No creo que haya mejor ángulo para entender lo que nos pasa ahora mismo en España que la comparación entre nuestros éxitos deportivos y el evidente desastre político que padecemos. Se podría decir que hoy en día no hay otro motivo que no sea el deporte para que un español pueda ser noticia en cualquier periódico del mundo, al tiempo que en política no hacemos sino destacar por ridículas hazañas de las que, por fortuna, casi nadie se ocupa por ahí fuera, lo que es un alivio, pero no evita que estemos a la cabeza en memorables absurdos.

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Mostramos nuestra solidaridad en Europa desentendiéndonos del riesgo militar y político que representa Putin, vamos de campeones morales encabezando el escándalo que ha sabido crear Hamas, le damos al sultán de Marruecos lo que ansiaba durante décadas a cambio de su desprecio continuado o peleamos arduamente en Europa para que se reconozcan como lenguas oficiales tres de las que aquí se hablan en algunas regiones, un grave problema que se pone de manifiesto porque en las reuniones de nuestras cámaras y en encuentros de líderes regionales hay que ponerse el pinganillo para oír en euskera a un tipo que se apellida Pradales, apellido más burgalés que el queso blando.

Los deportistas se toman en serio su trabajo y se dejan asesorar por gente que sabe más de lo que ellos alcanzan, mientras que los políticos asumen que nadie puede saber más que ellos mismos, porque para eso han sido elegidos

Tenemos una monarquía parlamentaria en la que el Congreso no pinta nada, no es capaz de aprobar los presupuestos nacionales que el Gobierno ya ni envía y un Tribunal Constitucional que se apresta a ser motivo de universal escarnio saliéndose de su papel y homologando leyes que son tan partidistas como él mismo, aunque su relación con la Constitución sea de naturaleza parecida a la del culo con la témporas. No sigo porque no escribo para partirme de risa, pero no me voy a privar de recordar que se nos ha exhibido a una fontanera talludita como periodista de investigación, aunque no haya publicado una línea en toda su plácida existencia de groupie sanchista, o de lo que toque en cada caso.

Entonces ¿por qué nos va tan bien en el deporte? No es ningún misterio, pero no está mal recordar algunas diferencias esenciales. En primer lugar, a Dios gracias, el deporte está bastante libre de la presión estatal y del ahogo burocrático, es una actividad plenamente civil en la que la valía de las personas es esencial y su capacidad para organizarse y cooperar es clave. En segundo lugar, el deporte es un ámbito en que lo esencial no es ganar a cualquier precio sino respetando unas normas que todo el mundo tiene por comunes y que, aunque dejen a los fanáticos espacio para la discusión continua, acaban siendo aceptadas por todos.

En los deportes, los clubs y los individuos se han acostumbrado a vivir de su esfuerzo y méritos, no dependen, de manera muy general, ni de subvenciones ni de favores y aceptan con cierta naturalidad que no impere ningún igualitarismo impuesto por gente que se considera moralmente superior y obliga a poner a personas sin preparación y con evidentes carencias en lugares que se hurtan a otras más capaces y de mayor mérito.

Los deportistas y sus directivos carecen de esa facultad asombrosa de los políticos para aumentar irresponsablemente los presupuestos de que disponen, lo que hace que en el deporte impere cierta sensatez a la hora de hacer gastos. Por el contrario, los políticos nunca se acostumbran a pensar que el gasto debiera ser contenido y jamás dejan de financiar con cargo a préstamos y deudas, que hemos de pagar todos los demás, cualquiera de las cosas que consideran esenciales para su imagen y prestigio, de manera que nadan en la abundancia, cobran pensiones que los demás ni soñamos y si se les va la mano en alguna cuestioncilla siempre pueden acudir a la institución del aforamiento para que su culpa y castigo se estime lo suficientemente tarde y a ser posible nunca jamás.

Los deportistas se toman en serio su trabajo y se dejan asesorar por gente que sabe más de lo que ellos alcanzan, mientras que los políticos asumen que nadie puede saber más que ellos mismos, porque para eso han sido elegidos. Por eso pueden tener, como pasó con la Covid, un Comité de expertos que, al final, se sabe que nunca existió, o pueden decir que ya nos contarán cómo y por qué se ha producido el inaudito apagón general en España porque lo están investigando con minuciosidad los mismos que lo causaron. Supongo que esperan que al final nos podamos creer que la culpa fue de Manolo el del bombo.

Hace unos días murió, a los 97 años, Richard “Dick” Garwin, uno de los creadores de la bomba de hidrógeno que ha sido asesor y consejero de una docena de presidentes de los EEUU, por descontado que de ambos partidos. No tenemos mucha gente de ese nivel, por desgracia, pero puede asegurarse que ningún presidente habría hecho mucho caso de cualquiera que pudiésemos tener. La prueba la tenemos delante de las narices en el Palacio de la Moncloa en el que figura de máximo asesor un señor que ha hecho una tesis doctoral sobre la conveniencia de la mentira en política, verdad es que sería difícil encontrarle mejor acomodo en cualquier otra parte.

Puestos a ser sincero, no acabo de ver cuál es la necesidad que haya podido sentir Pedro Sánchez para buscarse un consejero en el arte de los embustes en el que Sánchez ha dado tantas muestras de maestría como de valor, pero seguro que le está sacando jugo, aunque me temo que si está detrás de lo de la periodista de investigación habría que revisar el doctorando en la materia por la misma razón que un colegio de ingenieros examinaría la licencia de un colega al que se le hundiese un puente o diseñase un avión incapaz de despegar.  De momento, Sánchez guarda un respetuoso silencio sobre el bodrio de la Díez, aunque algunos de sus lebreles no hayan podido resistirse a mostrar sus argumentos más perrunos.

Mientras que Alcaraz ya está en las finales de Roland Garros y la selección de fútbol le hizo una manita a los franceses, nuestra política sigue en manos de quienes parecen apostar por llevar a España al peor vertedero imaginable, pero lo malo no es que esto sea así sino que haya millones de españoles que no se den cuenta de en qué manos estamos porque siguen creyendo con infinita candidez que son los suyos los que mandan y que aunque vayamos cada vez peor hay que estar contentos de semejante éxito.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web