Aunque no fuera de su agrado ser reconocida como filósofa, ya que – aclaraba en una entrevista – su profesión era la teoría política, lo cierto es que Hannah Arendt es autora de reflexiones muy sagaces que nos acercan a un siglo XX marcado por los regímenes totalitarios y por una falta de humanidad a la que difícilmente puede aportarse luz (y a la que, sin embargo, ella ofreció lucidez).
En su libro ‘Los orígenes del totalitarismo’ dice lo siguiente: “El sujeto ideal del dominio totalitario no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino personas para quienes la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento) ya no existe.”
No es casualidad que esta cita pueda encontrarse asimismo en un artículo académico titulado Reflexión sobre el Universalismo frente al Relativismo Cultural con especial atención sobre los derechos de la mujer, en el que István Lakatos explora los elementos principales de dicho debate. Y es que no sólo el discernimiento entre lo legal y lo legítimo parece inalcanzable para algunas personas, sino que legitiman automáticamente aquello que es propio de una cultura ajena, borrando de nuevo la frontera entre las normas o las costumbres y el raciocinio.
La controversia la ha rematado la embajada iraní, que emitió una nota de prensa aclarando lo sucedido y declarando que el desencuentro nace de la creencia en la superioridad de los valores de occidente y la voluntad de imponerlos
Probablemente sepan que la delegación iraní que visitó nuestro país a principios de este mes exigió que las mujeres no estrecharan la mano de los hombres con motivo de la reunión en el Congreso de los Diputados, una demanda rechazada por varios partidos que no acudieron a la misma. Tratando de rebajar la polémica (y, en su lugar, aumentándola), la presidenta del Congreso Meritxell Batet dijo encontrar positivo que delegaciones como la iraní pudieran aprender de nuestros valores de igualdad y tolerancia.
La controversia la ha rematado la embajada iraní, que emitió una nota de prensa aclarando lo sucedido y declarando que el desencuentro nace de la creencia en la superioridad de los valores de occidente y la voluntad de imponerlos. Y, como viene sucediendo desde hace tiempo, hay quienes han abrazado esta teoría y calificado a sus detractores en un rango que contempla desde una descarada vanidad hasta las más deslumbrantes ensoñaciones dictatoriales.
En primer lugar, este tipo de actitudes son propias de un pensamiento constreñido por la falacia del falso dilema, que presenta dos únicas opciones disponibles (legitimar las normas de la cultura iraní o desear fervientemente la imposición de la cultura occidental no considerando los medios con los que este objetivo haya de alcanzarse, es decir, al más puro estilo totalitario). Esta simplificación es una trampa capaz de convertir cualquier aberración en un mal menor y con la que fácilmente se toma al crítico por fanático.
En segundo lugar, afirmar que la cultura occidental es superior a la presente en los países islámicos no ha de nacer necesariamente de la arrogancia: basta preguntarse cuáles serían las circunstancias personales de cada uno en dichos países y pensar en términos de utilidad o conveniencia. Les digo cómo imagino las mías: un matrimonio concertado firmaría el final de mi infancia en Yemen, infancia que podría estar marcada por la pedofilia en Irak o por la negación de una educación en Pakistán.
En Somalia tendría grandes probabilidades, además, de sufrir la mutilación genital durante mi adolescencia. Quizá hubiera sido más afortunada en mi edad adulta en Qatar, pues mi marido nos regalaría a mí y a sus otras mujeres un espléndido día de playa al calor del burkini. Lástima que no podría quitármelo para disfrutar de un baño si él me permitiera entrar al agua, como no podría quitarme el hijab en Irán, ya fuera por asfixia o por disentimiento, pues –como expliqué en mi anterior artículo Complicidad, sumisión o pleitesía– me enfrentaría a fuertes multas y penas de prisión. Más me valdría, además, no aventurarme a nada fuera del matrimonio, porque podría pagarlo con la lapidación en Arabia Saudí. Tratando de ser algo más positiva, me alivia pensar que en todos estos supuestos me casaría con un hombre, ya que la homosexualidad en Palestina también podría costarme la muerte.
En tercer lugar – siendo evidente que vivir en España me resulta mucho más conveniente que hacerlo en cualquiera de estos países – no me avergüenza decir que encuentro todo lo que he mencionado inaceptable. Lo que para mí es una elucubración es, sin embargo, la triste realidad de millones de personas que carecen de la libertad de elegir y de quienes no alcanzo a imaginar la posible reacción en el hipotético caso de que un relativista cultural les dijera que aquello que sufren no es criticable porque ‘no se trata de imponer los Derechos Humanos fabricados por occidente’ o ‘no puede faltarse el respeto a su cultura’.
Recuperando la reflexión de István Lakatos, comparto su opinión en cuanto a que un universalismo radical que buscase sustituir completamente una cultura en el proceso de implementación de estándares creados a partir de los derechos humanos sólo generaría un enorme rechazo –precisamente del choque cultural causado por la conocida como la revolución blanca en Irán se aprovechó Khomeini para ganar apoyo, evidenciando la oposición del clero–. Pero advierte, de la misma manera, de que ‘un relativismo cultural radical que establece la cultura como única fuente de validez de las normas morales permite hacer un uso indebido del término con el interés de encubrir violaciones de los derechos humanos’.
Legitimar una práctica o una norma sobre el argumento de la cultura no es otra cosa que renunciar a la propia moralidad – anulando la posibilidad realizar un juicio de dicha cultura desde el punto de vista de la ética – y aceptar, bajo el paraguas del relativismo cultural, todo tipo de perversiones. Emplearlo, además, para desautorizar las críticas o impedir que se exprese una preferencia por una cultura particular consiste en recurrir al carácter autoritario que tan a menudo se reprocha a los críticos para desacreditar a la persona que ejerce su derecho a la libertad de expresión.
Y esto último, precisamente, es lo que la embajada de Irán ha pretendido con su comunicado. Sus mejores aliados en Occidente son aquellos que, por no ofender con el término ‘inmoral’, abrazan la amoralidad o, más sencillamente, la indiferencia.
O lo que es peor, lo reitero: la complicidad.