Pedro Sánchez ha encontrado en este sistema su hábitat natural, y eso no debería sorprendernos: es el huésped ideal para un organismo previamente enfermo. El virus oportunista perfecto. Pero no es el virus original, sino una mutación, aunque excepcionalmente peligrosa.

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Lo que hoy se presenta como asalto final a la legalidad no ha llegado de repente. Ha sido un proceso de sedimentación de décadas de transacciones, claudicaciones y cálculos cortoplacistas. El deterioro institucional de esta furiosa oleada populista encarnada en Pedro Sánchez no habría sido posible sin mediar una moderación interesada, autocomplaciente y, a fin de cuentas, colaboracionista.

La democracia mediática que aceptó durante décadas pequeñas transgresiones como parte del juego no puede fingir sorpresa cuando las grandes barbaridades llegan

La idea de que moderación consiste en mirar para otro lado ante la anormalidad se convirtió muy tempranamente en doctrina no escrita del Régimen del 78. Basta recordar lo ocurrido el 28 de febrero de 1980 en el referéndum andaluz: ante la imposibilidad de alcanzar el resultado requerido en todas las provincias, el entonces presidente Adolfo Suárez ordenó una maniobra descarada para validar un resultado que no cumplía la ley. Un “pequeño ajuste técnico”, lo llamaron. El Parlamento lo blanqueó. Y la Transición siguió como si nada. Aquel “caso Almería” sentó un precedente gravísimo: cuando el orden legal es un estorbo, puede retorcerse. Con buena voluntad y, por supuesto, moderadamente.

Esa misma “moderación” fue la que esgrimió tácitamente el Partido Popular, ya en una democracia más madura, para incumplir reiteradamente su promesa de restaurar la independencia del Poder Judicial, liquidada previamente por otro gran padre de la patria: Felipe González. Pero el PP apartó ese cáliz de sus labios no una, sino dos veces, con sendas mayorías absolutas. La segunda, con Mariano Rajoy de presidente, fue especialmente sangrante: no sólo no se reformó el sistema de elección de los vocales del CGPJ, sino que se dejó pudrir hasta la situación actual. Por puro cálculo. Por no agitar el avispero. Por moderación.

Fue también Rajoy quien hizo costumbre anunciar a sus ministros desde la sede de su partido, como si la institución del Gobierno fuera una extensión del Comité Ejecutivo del PP. Una ceremonia que sólo le faltaba el sobre con “and the winner is…”, tan informal como reveladora, porque trasladaba al subconsciente colectivo una idea devastadora: que el poder ejecutivo emana del partido, no del Congreso. El mensaje era tan irresponsable como claro: en España las instituciones son un mero decorado.

Esa desfiguración de las formas, que al final son la sustancia, alcanzó no hace mucho su apoteosis con la grotesca estampa en Bruselas: Félix Bolaños, en nombre del PSOE, y González Pons, en nombre del PP, rubricando la renovación del Consejo General del Poder Judicial como si fueran dos embajadores sellando un acuerdo bilateral.

Lo que según la Ley sólo podía debatirse, negociarse y aprobarse en el Parlamento se resolvía con una foto a puerta cerrada en el extranjero, como si estuviéramos en una república bananera. Lo siguiente será negociar los Presupuestos Generales en un casino de Las Vegas. Aquella foto vergonzosa fue vendida como un ejemplo de sentido de Estado, de moderación. Pero fue más bien yoga constitucional: doblar las reglas hasta que encajen con los intereses del partido.

Parafraseando a Hannah Arendt, lo más escandaloso no fue el crimen, sino que nadie se escandalizara. Lo de España no es un catálogo de anécdotas. Es una cronología del desarme que nos ha llevado hasta la apoteosis de Sánchez. La moderación institucional mal entendida, como inmovilismo, como complicidad con las pésimas costumbres, ¡como miedo a parecer antisistema!, ha sido el mejor aliado de quienes tenían muy claro que querían capturar el sistema. No para reformarlo, por supuesto, sino para subvertirlo hasta la náusea en su propio beneficio.

Durante la Gran Recesión, muchos españoles, pese al desconcierto, conservaban aún una virtud saludable: querían entender las cosas más allá de las noticias. Buscaban causas, lecturas de fondo, razones estructurales. Era el momento del análisis. Hoy, frente a una crisis aún más grave, la demanda ha cambiado: la indignación ha sustituido a la inteligencia, la noticia al diagnóstico. La pregunta ya no es “¿cómo hemos llegado aquí?”, sino “¿qué ha pasado ahora?”. La excepción convertida en una rutina sin alcance.

Resulta tan fácil sostener que todo cuanto sucede es culpa de Sánchez. Es cómodo, es rentable y además es parcialmente cierto. Pero es insuficiente. Porque sin un sistema previamente maleado para permitir lo que hoy sucede, sin esos mecanismos degradados por una moderación engañosa o por el cálculo electoral, Pedro Sánchez sería sólo un mal sueño. No una amenaza real.

No estamos ante un exceso de locura, sino ante un déficit de virtud. La democracia mediática que aceptó durante décadas pequeñas transgresiones como parte del juego no puede fingir sorpresa cuando las grandes barbaridades llegan. El problema no es sólo que haya gobernantes dispuestos a ir demasiado lejos. Es que nadie esté dispuesto a frenarles antes de que lo hagan, con los primeros síntomas.

La Moncloa, ese búnker palaciego que simboliza mejor que ningún otro edificio la enfermedad del poder en España, no necesitaba murallas. La verdadera fortaleza de este régimen cesarista fueron los cómplices silenciosos: aquellos que se llamaron moderados, pero siempre cedieron ante las prácticas antisistema cuando les convenía.

Puede que resulte incómodo o incluso, para los más aguerridos antisanchistas, francamente inoportuno, abrir el foco más allá de los escándalos extraordinarios del actual Ejecutivo. Escándalos que no son inventados, sino tan reales y tan numerosos que han desbordado incluso a quienes los siguen a tiempo completo. El problema es que esa abundancia de indignaciones actúa como pantalla: hace tanto ruido lo inmediato que nadie se pregunta qué hay debajo. Y debajo no hay sólo un presidente sin escrúpulos respaldado por los aliados más siniestros, sino unas instituciones carcomidas que han sucumbido con una facilidad pasmosa.

Ahora que Pedro Sánchez ya no sólo tiene “su” Fiscal General, sino también “su” Tribunal Constitucional y “su” legalidad a la carta — y si le damos unos meses, igual se hace hasta con el VAR—, la tentación de limitar la crítica a su figura es tan comprensible como insuficiente. Es hasta cierto punto lógico querer centrar el tiro. Pero si no apuntamos también a los malos hábitos que han facilitado este derrumbe, estaremos dejando intactas las condiciones para que mañana llegue otro peor a ocupar el mismo trono vaciado de contrapesos.

La pésima experiencia de la Gran Recesión debería habernos servido de advertencia. También entonces hubo un terremoto. También se habló de punto de inflexión. También se abrieron debates. Pero la clase dirigente, envuelta en la moderación paralizante, eligió no deshacer los nudos del sistema y dejar las costuras como estaban. Tres lustros después, ha vuelto la tormenta, pero en peores circunstancias, con menos virtud cívica y un cinismo institucional que pone los pelos de punta.

No es verdad que si los mismos errores se repiten, también lo haga la historia. Eso no ocurre. Es un mito. Cuando los errores se repiten, las consecuencias nunca son iguales. Tienden a ser peores. Si queremos evitar la siguiente debacle, que será mucho más que política, habrá que hacer algo más que radicalizarse con los titulares y cazar villanos. Habrá que poner el foco en el sistema. En sus pésimas costumbres. En sus carencias y trampas. En sus silencios… y en sus cómplices. Si no lo hacemos, serán otros, y no precisamente los mejores, quienes tomen el control de todo de manera permanente. Luego vendrán a explicarnos que todo ha sido muy democrático. Como cuando el trilero te sonríe mientras esconde la bolita.

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