Durante un buen número de días una parte muy importante de la humanidad ha permanecido pendiente de la elección de un nuevo Papa. Las apuestas han vuelto a quedar bastante en ridículo, tal vez porque no acabemos de caer en la cuenta de que ser Papa es algo más bien indeseable. Muchos consideran que los cardenales pueden tener la ambición legítima de ser Papa, pero me temo que esa manera de ver las cosas peca de excesivamente miope.
Como hemos visto a Trump ataviado de Papa y hemos oído su opinión de que él, precisamente, sería un gran pontífice, nos cabe la disculpa de considerar al Papa bajo la especie del poder y suponer, por tanto, que llegar a serlo es una razonable ambición, pero existe una verdad más simple acerca de este asunto y es que cualquiera que se viera convertido en Papa experimentaría de manera inmediata no un aumento de poder sino un incremento casi insufrible de responsabilidad, de angustia.
Al verle se advierte la presencia de un hombre prudente, piadoso y discreto, muy probablemente sabio y laborioso y cuya biografía nos indica que siempre ha estado dispuesto a hacer lo que se le encomendase en cualquier parte
Un Papa está sometido como cualquier ser humano al drama de la libertad, a la necesidad de decidir, pero en su caso, a diferencia del nuestro, sus decisiones son contempladas por millones como un signo extraordinario, como una voz dotada de una autoridad muy singular, única, incluso cuando no se crea en nada de la metafísica que rodea al papado. Si hacemos caso de esa versión popular que circula acerca de lo que es la conciencia moral, un recuerdo de que nos están mirando, de que seremos sometidos a juicio, todos sufrimos esa influencia de las miradas ajenas y, en consecuencia, vacilamos a nada que tengamos que tomar una decisión medianamente delicada.
En el caso del Papa, esas miradas son multimillonarias porque de alguna manera el mundo entero está pendiente de él, basta con recordar las especulaciones acerca de si, en su primera aparición, llevaría o no muceta, del color de sus zapatos y de cada uno de los gestos que pudiese hacer. El Papa está permanentemente expuesto y es normal que en muchas ocasiones prefieran ocultarse tras la tapadera de los ritos y los símbolos, que le procuran un cierto descanso semiótico por lo habituales que son, y se resistan a decir lo primero que se les pudiera ocurrir.
El Papa Francisco rompió un poco el molde al ser, tal vez, algo más espontáneo de lo aconsejable, al ilustrarnos con opiniones varias y al querer recordar siempre su carácter de simple mortal, pero el problema está en que el Papa no es un quidam sino alguien que, para los católicos, es el representante de Cristo y al que el resto del mundo reconoce una autoridad especial que no se suele otorgar al primero que pasa.
León XIV, al que muchos se empeñan en convertir en un seguidor de Francisco, ha ofrecido, para empezar, una imagen mucho más histórica que aggiornata del Papado. Su semblante indica cualquier cosa menos algarabía por el éxito obtenido, más bien muestra una notable preocupación por el peso que le ha caído sobre los hombros. Cualquier Papa se tiene que saber no heredero del anterior sino de una tradición milenaria, difícil de interpretar, exigente y muy expuesta a la contradicción, incluso a la burla, una tarea gigantesca que no puede compensarse con ninguna complacencia más o menos mundana.
Las primeras palabras de León XIV han sido en recuerdo de la resurrección, de aquella creencia sin la cual es vana cualquier fe y han querido anunciar una vez más la esperanza, la confianza en que el mal no prevalecerá, una manifestación cuyo carácter sobrenatural no se le puede escapar a nadie. Este mundo no da para muchas alegrías, pero el Papa quiere recordarnos que nos espera una patria que no será decepcionante, es decir que León XIV, por mucho que algunos se empeñen, no ha llegado al Vaticano para ponerle las peras al cuarto a Donald Trump, objetivo meritorio sin duda, sino para algo un poco menos espectacular pero más profundo.
León XIV es un agustino, un hombre que llegó al convento con sus estudios de matemática a cuestas y sus ganas de servir a una orden tan preclara. Es un eclesiástico que conoce muy bien este mundo, al que ha dado unas cuantas vueltas y conoce la curia, ese infinito enredo en el que cualquier religión puede acabar sucumbiendo, pero él ha resistido bravamente. Sus colegas del Vaticano parecen muy seguros de lo que han escogido, a un cardenal recién nombrado (que para saber lo que era el Conclave ha decidido ver la película, según ha contado uno de sus hermanos) y que apenas contaba con expectativas según los vaticanistas, ese género de predictores que jamás renuncia a equivocarse.
Todo lo que puede decirse con prudencia acerca de este nuevo Papa se reduce a esperar lo mejor partiendo de la excelente imagen religiosa del personaje. Al verle se advierte la presencia de un hombre prudente, piadoso y discreto, muy probablemente sabio y laborioso y cuya biografía nos indica que siempre ha estado dispuesto a hacer lo que se le encomendase en cualquier parte. La gran responsabilidad que se le viene encima es el precio que tiene que pagar por la posibilidad que se le ofrece de hacer un gran bien a la Iglesia y a todos.
Tengo la impresión de que la mayoría de los cardenales han respirado satisfechos con la elección, en primer lugar, por haberse librado de semejante encargo, pero también por sentirse razonablemente seguros al haber acertado con el elegido. Que así sea, por el bien de todos.
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