Quevedo se quejaba amargamente de que en pleno siglo XVII “por hipocresía llaman al negro, moreno; trato, a la usura, a la putería, casa; al barbero, sastre de barbas; y al mozo de mulas, gentilhombre del camino”. Como puede colegirse de tan acertada descripción, el fenómeno de la llamada corrección política que nos invade no es nuevo. La tendencia puritana a remodelar la realidad según los gustos bien pensantes de una minoría, que se auto-proclama a sí misma como ilustrada y depositaria de las correctas maneras de nombrar a la cosas,  parece inserta en la propia naturaleza humana. Sin embargo, no es menos cierto que está tendencia a buscar el correcto nombre para cada cosa, que se remota ya al diálogo Crátilo de Platón, parece estar alcanzando unos niveles más propios de la Ginebra calvinista que de una sociedad post-metafísica en la que los “nuevos ilustrados” tipo Habermas dicen que habitamos.

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Resulta chocante que los propios gurús de la izquierda post ilustrada, tan críticos con cualquier visión totalizadora de la realidad y defensores de la instauración de una sociedad post-metafísica, hayan acabado instaurando una nueva visión metafísica que ellos identifican con una suerte de consenso acerca de los valores dominantes en la sociedad. Unos valores que no pueden ser otros que los de la llamada socialdemocracia. Esta tradición de pensamiento, huérfana de un espacio de ideas propio, ha acabado siendo fagocitada por la nueva izquierda post mayo del 68. Una izquierda que ha abandonado la noción de clase en favor de las llamadas identidades interseccionales de género o raza.

Parece como si con la COVID-19 la izquierda hegemónicamente dominante no hubiera ya tenido suficientes coartadas argumentales como para imponer un nuevo orden político, económico y cultural con eso que pomposamente llaman la nueva modernidad. Parece ser que faltaba por finiquitar uno de los últimos vestigios de la llamada sociedad libre; la sociedad americana. Imperfecta sin duda, pero tradicionalmente mucho más libre que la decrépita Europa que no tenido demasiado problema en entregar su tradición cultural occidental en manos de una élite izquierdista cuyo propósito parece ser el de instaurar un nuevo modelo civilizatorio.

Este modelo parece que estará basado en la sumisión del individuo a una serie de dogmas de corte identitario y colectivista. La sociedad americana, basada tradicionalmente en una consideración individualista de la sociedad, viene convirtiéndose de un tiempo a esta parte en el objetivo indisimulado de este nuevo totalitarismo en ciernes. De ahí que los disturbios raciales que se están viviendo allí no sean más que una excusa para instaurar un nuevo modelo de sociedad. Allí estamos contemplando una serie de hechos cuando menos inquietantes. Grandes empresas que se pliegan a los dictados de lo políticamente correcto (empresa de bicicletas Trek forzada a revisar sus contratos de suministro a los departamentos de policía). Universidades que disciplinan docentes que se resisten a adoptar una perspectiva de género o racial al evaluar a sus alumnos (el caso de Gordon Klein en la UCLA).

También conocíamos hace unos días la decisión de la plataforma de contenidos audiovisuales HBO de eliminar de su catálogo la que, hasta no hace mucho, se consideraba una de las mejores películas de la historia del cine “Gone with the wind”, conocida en España como Lo que el viento se llevó. El pecado de lesa humanidad que parece haber cometido dicha película es la de no poder resistir el sesgo retrospectivo de la nueva y puritana izquierda respecto del nuevo canon identitario recién estrenado. Los mismos que niegan la legitimidad del llamado sesgo retrospectivo para analizar críticamente la gestión de ciertos gobiernos (curiosamente sólo la de los afines a sus ideología) en la pandemia COVID-19, no tienen reparo alguno en enjuiciar con los nuevos parámetros impuestos por la izquierda productos culturales nacidos en una época en la que dichos estándares censores no existían. Ya en 1939, fecha de estreno de la película, el propio Hollywood, siempre tan dado a apuntarse a la última moda censora, estaba sometido a la férrea disciplina auto-impuesta por el propio sistema de estudios con el llamado código Hays. Una forma de autocensura que impedía que ciertos temas y actitudes, que no eran del gusto de las élites puritanas, pudieran tener plasmación cinematográfica. Por lo tanto no es ninguna novedad que Hollywood se apunte a la moda censora de la nueva izquierda, algo que además lleva haciendo  desde hace ya no pocos años. La novedad es que el propio Hollywood esté dispuesto a destruir su propia mitología, expresadas en películas emblemáticas de su edad de oro como Lo que el viento se llevó o El Halcón Maltés, para contentar los anhelos censores de este nuevo talibanismo retrospectivo de la izquierda identitaria.

El que estas líneas escribe no se sorprende en absoluto  de que esto haya sucedido. En el tiempo en el que hacía crítica cinematográfica y acudía a festivales de cine en los Estados Unidos ya tuve la ocasión de comprobar in situ el estropicio que los nuevos dogmas de la izquierda identitaria estaban causando en la industria del cine. Festivales otrora interesantes se estaban convirtiendo en plataformas de difusión de ideas de odio hacia occidente, de exaltación acrítica de la autodeterminación de género y de sexo, y en el caso concreto de los propios estados Unidos, se estaba llevando a cabo una suerte de nuevo macartismo, denunciando a actores, directores, prácticas en la industria por actitudes racistas o sexistas e incluso llevando a cabo una revisitación del propio canon artístico del cine con el único propósito de satisfacer los anhelos censores de unas élites liberales nacidas al albur de las elitistas universidades americanas. No se trataba de algo nuevo, en las propias universidades norteamericanas, desde los años de la llamada contra revolución cultural de la década de los 60 del pasado siglo en los departamentos universitarios de literatura se venía ya practicando esta censura retrospectiva respecto de algunas de las grandes obras de la literatura universal. Lolita de Nabokov u Otello de Shakespeare resultaban intolerables para estos nuevos censores neo-calvinistas, de ahí que debieran ser expulsadas del canon. Algo que ya denunciara Harold Bloom.

Como les decía en mi propia experiencia puede comprobar de primera mano cómo las antiguas secciones documentales de algunos de estos festivales se poblaban de productos de escasa valía cinematográfica pero que exponían al dedillo todos y cada uno de los dogmas de la progresía biempensante. De repente se dejó de valorar las películas por su fotografía, por la composición de sus planos, por su guion y se empezaron a leer críticas en medios, antaño prestigiosos, como Hollywood Reporter donde se criticaba las películas según parámetros relativos a la diversidad racial que reflejaban, los supuestos micromachismos que exhibían o sencillamente sobre sí eran políticamente neutras o no denunciando los desmanes del partido republicano en sus diversos momentos históricos.

En muchos casos la concesión de acreditaciones a la prensa se empezó a hacer depender de la línea editorial del medio de comunicación en cuestión, teniendo preferencia siempre aquellos medios más proclives a adoptar una línea favorable a las nuevas tesis hegemónicas. Cubrir estos festivales dejó de tener un interés cinematográfico y se convirtió en un puro ejercicio de activismo político. Muy rentable como paso previo para ingresar en las propias plantillas de los propios festivales. Una salida laboral económicamente interesante para muchos periodistas afectados por la crisis de la prensa de papel norteamericana, a la que no pocos de ellos se apuntaron

Esta moda que empezó en los Estados Unidos cruzó el charco y se acabó extendiendo primero a los grandes festivales europeos tipo Cannes, Berlín, Venecia,… donde empezaron a aflorar secciones de cine LGTBi, secciones relativas al cambio climático etc. Para acabar imponiéndose prácticamente en todos y cada uno de los festivales de cine del mundo hoy en día

Incluso se empezó a premiar las películas no tanto por su calidad artística cuanto por su prisma ideológico. La prensa, cada vez más precarizada y más dependiente de subvenciones encubiertas por parte de los propios festivales, acabó no sólo por plegarse ante la nueva moda sino que pasó a contribuir activamente a la difusión de estos nuevos valores, que parece serán los únicos aceptables ya después de la nueva normalidad.

Muy responsables de esta deriva han sido los propios periodistas europeos quienes, para salvar su propio sustento, no han tenido problema en prestarse a contribuir a la difusión de esta gran estafa cultural en la que han devenido los propios festivales de cine. También los políticos europeos, especialmente de signo conservador y liberal, han tenido su cuota de responsabilidad. En Europa una buena parte de la financiación de los festivales es pública. Dicha financiación se realiza apelando al carácter cultural de los mismos. Sin embargo, en la práctica se han convertido en meras correas de trasmisión de ideas radicales y antioccidentales. Unos festivales que pagamos todos y que sin embargo sólo sirven a los intereses de unos pocos.


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