el Gobierno, lejos de detener esta hemorragia, la sigue promoviendo. ¿Por qué? Porque un ciudadano dentro del sistema tiene derechos; uno fuera sólo tiene miedo. Y un país gobernado por el miedo trabaja, sí, pero siempre a merced de las represalias de su mayor explotador: el Estado. Economía sumergida y miedo interactúan entre sí como una pinza al servicio de un sistema extractivo que se perpetúa. De cuando en cuando, el Gobierno castiga la fuga que él mismo provoca, presenta su represión como moral pública y consolida su régimen de terror.

Ganar tiempo, arruinar el futuro

Por encima de esta explicación hay una razón que todo político conoce y casi ninguno se atreve a mencionar: el sistema de pensiones es inviable. La AIReF, el Banco de España y la Comisión Europea lo repiten con su habitual asepsia estadística: el gasto crece más rápido que los ingresos. Demasiados dependientes para cada vez menos productores. Todos saben que la demografía hará el resto y que el sistema colapsará. No es inevitable, pero las reformas necesarias tienen un coste electoral que nadie quiere asumir. ¿La alternativa? Llegar a la ficción de la era soviética: esa en la que el Estado finge pagar, y la gente finge trabajar.

Así, de cara a las siguientes elecciones, Sánchez gana tiempo con la solución más canalla: endosar el coste de la agonía del sistema a los autónomos; esto es, exprimirlos para sostener dos años más la ilusión de que las pensiones están garantizadas.

Los jubilados constituyen una masa electoral bien definida que puede ser sacada a la calle con facilidad; los autónomos, por el contrario, están desorganizados. Las asociaciones que supuestamente los representan carecen de masa crítica y poder de convocatoria. Entre otras razones, porque viven de las subvenciones del poder. Así pues, la aritmética es clara. Sacrificar a los autónomos es la opción política más barata.

Dicho de forma resumida. Cada subida de cuota no es una decisión económica, sino política. Se recauda para comprar tiempo, no para garantizar prestaciones ni justicia. Puro clientelismo: se mantiene el voto dependiente a costa del indefenso autónomo.

Hay sin embargo una explicación aún más terrible: el Gobierno parecer no temer el desfonde de la economía ni la quiebra del Estado de bienestar, porque ha comprendido que se puede sobrevivir sobre las ruinas de un país, como lo han hecho otros regímenes. En Cuba o Venezuela, el ciudadano común a duras penas sobrevive, pero la élite gobernante mantiene su tren de vida, sus privilegios, sus mansiones y su impunidad. El Estado, si es preciso, puede transformarse incluso en una organización criminal, cuya función sea financiar a esa élite gobernante mediante corrupción y actividades ilícitas. Así, aun cuando no quede tejido productivo que salvar, el régimen seguirá en pie, sostenido por la represión, la propaganda y el miedo.

El lenguaje del desprecio

Al menos el Gobierno podría tener el detalle de fingir empatía. Pero no, ha optado por la condescendencia. Cuando la ministra Elma defendió la subida de cuotas asegurando que “estamos ayudando al colectivo a planificar”, condensó en una sola frase la filosofía del poder.

Para la ministra no existen individuos con voluntad y proyecto propio; existen “colectivos” que deben ser administrados. No dice “ayudamos a los autónomos”, sino al colectivo, como quien habla de una masa informe que hay que ordenar. Y “planificar”, en su boca, no significa acompañar, sino mandar. El Gobierno decide por ti cuánto pagas, cómo trabajas, cuándo te jubilarás y, en último término, hasta qué punto tu vida le pertenece.

Un país no se derrumba de repente; se desmorona lentamente. Primero se acepta la injusticia como un mero trámite del BOE, luego se asume como costumbre, y al final la tropelía sistematizada se ensalza como justicia social. España lleva años en esa pendiente. El Gobierno castiga a quien trabaja, subvenciona a quien no lo hace, y predica la igualdad mientras expande la élite de políticos, asesores, enchufados y voceros que viven del sudor ajeno.

El resultado no es sólo empobrecimiento económico, sino también vital. Se destruye el aprecio por el esfuerzo y se aplaude la dependencia. Se enseña a los jóvenes que trabajar por cuenta propia es de idiotas. El mensaje es devastador: “No arriesgues, no pienses, no crees, no inventes, no construyas, no prosperes. El Estado hará todo eso por ti”. Por supuesto, es mentira.

España se acerca a un punto de no retorno. Si la tendencia continúa, los autónomos —esa clase media especialmente aguerrida que un día sostuvo el país— serán una especie en extinción. Cuando eso suceda y la economía se sostenga únicamente sobre subvenciones, deuda y empleo público, empezará la verdadera pesadilla.

Lo lógico es que cualquier presidente de gobierno intentara no llegar a ese escenario. Pero no es el caso de Sánchez. Él parece haber comprendido que la ruina no es un problema, sino su entorno más propicio. Un país empobrecido y dependiente es más fácil de gobernar que uno próspero; un ciudadano sin recursos y a expensas de las limosnas estatales es más manejable que uno pudiente y libre.

Cada subida de cuota, cada traba burocrática, cada abuso es un paso más hacia ese modelo donde la supervivencia depende de la obediencia. Lo hemos visto en todas las naciones donde quienes capturaron el Estado aprendieron a vivir del fracaso. España no ha llegado aún a ese punto, pero camina hacia él a gran velocidad.

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