En un programa televisivo se hablaba sobre inmigración y un representante político pronunció una frase que pretendía ser pragmática (quiero pensar) y terminó siendo reveladora: «sin inmigrantes, ¿quién va a limpiar el culo a los abuelos?». La expresión se instaló en la opinión pública como un eco incómodo, porque no era solo un desliz verbal, sino el síntoma de un imaginario cultural. Reducía el cuidado de los mayores a una tarea servil, casi indigna, que se delega a quien ocupa el último escalón social. Hablaba más de nosotros como sociedad que del propio político. Revelaba el vaciamiento de sentido con el que tratamos la fragilidad, la vejez, la dependencia.
Y sin embargo, cuidar no es un residuo social ni un castigo biográfico, sino un acto radicalmente humano. Luigina Mortari, en Filosofía del cuidado, insiste en que «la existencia humana se mantiene en pie porque está sostenida por el cuidado». No se trata de una actividad secundaria, sino de la condición de posibilidad de la vida misma. Victoria Camps, en Tiempo de cuidados, lo subraya en clave política: «La ética del cuidado no es una ética femenina ni privada; es el pilar de cualquier democracia que quiera tomarse en serio la fragilidad de la vida humana». Sin cuidado no hay justicia, no hay comunidad, no hay siquiera supervivencia. La antropología aporta pruebas elocuentes. El hallazgo en Atapuerca del cráneo de Benjamina, una niña discapacitada que vivió hace más de medio millón de años, muestra que fue sostenida durante años por su grupo. Cuidar de quien no podía valerse por sí misma fue, paradójicamente, el inicio de lo humano. Como recuerda Isidro Maya Jariego, cuidar de los débiles nos hizo humanos. Allí donde alguien se detuvo, alimentó y acompañó, nació la civilización. El cuidado no es un apéndice de lo humano, es su semilla.
El cuidado de los mayores, aunque incluya tareas humildes y desagradables, no es degradación, sino consagración
Pero lo que nos estremece hoy es que esa semilla parece haberse vuelto superflua en el relato dominante. Chus Recio lo denuncia en su artículo Una antropología del vacío: «Vivimos tiempos en los que incluso nuestras heridas se monetizan. La soledad, esa compañera antigua del alma, ha sido convertida en industria». La sociedad del vacío ha externalizado el vínculo y lo ha privatizado en forma de servicios de compañía, robots conversacionales, alquiler de afecto. El cuidado, en vez de ser vínculo gratuito y recíproco, se convierte en un mercado: un parche digital, un servicio de interfaz. El otro no es compañero, sino proveedor. El resultado es lo que Recio llama “apariencia de compañía, ausencia de vínculo”. La pregunta del personaje político —¿quién limpiará el culo a los abuelos?— revela justamente esa lógica del vacío: no se plantea cómo restituir el “nosotros” del cuidado, sino cómo subcontratar la incomodidad. Y así, los mayores son reducidos a un problema de gestión laboral, nunca a un misterio de sentido.
Frente a esta visión utilitarista, conviene volver a las palabras. Sacrificio proviene de sacer y facere: hacer sagrado. El cuidado de los mayores, aunque incluya tareas humildes y desagradables, no es degradación, sino consagración. Sacrificio en su sentido originario: transformar lo ordinario en sagrado. Simone Weil, en Echar raíces, lo expresa con claridad: «El arraigo es quizá la necesidad más importante y más desconocida del alma humana». Cuidar es ofrecer arraigo: decir al otro, con gestos pequeños y constantes, que su vida importa y tiene lugar en la comunidad. Renunciar al sacrificio equivale a abandonar al vulnerable en el desarraigo, en el vacío que el mercado viene a maquillar con simulacros. La deuda de gratitud hacia los mayores debería ser evidente. Nos dieron la vida, nos enseñaron a hablar, nos transmitieron cultura, memoria, afectos. Cuidarlos es, en cierto modo, devolver lo recibido. Cicerón afirmaba que «la gratitud no solo es la mayor de las virtudes, sino la madre de todas las demás». Y sin embargo, vivimos rodeados de ejemplos contrarios. En urgencias hospitalarias, no es raro ver a ancianos dejados por sus familias en vísperas de vacaciones, con la excusa de que son “una carga” —de esto, del oculto maltrato a los ancianos ya hablé en otra ocasión—. En residencias, informes revelan maltrato físico y emocional, infantilización, negligencia. Lo peor es la normalización: lo que antes escandalizaba ahora se percibe como costumbre.
Allí donde se cuida, la vida se eleva. Allí donde se abandona, la sociedad se degrada
En este sentido, la palabra cortesía adquiere relevancia. Chus Recio, en La cortesía como escudo, denuncia cómo la cortesía contemporánea se ha convertido en disfraz de la ausencia: «Se responde sin leer, se queda sin querer, se escucha sin oír». El otro queda reducido a trámite, a ruido de fondo. Pero la cortesía, en su sentido profundo, debería ser precisamente escudo: delicadeza que protege la dignidad del otro. El cuidado, sin cortesía, se vuelve protocolo vacío; con cortesía verdadera, se convierte en arte de la presencia. Escuchar sin mirar el reloj, responder con cuerpo, sostener silencios: pequeños gestos de cortesía que redimen de la soledad y devuelven humanidad. La superficialidad afectiva de la época erosiona el cuidado. Martin Buber, en su ensayo Yo y tú, distinguía entre la relación Yo-Tú, en la que el otro es fin en sí mismo, y la relación Yo-Ello, en la que el otro es objeto. El cuidado auténtico solo es posible en la lógica del Yo-Tú. Pero nuestra cultura líquida, como advirtió Zygmunt Bauman, ha convertido las relaciones en bienes de consumo: deben ser rápidas, reversibles, sin huella. En este marco, el cuidado se percibe como una molestia que interrumpe la eficiencia. La infantilización cultural, descrita por Marcel Danesi en su libro Forever Young: The ‘Teen-Aging’ of Modern Culture, prolonga la adolescencia indefinidamente, produciendo adultos incapaces de asumir sacrificios. En esta cultura, cuidar se percibe como renuncia, nunca como consagración. Y sin embargo, como insiste Camps, «el cuidado no es carga que limita, sino condición de posibilidad de la vida buena».
Los profesionales de la salud encarnan cada día esta paradoja. En hospitales, residencias y domicilios, médicos, enfermeros, terapeutas y auxiliares sostienen cuerpos frágiles y espíritus heridos. Su tarea no es solo técnica: implica presencia, escucha, consuelo. Cicely Saunders, fundadora del Movimiento Hospice, lo resumió así: «Curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre». Pero en España, a pesar de que entre el 69% y el 82% de quienes fallecen requieren cuidados paliativos, pocas instituciones ofrecen unidades especializadas. Proliferan las UCI, mientras faltan espacios para acompañar con dignidad el final de la vida. Es la paradoja de una medicina que sabe prolongar cuerpos, pero olvida acompañar almas. Redignificar el cuidado profesional exige reconocer que la excelencia no se mide solo en intervenciones técnicas, sino en humanidad. Que los sanitarios necesitan tiempo, formación y reconocimiento para cuidar de verdad. Y que la cortesía, entendida como delicadeza profunda, es parte esencial del arte clínico. Sin esa cortesía, la medicina se vuelve interfaz; con ella, se convierte en acto sagrado.
El cuidado no es asunto privado ni tarea menor. Es la columna vertebral de la comunidad. Como escribió Maya Jariego, «una comunidad cohesionada no anula la identidad individual, sino que la refuerza mediante el apoyo mutuo y el reconocimiento». Donde se cuida, florece el arraigo. Donde se abandona, avanza la soledad. Y la soledad, como señala Recio, se ha convertido en mercado: «Pagamos por no estar solos cuando lo que necesitamos no cuesta dinero, sino presencia». Pero la presencia no se alquila ni se programa: se ofrece y se recibe en gratuidad. El cuidado, por ello, es también cuestión política. Las sociedades se miden por cómo tratan a sus ancianos. Como recuerda la OMS, los cuidados paliativos no son lujo, sino derecho humano básico. Y, sin embargo, siguen siendo marginales en muchos sistemas de salud. Apostar por el cuidado implica políticas de conciliación, apoyo a las familias, formación en humanidades para profesionales sanitarios, inversión en residencias y espacios dignos. Implica también un cambio cultural: pasar del ideal de autosuficiencia a la aceptación de la interdependencia.
Literatura y filosofía nos ofrecen espejos. Antígona, en Sófocles, desafía la ley para cuidar de su hermano muerto: gesto inútil para el poder, pero sagrado para la humanidad. En La Odisea, Ulises solo puede regresar porque alguien lo espera y cuida de su memoria. En culturas orientales, la piedad filial ha sido siempre el centro de la ética: cuidar a los padres es honrar el orden del mundo. En todas las tradiciones, el cuidado de los mayores aparece como acto fundacional, nunca como carga. Frente a la pregunta vulgar de quién limpiará a los abuelos, la respuesta no puede ser cálculo utilitarista. La cuestión de fondo es qué sociedad queremos ser: ¿una que externaliza la fragilidad en manos invisibles, o una que reconoce en cada acto de cuidado el núcleo de lo humano?
Simone Weil decía que «la atención es la forma más rara y pura de generosidad». El cuidado es precisamente eso: atención radical al otro en su fragilidad. Escuchar cuando ya no hay respuestas, sostener cuando el cuerpo decae, consolar cuando el sentido se tambalea. En ese gesto se revela nuestra humanidad compartida. Quizá, como escribió Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, necesitamos soñar con «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad». Esa utopía comienza en lo pequeño: en la cortesía que protege la dignidad, en el sacrificio que consagra lo cotidiano, en la gratitud que devuelve lo recibido. Comienza, en definitiva, cuidando a quienes antes nos cuidaron. Porque el cuidado es el acto más humano y más sagrado. Allí donde se cuida, la vida se eleva. Allí donde se abandona, la sociedad se degrada. No hay progreso sin gratitud, ni justicia sin sacrificio, ni humanidad sin cuidado. Y quizá, cuando nos llegue nuestro turno de ser (aun más) frágiles, descubramos que lo que nos sostiene no son las máquinas ni los contratos, sino la mano que nos limpia, nos escucha y nos consuela. Esa mano que no degrada, sino que consagra. Esa mano que, en cada acto de cuidado, nos devuelve nuestra dignidad y nos recuerda, una vez más, que seguimos siendo humanos.
Foto: Paolo Bendandi.
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