«El porno siempre ha existido. Todo sigue igual, solo es una cuestión de formatos». Esta es la mentira que nos venimos contando, la que los mercaderes de Prostibulandia aducen, entre las risotadas de los cavernícolas que comparan la alarma actual con «la de los curas que decían que si nos masturbábamos se nos escamarían las manos y se nos caería el pelo».
Dejen que les presente Prostibulandia, el lugar en el que la pornografía y la prostitución (valga la redundancia) han pasado de la mugre marginal —su lugar natural— a una actividad y estado de cosas general instalada con absoluta normalidad en todas partes. Las visitas al sitio Pornhub (que solo es el más popular) están en unos diez mil millones al mes, diez millones a la hora. Y ya no es un asunto de profesionales, pues no hay ni aproximadamente los necesarios para atender a este maremoto. El fenómeno de la prostitución/pornografía amateur es relativamente reciente; en 2025 se ha popularizado. OnlyFans arrancó en 2019 y tardó un año en alcanzar los treinta millones de usuarios; en 2023 sobrepasó los trescientos millones, duplicándose los «creadores de contenidos» en unos veintipico meses, de dos a cuatro millones (el contenido no pornográfico de la plataforma es minoritario).
Para entender los órdenes de magnitud de los que hablamos, Vega Pérez contaba hace poco que gana unos cien mil euros al mes; las «estrellas» globales multiplican por diez o más esas cifras. Y luego está el tipo de sexo que abunda, pleno de agresiones verbales y físicas. «Hace treinta años, la pornografía “dura” solía significar la representación explícita de relaciones sexuales» —escribe Norman Doidge, neurocientífico y autor de El cerebro que se cambia a sí mismo— «Ahora la pornografía dura ha evolucionado y está cada vez más dominada por los temas sadomasoquistas […] que implican guiones que fusionan el sexo con el odio y la humillación». Llamar, por lo demás, «cuestión de formatos» al contraste entre unas páginas de revista y los vídeos de alta definición actuales es no entender nada sobre cómo configuran nuestro entendimiento y nuestro corazón las imágenes. Hoy en día, los sitios de pornografía reciben más tráfico en los Estados Unidos que Twitter, Instagram, Netflix, Pinterest y LinkedIn juntos.
Para quienes creen (saben) que OnlyFans es una sentina infecta, tengo malas noticias: no conocen Chaturbate, otra web en la que «los artistas» (sic) reciben tókenes digitales de los espectadores que pueden canjear los regalos que hayan puesto en su «lista de deseos» (ropa y complementos, tecnología, etcétera). La antropóloga Roanne van Voorst —Sexo con robots y pastillas para enamorarse, Deusto, 2024—, que la ha estudiado, cuenta lo siguiente:
Encontré madres y padres masturbándose, abuelos acariciando con entusiasmo juguetes sexuales, parejas y grupos más numerosos de personas haciendo la cucharita, un cantante desnudo que sostenía el ukelele delante de su pene […] Lo que vi fue a cuatro chicos rusos, de la edad de mis alumnos, tumbados en un sofá agujereado y masturbándose por dinero ante la cámara. Se alternaban para continuar grabando día y noche. Si uno se dormía o necesitaba comer, los otros continuaban la faena, pajeándose con los ojos hundidos y la mirada aborrecida, suplicando dinero a los espectadores a través del chat: «Danos más dinero, porfa, estamos duros para ti, ni te defraudaremos». Vi pandillas de jóvenes africanos, asiáticos y de Europa del Este realizando actos sexuales en camas individuales a petición de los espectadores, con pósteres de músicos pop o de estrellas de cine nacionales de fondo (incluso una vez vi un calendario de cumpleaños). Bi siquiera se esforzaban por parecer excitados, se movían y hablaban aburridos: «Si quieres podemos seguir, pero estamos cansados, tío, así que, por favor, acuérdate de pagarnos bien, ahora». Vi lo que me pareció una anciana muy confundida sentada en una cama, desnuda. Parecía que no sabía dónde estaba la cámara ni lo que hacía ahí. «¡Abuela! —escribió un espectador—. ¿Quieres comer sopa esta noche? Pues haz algo divertido por mí y te invito a un plato». Hice clic una y otra vez, cada vez más deprisa, y pasé por delante de miles de cuerpos zarandeados, masturbados, palpitantes, golpeados, cantantes, susurrantes y mascadores de chicle en habitaciones pequeñas y pisos sombríos que no me miraban ni a mí ni a nadie, sino al ojo de la cámara.
Cualquiera puede hoy proveer o consumir de este pozo séptico. A esto, como siempre, lo llamaremos «libertad» y «progreso», según el gusto ideológico de turno. Como somos así de canallas cuando estamos en nuestro punto más bajo, he leído por ahí que lo que ha pasado es que el acceso a la prostitución y la pornografía se ha democratizado. He ahí una palabra prostituida a diario: «democracia». Ya ve: en el mundo en que más se pronuncia en vano esa otra palabra maltratada, «empatía», lo que está bajando a toda velocidad es el nivel medio de compasión. Antes de que el primer tonto grite «¡moralista!», pongamos en pie de qué estamos hablando, que sobrepasa en mucho el ámbito de las estrellas minoritarias: de esclavitud disfrazada, de explotación impregnada de purpurina.
Vayamos a los usuarios. El resultado de la pornografía 24/7 en la juventud está a la vista de todos. Cuando tu educación sexual la han conformado cientos o miles de horas de porno lo normal es que tu brújula sexual y amorosa esté descuajeringada; es justo lo que está ocurriendo. Las consultas de los psicólogos bullen de personas acomplejadas y profundamente confundidas sobre lo que se espera de ellas en términos sexuales y sobre el lugar que el sexo tiene en la vida humana, consecuencia natural de haber visto la cosa mercantilizada y rutinizada sin conexión alguna con su fondo antropológico. Como detalla van Voorst:
Un estudio de Rutgers […] y de Soa Aids Netherlands […] demostró que, a diferencia de hace apenas cinco años, los jóvenes de hoy se duchan más a menudo con los calzoncillos puestos. Están, según la expresión coloquial utilizada entre los científicos, «oversexed, but underfucked» [«sobreexcitados, pero poco follados»] […] En 2012, la mitad de los jóvenes tenían sus primeras relaciones a los 17,1 años y en 2017 a los 18,6. Un año de diferencia puede parecer insignificante, pero es muy relevante, porque estamos hablando de un cambio producido en un periodo de tan solo cinco años y, sobre todo, porque esta tendencia se extiende a otros países, como Estados Unidos o Japón […] donde no paran de proliferar los «hombres herbívoros», jóvenes que nunca han mantenido relaciones sexuales ni están interesados en tenerlas.
A ese estropicio, como siempre, lo llamaremos «epidemia de salud mental», para aislarlo cuidadosamente de una de sus causas, de cada causa, en realidad, de la que haya que ocuparse seriamente y arriesgando el business de algunos.
En países de nuestro entorno se ha normalizado incluso que haya «prostitución compasiva» para discapacitados y ancianos. Quienes lo ofrecen son clasificados en el mismo cajón que los asistentes sociales, los auxiliares de geriatría y los pedagogos de educación especial. El sexo es, qué duda cabe, una de las grandes sensaciones de la vida. Pero creer que existe un derecho a practicar sexo, en vez de un derecho a que tal cosa no se nos impida, es tan idiota como pensar que hay un derecho a tener niños; a ver si vamos a terminar dándoles la razón a los incels. Ignorar que la primera pieza de la ética, en su versión más avanzada, es la dignidad, esto es, el conjunto de cosas que, por su inmenso valor, no han de tener precio, nos aboca a seguir bajando peldaños en el contemporáneo desvarío. Nadie necesita practicar sexo para llevar una vida plena, ni tener niños, y por eso no es un servicio recibir sexo por un precio ni un trabajo gestar niños ajenos. No tenemos cuerpos, somos cuerpos, y venderse es objetivamente denigrante, sin que importe, a este respecto, lo que opine quienes se prostituyen, la mayoría de las cuales (porque la inmensa mayoría son mujeres) saben cuál es el efecto en su autoestima y autorrespeto de convertirse en mercancía. Creer que, eliminado el proxeneta, queda la prostitución dignificada, es una forma de ser machista por una vía inversa.
Hemos pasado de la pornografía residual a la pornificación de la sociedad; de la prostitución como mal a erradicar a la prostitución masiva. Ya se habla de un porno «inclusivo, realista y ético», una idea que, como casi todas las malas, ha abrazado con cariño la ultraizquierda de ahora, la más boba de todos los tiempos. A quienes decimos que prostituirse no es un trabajo, sino una denigración y a menudo una tragedia, nos tachan de savonarolas quienes gustosamente cambian la dignidad por una caja registradora, una postura en la que van de la mano de los desgraciados —en ambos sentidos del término— que pagan por obtener sexo. La razón de esta devaluación humana está en la premisa inicial, la dignidad misma: hemos dejado de creer que hay cosas que no deben venderse. Una idea que se lleva por delante individuos, familias y sociedades, y que antes o después llega a la política, como sabemos nosotros, que llevamos un tiempo padeciendo una política tan prostituida como pornificada.
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