Una parte de lo que sé sobre el bien —sobre el honor, la bondad y el coraje— lo aprendí en una cancha de baloncesto. No es mala escuela del carácter el deporte: se adquieren hábitos virtuosos de forma experiencial, como se dice ahora, es decir, que lo que hay que hacer apenas se explica, no más se hace. Mi aprendizaje, en cuanto a esto, ha sido sobre todo adulto. Hice mis pinitos de joven, pero, como comprenderá cualquiera que me haya visto, jamás pasé de las tardes en descampados con canastas sin red y aro de hierro ni de recreos a trompicones, porque ni daba ni doy el tipo. Fue a partir de 2008, en medio de una crisis profesional, un tanto noqueado, cuando ingresé en el Excelentísimo Club Butrón, donde sigo. A pesar de mis muchas torpezas, el grupo me acogió; como doy para lo que doy, pronto añadí como aportación llevar de cabeza el marcador (contar sí sé) y después la tesorería y los asuntos administrativos. Mi gente es muy generosa, pero conviene darle motivos.

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¿Por qué se juntan quince o veinte tipos de cincuenta o sesenta años para trotar por una cancha? Por varias y buenas razones. Para aparcar las preocupaciones diarias y dejar que el corazón y los músculos hablen. Para ejercitarse en capacidades distintas, y hasta en discapacidades, para que los huesos crujan y los músculos griten: para recordar con amabilidad que se es vulnerable. Para divertirse, sin más, en un juego que consiste en defender, ayudar y pasar, es decir, para colectivizarse por las buenas. Para hermanarse también después frente a una cerveza y unas cuantas tapas; es la amistad, amigos, sin protocolos ni artificios, la camaradería desacomplejada de siempre. Para dolerse, correr, sudar y sentirse vivo juega uno al baloncesto cuando ya no tiene edad, en definitiva.

Nos recuerda, también, el deporte, que la vida solo es vida si se combate. Esto es importante para todos, pero un poco más para los hombres

Nos recuerda, también, el deporte, que la vida solo es vida si se combate. Esto es importante para todos, pero un poco más para los hombres. Leía el otro día a Inger Enkvist —una especialista en educación señera— decir que una de las razones por las que los chicos se estaban quedando atrás en el desarrollo educativo era que los elementos de competición estaban siendo laminados en la escuela. Necesitamos competir, los hombres y las mujeres, y podemos hacerlo, además, con sabiduría, de modo amable. En nuestros encuentros, por ejemplo, se celebra la brega y el no dar un balón por perdido, la nobleza al disputar y la honradez cuando hay que dirimir qué ha sucedido. Pero se celebra la excepcionalidad, no la eficiencia. Llevamos tanteos emocionales, porque, como en el amor (y es amor la amistad), nos gusta ganar, pero nos revientan las cuentas.

Lo que sé sobre el compañerismo lo aprendí en el Club Butrón, principalmente; también recibí unas cuantas lecciones sobre el orgullo positivo. Pero hay más. Como toda noble comunidad, esta tiene sus personajes principales. Quiero decir que a todos los quiero, pero algunos han sido mis maestros. De mi tocayo, mi Naran, he aprendido lo que decía Hemingway, que el coraje es la gracia cuando la presión es muy grande, que el padecimiento físico y mental se supera con cariño y que darse aires lleva sin remedio al ridículo. José Ramón me ha enseñado a saber estar, y que la rectitud y el esfuerzo se llevan muy bien con el humor y las complicidades. De Carmelo, los sesenta bien cumplidos y no solo dando el callo, sino siendo el primero, he aprendido la constancia y la vergüenza torera cuando ya no es el mismo el cuerpo. De Paco he tomado el pundonor y el insobornable esfuerzo, también la pasión por dejarse el pellejo. Y así podría seguir con los demás, Raúl, Iván, Paco Sosa, Domingo, Jesús, Aniceto, Darío, Antuán, Pedro y el resto. Pero tengo que terminar con Lolo, que se nos fue hace unos meses, es amor y honestidad y ahora juega con nosotros desde el cielo.

No se puede llamar «pachanga» a esto que hacemos; el sustantivo es faltón e inexacto. No somos, sin más, un puñado de señores mayores trotando sobre un parqué: somos gente que compite por sentirse viva. «Por eso corro yo, pero no al azar; lucho, pero no contra el aire», escribe Pablo a los corintios. Saber por qué se combate, hoy que nos anega la desorientación y la anomia no es poca cosa. «Tuve que luchar durante mucho tiempo y convertirme en luchador», hace decir Nietzsche a Zaratustra, «para que un día tuviera las manos libres para bendecir». Lo que recaudamos aquí, en forma de buen humor, desentumecimiento y reverdecer cognitivo, nos lo gastamos en nuestra sociedad y nuestras familias, intentando quejarnos menos y hacer más, y arrimar el hombro: es también por lo que nos da la cancha que no vamos a despotricar contra todo eso, sino a bendecirlo. Nuestras esposas, que tanto nos quieren, saben ver cuánto bien depara que desaparezcamos tres o cuatro horas. Y así, entre rebotes, robos de balón, canastas y tapones, es como nosotros bendecimos también la vida.

Hace no mucho la rama de la administración municipal que gestiona el deporte en los pabellones públicos nos reunió para comunicarnos que cambiaban las reglas de asignación de espacios y que habría un nuevo baremo. Acudimos, ilusionados, esperando que en esa clasificación se reconociera todo esto que hacemos, sabiendo además, como sabemos, que el nuestro es ya irremediablemente un país de ancianos. Nuestro gozo en un pozo: ni siquiera se nos consideraba, es decir, que iríamos detrás de todos los jovenzuelos, especialmente de los que compitieran oficialmente (aromas al Proceso de Kafka). Nosotros, que hemos sido jóvenes, jamás le quitaríamos importancia a formarse en la juventud compitiendo, pero quede aquí nuestra protesta de luchadores de la vida contra lo que, vestido en su oficialidad de competición, no agota el amplio marco de lo que es competir en el más amplio y mejor sentido del verbo.

«Lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol», escribe Camus en uno de sus mejores artículos. A mí el fútbol no me parece un deporte tan noble, por motivos que aquí no caben, aunque importan: los códigos de comportamiento en el baloncesto son más nítidos y honestos. Lo que aprendí, en todo caso, tiene menos que ver con la índole de este deporte que con quienes, cada martes, me dejan jugar con ellos. He escrito en alguna ocasión que soy marxista, de la rama grouchista, y que por tanto nunca pertenecería a un club que me admitiese como miembro. Cumplo esta norma a rajatabla, salvo en lo que respecta al Excelentísimo Club Butrón.

Foto: Tan kuen yuen.

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David Cerdá García
David Cerdá (Sevilla, 1972), es economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y El dilema de Neo (2024); El bien es universal (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información en www.dcerda.es