El martes, 8 fue el que siguió al primer lunes de noviembre de un año par. Y se ha producido una luna roja a causa de un eclipse. Esta frase, que parece extraída de un texto de la cábala, tiene todo el sentido en los Estados Unidos. Con esos datos, y con independencia de a qué año nos refiramos, sabemos que se han celebrado unas elecciones. Así de predecible es el sistema electoral de aquel país. Cuatro datos (el primer martes de noviembre que no caiga el día 1 de un año par) nos valen para saber que, en el pasado o en el futuro, hablamos de un día de elecciones en los Estados Unidos.
Y el martes, 8 de noviembre, hubo elecciones. Pero eso ya lo sabemos. Se trataba de las elecciones de mitad de mandato, el que comenzó Joe Biden tras las elecciones presidenciales (martes, 3 de noviembre de 2020). El recuento de los votos continúa a esta hora, y lo hará todavía por un tiempo. Es más, el resultado definitivo no lo conoceremos al menos hasta el día 6 de diciembre, día de San Nicolás, porque es cuando se celebrará la segunda vuelta en la elección del senador de Georgia.
DeSantis sí tiene una ideología conservadora que, aunque contradictoria o inconsistente en ocasiones, puede ser suficiente como para ahorrarnos otro 6 de enero
Pero ya hay algunos datos sobre los que podemos transitar con seguridad, aunque aún falten por confirmarse otros. Sabemos, según The Cook Political Report, que el Partido Republicano ha obtenido 50,1 millones de votos, por 44,2 millones del Partido Demócrata. Sabemos, por tanto, que hay una diferencia de 6,1 puntos en el reparto de los votos emitidos: 52,3% frente al 46,2%. Esto es relevante, porque seis puntos es mucha diferencia en un país acostumbrado a dividirse en mitades muy parejas en la intención de voto.
Esa diferencia es el doble del premio que tiene el partido opuesto al del presidente en las elecciones de mitad de mandato, que son tres puntos. Y es aquí donde encaja la luna roja, porque los medios la tomaban como una alegoría de la oleada roja (es decir, republicana), que se esperaba ese mismo martes. Y todos los medios recogen que esa oleada no se ha producido.
Vemos que atendiendo al reparto de votos eso no es del todo cierto. Pero sí lo es que esos votos no se han plasmado en una gran victoria en la Cámara de Representantes, que hoy tiene mayoría demócrata. Y que, si se produce un vuelco en el Senado, no irá más allá de un reparto de la centena de senadores de 51 a 49. Sería una victoria importante, pero escasa. Y, en estos momentos, insegura. Tampoco ha habido un vuelco en las elecciones a gobernador. Es más, por el momento hay dos estados, Maryland y Massachusetts, que tenían un gobernador republicano y ahora lo tendrán demócrata.
De modo que los periodistas tenemos que visitar nuestro muestrario de lugares comunes, y tirar, quizás, de una “amarga victoria”, o de una “digna derrota”, o de la habitual “remontada histórica”. Queremos meter “calma tensa”, pero en este evento no parece encajar. En cualquier caso, lo que es cierto es que en el Partido Republicano se ve el resultado con un sabor un tanto agrio. Otro lugar común, por cierto.
El nuevo Congreso, ya veremos en qué medida, dificultará la acción política de la administración Biden; especialmente si el Senado cambia de signo y los republicanos ganan el control. Pero el efecto político más profundo de estas elecciones, un efecto que no tiene que esperar a que se conozcan todos los resultados, se ha producido en el Partido Republicano.
Este es, en gran parte, el partido de Donald Trump. Trump era, en cierto modo sigue siendo, un outsider en el Partido Republicano. Se impuso al resto de candidatos en las primarias de 2016, para sorpresa de todos los analistas de la política de los Estados Unidos. Yo soy uno de esos sorprendidos. Luego ganó las elecciones presidenciales, lo cual es menos sorprendente, porque si bien era imposible que ganara Trump, más imposible era que ganase Hillary Clinton.
Han sido los cuatro años de presidencia más contestados de las últimas décadas. El activismo contra Donald Trump, el nivel de ataques verbales contra la legitimidad de su victoria, la labor sin descanso de las plataformas tecnológicas en su contra, la actividad partidista de instituciones como el FBI, que medió para favorecer al candidato Biden en las elecciones de 2020, apenas tienen precedente. Si la de los Estados Unidos es una democracia ejemplar es precisamente porque ese tipo de situaciones no abundan.
¿Por qué ganó Donald Trump? ¿Por qué hubo y sigue habiendo una contestación tan fuerte contra él? Para entenderlo tenemos que mirar al otro lado, al Partido Demócrata. Es el partido que ha alojado la izquierda del país. Y esa izquierda se ha entregado a la ideología identitaria, posmoderna, que los lectores de Disidentia conocen mejor que nadie. Es una ideología polarizante. Divide la sociedad en un conjunto limitado de identidades, unas identidades fácilmente manipulables, divididas para que participen en un teatro de guiñol con buenos y malos. Es un planteamiento que tiene una sencillez extrema, a prueba de televidentes y de votantes de democracia de masas. Y que apela a los sentimientos (pertenencia-odio), dentro de una moral tribal (nosotros-ellos), sólo un punto por encima de lo que puede manejar la parte reptiliana de nuestro sistema nervioso.
Según hemos ido descendiendo en el nivel intelectual y, sobre todo, moral, hemos ido avanzando (¡progresismo!) en el ámbito de la política hasta la izquierda actual. Es una ideología agresiva y sectaria. ¿Cómo podría no serlo? Y una parte de la sociedad estadounidense se siente justamente atacada. Donald Trump ha sido su valladar. Trump no es un hombre intelectualmente complejo. Pero una ideología basal como esta tampoco necesita más. La aportación de Trump es temperamental. A Trump no se le pone nada por delante; eso incluye la turra identitaria izquierdista, e incluye todo lo que se le acerque. Y da igual, porque lo importante es su oposición, que ha sido frontal.
Donald Trump perdió las elecciones de 2020. Y las perdió, por más que él insista en que se las han robado. El sistema electoral funciona muy mal allí, lo hizo en 2020 y lo hizo el pasado martes, pero nada ha demostrado que él no perdiese la elección. Aun así, el Partido Republicano está en sus manos. En el último ciclo de primarias, el 92% de los candidatos que él ha propuesto, algunos en contra del establishment republicano, ha salido adelante. La base republicana le quiere, pese a su abominable comportamiento el día de la votación del presidente por el colegio electoral el pasado 6 de enero de 2021. Esa base vota a sus candidatos, y le dice a los encuestadores que quiere que sea él quien se enfrente a quien sea, ojalá a Joe Biden, en 2024.
Que Donald Trump, que no acepta la derrota, iba a intentar presentarse una tercera vez estaba esculpido en mármol. Y decidió aprovechar los anuncios de que se venía una gran oleada roja en las elecciones. El lunes dijo que el martes, 15, hará “un anuncio importante”. Es decir, que adelantó que iba a anunciar su candidatura para 2024.
Trump se ha colocado en el centro de la pista electoral. Se ha atado el casco, se ha metido en el cañón de las midterm, y ha esperado a que cuando llegue la mecha a su final el estallido electoral le catapulte como candidato-bala. Pero la deflagración ha sido muy corta, y su lanzamiento no le ha llevado a la diana, sino a algún punto intermedio. Ahora quiere levantarse, pero ya lo hace con algún que otro hueso roto. Quiso apuntarse él la victoria republicana, y va a tener difícil no contaminarse con la sensación de derrota. Sobre todo, porque hay cierto consenso en que varios de los candidatos que no han triunfado son los suyos. Y muchos de ellos son bastante malos.
Según Político, un senador de 50 que tiene ahora el Partido Republicano ha dicho que del medio centenar sólo 5 quieren que se presente en 2024. Ya se empiezan a leer los elogios a su figura que parecen obituarios políticos. Gracias, le dicen, por todo lo que has hecho. Pero no, gracias. Otra vez, no.
Para desgracia de las pretensiones de Donald Trump, el Partido Republicano tiene un líder. Y no es él. Se trata de Ron DeSantis, gobernador de Florida. Se ha opuesto a las medidas de control con la excusa de la pandemia. Se ha opuesto a la ideología woke, sin contemplaciones. Y ha liderado la respuesta del estado al azote del huracán Ian. Todos le miran a él como el hombre capaz de hacer que en la Casa Blanca haya un presidente republicano.
Y DeSantis, que en tantos aspectos se parece a Donald Trump, es muy distinto de él en un aspecto fundamental. DeSantis sí tiene una ideología conservadora que, aunque contradictoria o inconsistente en ocasiones, puede ser suficiente como para ahorrarnos otro 6 de enero. Y frente a ello, nada puede hacer Trump.
Foto: Gage Skidmore.