Durante estos últimos meses, con ocasión del centenario de España invertebrada, casi podría decirse sin exageración que se ha puesto de moda entre los articulistas traer a colación a Ortega y Gasset, venga o no a cuento o, para ser más piadosos, con más o menos fundamento. Como se diría en términos coloquiales, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, queda muy bien una referencia culta a una obra de la que la mayoría muy probablemente solo conoce el título o, en el mejor de los casos, no ha releído desde que abandonó el instituto.
Independientemente de otras consideraciones, ya es de por sí triste que en estos lares nos acordemos de este tipo de obras y del pasado en general solo con ocasión de las efemérides como, por otro lado, ha sucedido este mismo año con el trágico episodio de Annual. Otro que tal baila, podríamos decir en castizo, porque el llamado desastre de 1921, para seguir la estela de desastres que se acumularon en menos de un cuarto de siglo —tras el desastre del 98 y el desastre del Barranco del Lobo de 1909— contiene también enseñanzas impagables de por qué nos pasan (a los españoles, claro) las cosas que nos pasan o, si prefieren que lo exprese en términos más objetivos, cuáles fueron los errores del pasado que debíamos tener en cuenta para no volver a caer en ellos.
Hasta hace poco la línea divisoria estaba en si gobernaban o no partidos nacionalistas en esta o aquella comunidad. Tal diferencia tiende a difuminarse cada vez más. En Galicia, feudo tradicional del PP desde tiempo inmemorial, he podido confirmar que el proceso parece imparable y sucede de modo independiente del color del partido que gobierne
Pero volviendo a Ortega y para no incurrir yo mismo en el pecado que señalaba al principio —invocando su nombre en vano—, diré al menos un par de cosas como punto de referencia que luego continuaré y aplicaré a una reflexión sobre nuestros males presentes. La primera es que, pese a lo que pudiera colegirse de las líneas anteriores, no tengo ninguna actitud reverencial hacia una de las obras más citadas de nuestro filósofo por antonomasia. Lo diré con claridad: España invertebrada es precisamente eso, la obra de un filósofo, no de un historiador y, por ello mismo, un conjunto de especulaciones ciertamente brillantes en las que se echa de menos un sólido soporte empírico y, en cambio, sobran divagaciones. Es, al fin y al cabo, un ensayo, en la más profunda acepción del concepto, lastrado desde la perspectiva de hoy día de un esencialismo indefendible.
La segunda es que, aun con ese lastre de partida, Ortega es mucho Ortega o, para decirlo también con propiedad en esta ocasión, el filósofo madrileño apunta con precisión los males patrios y esboza —aunque no mucho más de eso— intuiciones brillantes y planteamientos ciertamente sugestivos. Es difícil sustraerse al hechizo de su discurso y los hallazgos perspicaces que, como fogonazos, pespuntean sus cavilaciones. Entre ellos, este cuarteto de calamidades recurrentes en el devenir hispano, empezando por la falta de integración nacional y territorial y siguiendo por los particularismos pertinaces (la unión de ambos defectos produciría la famosa invertebración); a ello habría que añadir la ausencia de los mejores —la defección de las elites— en la vida pública y en el trazado de los objetivos nacionales y, por último, la falta de confianza en las propias fuerzas, la ausencia de autoestima colectiva que desemboca en el perpetuo pesimismo español.
Tomando como referente a Ortega o al margen de él han sido innumerables los historiadores, politólogos, ensayistas y teóricos en general que han reflexionado sobre los males políticos de España en esa o parecida línea de análisis. Quisiera destacar en particular la polémica que ha enfrentado a varias generaciones de estudiosos acerca de la naturaleza del Estado español y el surgimiento de los nacionalismos periféricos como uno de los rasgos más sobresalientes del devenir hispano en la época contemporánea. Por sintetizarlo del modo más breve posible: ¿es la excesiva fortaleza del Estado —la bota de Madrid— la que explica la aparición de diversas alternativas en la periferia peninsular —en suma, necesidad de liberarse de la opresión centralista— o sucede justo lo contrario, que la inconsistencia del Estado nacional es la que provoca la eclosión nacionalista en varias regiones, que se constituyen así en alternativas nacionales?
Ni qué decir tiene que los que aquí llamo nacionalistas alternativos —en particular, por su fuerza y extensión, los nacionalismos catalán y vasco— siempre se han intentado justificar asumiendo la primera de esas opciones, independientemente de que sus fundamentos doctrinales vayan mucho más allá. Fuera de ellos, todos los demás análisis políticos e historiográficos coinciden con diversos matices en la relativa debilidad del Estado en la España contemporánea. Con todo, es innegable que se trata de una fragilidad no siempre manifiesta. Precisamente la necesidad de encubrir esa impotencia ha dado lugar a demostraciones impostadas de fuerza, como sucede con gobiernos autoritarios o las dos dictaduras del siglo XX. El propio Ortega, sin ir más lejos, hablaba de centralismo teórico para encubrir una realidad marcada de facto por el regionalismo o incluso el provincialismo.
Una de las dimensiones más expresivas de la insuficiencia del Estado nacional está en lo que suele conocerse como proceso de nacionalización, es decir, la capacidad del Estado para lo que Jordi Pujol denominaría fer país o, en términos románticos, hacer ciudadanos, lo que implica capacidad para llegar a todos los rincones del territorio donde teóricamente ejerce su soberanía, mediante un sistema de enseñanza, protección, justicia, salud, seguridad y otras prestaciones que se han ido desarrollando en los últimos tiempos. De este modo, los individuos se reconocen a sí mismos como miembros de una colectividad –ser españoles en este caso— con unos derechos comunes y unos objetivos compartidos.
Ese proceso de nacionalización tuvo lugar en España con relativo éxito a lo largo del siglo XIX y continuó, aun intensificado, durante el siglo siguiente. Pero del mismo modo que dicho curso es innegable, sería absurdo no reconocer sus limitaciones. Ciñéndome ahora tan solo al pasado siglo, una serie de factores externos e internos condicionó el proceso. Así, por mencionar lo más obvio, la no-participación en las dos guerras mundiales y la ausencia de una amenaza exterior a la integridad nacional (una anomalía en el contexto europeo), junto con los evidentes efectos positivos, conllevó un aislamiento o ensimismamiento que produjo consecuencias funestas, al desembocar en una guerra civil y una dictadura cuyos efectos se prolongaron durante cuatro décadas. Aun hoy día hay millones de españoles que no se reconocen en símbolos comunes y tienen a gala —y como bandera— diferenciarse con desprecio del resto de sus compatriotas.
El Estado franquista no era fuerte ni para hacerse respetar frente al exterior —bastaría acordarse de la Marcha verde— ni para construir intramuros una auténtica cohesión nacional. De ahí el recurso a la represión pura y dura. Pero aparentaba serlo y, por ello, para dejar atrás su férreo centralismo, se diseñó un engendro denominado estado autonómico, un federalismo de facto —aunque no se reconociera como tal— que aspira a una suerte de confederación, pero cuyo descarrío caótico manifiesta ya lo peor del Estado confederal sin ninguno de sus beneficios. Un monstruo. Solo así puede entenderse que hoy gobiernen España una serie de partidos cuyo objetivo explícito es destruirla.
La patente deriva centrífuga ha hecho que los análisis se centren —con razón— en los adalides del proceso, los nacionalistas catalanes y vascos, y en sus respectivos feudos. El Estado ha desaparecido de hecho en estas dos regiones españolas, haciendo realidad aquel dictamen premonitorio que aseguraba que antes de que Cataluña se fuera de España, España se iría de Cataluña. Pues bien, esto ya es una realidad a pie de calle y de vida cotidiana. No es un juicio subjetivo sino una realidad que sufren hoy millones de personas —en una especie de exilio interior— aparte de una mera constatación al alcance de cualquier observador externo.
Quisiera no obstante hacer hincapié por mi parte en lo que está ocurriendo en el resto del territorio español, sobre todo en estos últimos meses en que la pandemia ha puesto de manifiesto que nuestro destino manifiesto es gozar de diecisiete sistemas sanitarios diferentes y otros tantos sistemas judiciales (sin contar ahora otras múltiples especificidades). Unos recientes viajes a varias regiones españolas me han servido no ya para confirmar lo que sospechaba —el paulatino vaciamiento de competencias estatales que se parece mucho a una desintegración— sino para comprobar el fenómeno paralelo que se produce cuando hay un vacío político: las comunidades autónomas están acometiendo una nacionalización alternativa, haciendo ahora cada una de ellas no ciudadanos españoles sino gallegos, valencianos, canarios o andaluces.
Hasta hace poco la línea divisoria estaba en si gobernaban o no partidos nacionalistas en esta o aquella comunidad. Tal diferencia tiende a difuminarse cada vez más. En Galicia, feudo tradicional del PP desde tiempo inmemorial, he podido confirmar —la verdad, ya sin sorpresas— que el proceso parece imparable y sucede de modo independiente del color del partido que gobierne. Podría pensarse que esta galleguización se ve favorecida por ser comunidad con lengua propia pero otro tanto está ocurriendo en otras zonas que solo manejan el castellano y no por ello tienen menos ínfulas en aparecer como diferentes de un Estado —rebajado al nivel despectivo de su capital: Madrid, pronunciado con una mueca de asco— y de un país cuyo nombre evitan incluso pronunciar para no contaminarse. Las pulsiones particularistas de tan larga raigambre hispana —¡Viva Cartagena!— han logrado así presentarse de una pátina de respetabilidad al socaire del nuevo progresismo identitario.
Foto: Partido Popular de Galicia.