La democracia está siendo desmantelada ante nuestros ojos. No por un golpe de Estado clásico, sino por una sucesión de actos deliberados, ejecutados desde el Gobierno, que eliminan las garantías constitucionales, desmantelan los contrapesos institucionales y colonizan todos los espacios eliminando sistemáticamente cualquier atisbo de neutralidad. Muchos ciudadanos —y no pocos políticos de la oposición— todavía confían en que las próximas elecciones generales, previstas para 2027, pondrán freno a esta deriva. Pero esa esperanza parte, quizá, de una premisa equivocada: que la maltrecha arquitectura institucional resistirá lo suficiente como para permitir unos comicios auténticamente libres y limpios. Lamentablemente, cada vez parece menos seguro que eso ocurra.
Pedro Sánchez y su entorno ya no disimulan. Han cruzado demasiadas líneas, y sus implicaciones penales, políticas y personales son de tal envergadura que su única salida es terminar el trabajo: desactivar definitivamente el Estado de derecho. Lo que estamos presenciando no es sólo otra legislatura plagada de escándalos, abusos y deterioro democrático. Es una segunda Transición no declarada. La primera fue «de la ley a la ley»; esta segunda pretende ser de la ley a la impunidad. Y para consumarla, están dispuestos a todo.
España está mucho más cerca de un cambio de régimen que de unas elecciones libres… y aún quedan por delante dos años de demolición. Una eternidad medida en tiempo sanchista. Sin embargo, las alarmas suenan con sordina
Como elefante en cacharrería
El asalto a las instituciones por parte del poder ejecutivo, liderado por Pedro Sánchez, ha sido atropellado, poco o nada sutil, incluso chapucero, pero sumamente eficaz frente a una democracia demasiado imperfecta como para prever la llegada al poder de un presidente sin escrúpulos. Como un elefante en una cacharrería, el Gobierno ha destruido salvaguardas con torpeza y brutalidad, sin sutileza alguna, pero con una determinación que a duras penas ha encontrado resistencia.
La Fiscalía, que debería actuar como garante del Estado de derecho, ha sido convertida en un apéndice del Ejecutivo. No por casualidad, el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, es un cargo de confianza del Gobierno. Ahora, con la inminente reforma de la Justicia, Sánchez pretende suprimir el papel de los jueces de instrucción y otorgar a la Fiscalía, es decir, a su Fiscalía, el control total de las investigaciones penales y así neutralizar completamente todos los frentes judiciales. Una vez apartados los jueces de la instrucción, los fiscales ejercerán de guardias de tráfico gestionando accidentes: “No hay nada que mirar aquí, circulen”.
Simultáneamente, la campaña de descrédito contra la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil ha alcanzado cotas inéditas. En el episodio más revelador, el Gobierno y sus terminales mediáticas manipularon una conversación para insinuar que se estaba especulando con un magnicidio. En realidad, como reveló The Objective, un agente bromeaba diciendo que, tras su trabajo en una investigación sensible, en vez de condecorarlo, le pondrían una bomba lapa.
Este ataque no es casual ni aleatorio, es la continuación de una serie de maniobras en la sombra para neutralizar a una unidad, la UCO, que ha sido clave en investigaciones comprometedoras para el entorno de Sánchez. Desactivarla o someterla al control gubernamental es parte de un plan para eliminar cualquier fuente de investigación independiente.
Estado de excepción sin declarar
Con Sánchez, la anomalía democrática es ya la norma. España vive un estado de excepción no declarado, donde se criminaliza la oposición política, se manipulan las instituciones de control y se persigue a periodistas y jueces incómodos. Leire Díez, una colaboradora del Gobierno sin cargo oficial pero con acceso privilegiado a información sensible, ha desempeñado un papel clave en esta labor subterránea. Su nombre aparece vinculado a presiones y maniobras de acoso contra fiscales, jueces y reporteros.
En paralelo, se extiende la sospecha de que ciertas anomalías recientes en el voto por correo en algunas localidades podrían no ser incidentes aislados, sino pruebas de campo para una manipulación electoral mucho más ambiciosa de cara a las elecciones generales. No creo que vaya a ser el caso, aunque tampoco puede descartarse por completo, porque con este Gobierno cualquier cosa, por disparatada que parezca, es posible. Sin embargo, no es necesario alterar las urnas si se puede impedir directamente la celebración de elecciones. Y para ello ya se empieza a hablar de una Ley de Transitoriedad, seguramente con otro nombre, que suspenda el calendario electoral con alguna excusa de excepcionalidad.
El líder del PP catalán, Alejandro Fernández, advertía recientemente en ABC de esta posibilidad, señalando que el Gobierno podría utilizar una supuesta crisis de convivencia o alguna amenaza institucional como coartada para justificar esa ley extraordinaria.
Advertencia a la oposición: no habrá sitio para vosotros
El peor error es pensar que el PSOE de Pedro Sánchez está dispuesto a compartir poder con sus adversarios en alguna medida. No es así. El nuevo régimen que están construyendo no admite alternancia ni control externo. Su lógica no es democrática, sino de ocupación total… y permanente. Cuando el objetivo es garantizar la impunidad y blindar un sistema de poder clientelar, no hay margen para mascaradas, pasteleos, consensos ni repartos. El Estado será el PSOE o no será.
La oposición, si no reacciona con firmeza en vez de pelearse entre sí, será laminada. Eso parece seguro. Pero fuera del sistema no sólo quedarán los partidos, también cualquiera que no acepte las nuevas reglas del juego. Un juego en el que los derechos no serán universales, sino privilegios otorgados por afinidad política y, claro está, por la gracia de un nuevo caudillo.
España está mucho más cerca de un cambio de régimen que de unas elecciones libres… y aún quedan por delante dos años de demolición. Una eternidad medida en tiempo sanchista. Sin embargo, las alarmas suenan con sordina. Declaraciones solemnes pero sin recorrido político y, si acaso, manifestaciones de fin de semana con vermut, apostándolo todo a unas elecciones que —aún creen algunos— arrojarán el poder en sus manos como fruta madura. No sólo está por ver, sino que con cada nueva acometida de Sánchez ese escenario se vuelve más improbable.
Puede parecer una profecía catastrofista, pero es una proyección realista basada en hechos y precedentes. No es que nuestra democracia vaya a agravar sus manifiestas imperfecciones, cómo desgraciadamente ha sido la costumbre: es que Sánchez está decidido a liquidarla. Los ciudadanos y la oposición deben entender que, si no actúan ahora, pronto ya no habrá cauces legales ni institucionales para reaccionar. No habrá jueces, no habrá fiscales, no habrá UCO, no habrá prensa independiente… no habrá nada que se interponga entre Sánchez y la impunidad absoluta. Y entonces, será demasiado tarde.
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